Enigma 97

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Por Román Ceano

Esta alegre apariencia quedó rota trágicamente, cuando el 9 de enero de 1942, Jerzy Rozycki y otros dos polacos fallecieron ahogados cuando regresaban a la Francia continental después de cumplir un turno en Argel. Todos los habitantes del chateau fueron reunidos por Bertrand para escuchar un discurso fúnebre que había compuesto. Al acabar el discurso, quiso ilustrar el drama que habían vivido sus compañeros leyendo de viva voz un largo reportaje publicado en el periódico La Croix.

El Lamoricière era un paquebote de 5000 toneladas y casco de acero, botado en 1921 en los astilleros Swan de Newcastle. Hacía el trayecto regular entre Argel y Marsella para la compañía Transat, concesionaria de la ruta. Era un buen barco, aunque algo viejo y traqueteado. Su principal problema era la falta de potencia. Las penurias de la guerra habían obligado a modificar su motor para hacer que funcionase con carbón en lugar de con el fuel-oil del diseño original. Por si eso no fuera suficiente, el carbón que le era posible encontrar a la compañía era de calidad ínfima. Estos problemas con el combustible hacían que en aquellos días su capitán considerara extraordinario navegar a doce nudos cuando antes de la guerra su velocidad de crucero era dieciocho.

El último viaje del Lamoricière empezó el martes 6 de Enero de 1942 cuando zarpó del puerto de Argel a las 17:00 con 272 pasajeros a bordo, de los cuales 88 eran militares de permiso, y 16 eran niños de entre 10 y 14 años que habían estado en Argelia desde el principio de la guerra y ahora volvían a sus casas. En sus bodegas llevaba 330 toneladas en forma de mercancías diversas, frutas y verduras, el equipaje de los pasajeros, correo postal y dos vehículos.

El invierno estaba siendo excepcionalmente malo. Las tramontanadas dificultan la navegación invernal por esas aguas desde tiempo inmemorial. Los Pirineos y los Alpes canalizan las galernas que bajan sobre Francia desde el Mar del Norte y las convierten en chorros de aire compacto que barren el mar sin obstáculos, enfriándose al ensancharse y descomprimirse.

Las tramontanadas de los primeros años 40 del siglo XX fueron excepcionales, acordes con la serie de inviernos polares que se vivieron en todo el hemisferio norte durante los años de la guerra. La que azotaba el Mediterráneo Occidental desde el domingo anterior a la partida del Lamoricière, tenía una violencia y una extensión excepcionales, incluso dentro de la excepción misma que representaban esos inviernos. Menorca por ejemplo llevaba tres días incomunicada, batida por un gélido huracán que alternaba la lluvia con la nieve y el granizo. Desde la costa norte podía contemplarse una mar arbolada que la cercanía de la costa convertía en montañosa.

Las informaciones y previsiones meteorológicas eran secreto militar y estaba prohibido radiarlas por lo que los capitanes sólo conocían el tiempo del puerto de origen. En la costa norteafricana la galerna no había llegado a los extremos con que golpeaba más al norte, en el mar Balear. Por ello, cuando el Lamoricière salió del puerto, encontró un mar agitado pero no extremo, con vientos de fuerza cinco.

No eran condiciones excepcionales, pero hacían la navegación muy incómoda para el pasaje. Tras el simulacro rutinario de evacuación, la inmensa mayoría se encerró en los camarotes, presa de fuertes mareos. Tan sólo trece pasajeros se presentaron en el comedor a la hora de la cena. Uno de ellos comentó que ese número no era un buen augurio, a lo que otros más animosos contestaron con bromas y chanzas.

El Lamoricière avanzó trabajosamente durante veinticuatro horas en dirección a la punta más oriental de la isla de Mallorca. En invierno siempre seguía esa ruta, protegida de los vientos dominantes por la isla de Menorca. El miércoles por la tarde, a la vista del cabo Pinar, viró algunos grados a estribor para tomar un rumbo directo hacia Marsella. Cruzó oblicuamente el canal que separa las dos islas mayores del archipiélago y salió a mar abierto tras doblar el cabo Menorca.

Al salir del socaire de la isla, las condiciones de navegación empeoraron extraordinariamente. El pasaje notó de pronto un preocupante aumento en las escoras y sobre todo en los cabeceos. La tripulación empezó a compartir su inquietud, dándose cuenta de la magnitud extrema de la tramontanada. Con mar arbolada y vientos de fuerza ocho por proa, la velocidad del barco bajó a apenas tres nudos.

Entrada la noche, el telegrafista de a bordo recibió un SOS. Era el carguero Jumieges que estaba sin gobierno al norte del cabo Favaritx, cuarenta millas al sureste de la posición propia estimada.

Si el naufragio del Lamoricière causó tanta sensación y llenó tantas páginas de periódico, no fue sólo por el gran número de víctimas sino también por la estructura dramática tan perfecta del relato. El SOS del Jumieges recrea una escena clásica de las tragedias, cuando el protagonista, ya él mismo en dificultades, recibe una petición de ayuda. Sabe que si la acepta correrá un gran riesgo, pero no la puede rechazar. El capitán Milliaseau esperó un tiempo para ver si algún otro barco contestaba y luego ordenó cambiar el rumbo. La ley del mar y la solidaridad entre marinos le obligaban, aunque él sabía perfectamente que estaba tentando a la fatalidad.

Para dirigirse a la posición señalada en el SOS del Jumieres, el Lamoricière se vió obligado a recibir el mar por el través de babor. Desde el mismo momento en que cambió el rumbo, los pasajeros notaron como las violentas cabezadas se convertían en una escora bamboleante, punteada por terribles golpes que estremecían la estructura con ominosa regularidad.

El castigo sobre las cuadernas del través era tan violento que en menos de dos horas se empezaron a desencajar, creando unas pequeñas vías de agua. La tripulación del Lamoricière contactó con los oficiales del ejército que estaban a bordo y les pidió ayuda para reestibar las bodegas. Estos oficiales organizaron a los soldados, que movieron todas las mercancías de lugar, en parte para evitar que el agua de mar mojara las frutas y verduras, pero también para compensar la escora.

Al no recibir el mar y el viento por proa, el Lamoricière avanzó más deprisa que cuando seguía rumbo norte. Llegó al lugar indicado por las coordenadas del mensaje del Jumiege y constató que éste no estaba a la vista. En medio de la noche, con lluvia y granizo arremolinados por un viento de fuerza ocho, la visibilidad era muy baja, por lo que procedía trazar algunos rumbos en la dirección probable de la deriva.

El capitán Milliaseau decidió que el riesgo era demasiado grande, máxime teniendo en cuenta que en caso de seguir a flote, el Jumieges debía estar a pocos cables de los acantilados de la costa norte de Menorca. Ya en la posición que estaban ellos, la cercanía de tierra creaba una mar confusa de olas altísimas, desarboladas por un viento con rachas de fuerza nueve. El mensaje del Jumieges los había atraído al lugar más peligroso posible, el corazón de la tempestad.

A las cuatro de la mañana del jueves, cuando el segundo de a bordo -Gaston Nougaret- ocupó su puesto en el puente tras unas horas de sueño, el barco navegaba otra vez en dirección a Marsella. Recibía los embates del mar por proa, lo cual frenaba su avance pero no lo dañaba. Por desgracia, el daño recibido en el rescate fallido del Jumieges había sido notable. En una inspección de la bodega, Nougaret constató que durante su descanso las vías se habían hecho mucho mayores y que embarcaban agua de forma sostenida. Las bombas de achique podían evacuarla, pero si seguía aumentando la cantidad que entraba, empezaría a acumularse.

A las 14:00 del jueves, el capitán Milliaseau pidió a Nougaret que bajara a la sala de máquinas, porque el jefe mecánico había avisado de que estaban perdiendo presión en las calderas. El problema resultó ser que el agua había mojado el carbón y éste, de por sí de muy baja calidad, no ardía correctamente. Nougaret comprobó cuánto carbón seco quedaba y volvió al puente con malas noticias: no podrían alcanzar Marsella.

Milliaseau, Nougaret y un capitán de corbeta llamado Lancelot que viajaba como pasajero, realizaron un rápido consejo. Decidieron volver atrás para refugiarse en Mahón, y si la mar gruesa les impedía entrar al puerto seguir costeando hasta que el sotavento de la isla protegiera el barco. El problema era que el viento se había instalado en la fuerza nueve y el mar estaba en la calificación máxima de la escala Douglas: mar enorme. La maniobra de cambio de rumbo revestía un gran riesgo, porque si el barco se quedaba cruzado podía volcar.

Prepararon la virada durante una hora, esperando hasta que las calderas tuvieran presión suficiente. Entonces el capitán dio la orden. El Lamoricière giró lentamente hacia estribor. Cuando estaba perpendicular al viento, una ola más grande que las demás lo golpeó, pasó sobre la cubierta y el agua entró a raudales inundando la sala de máquinas.

Aunque los fuegos no se apagaron del todo, la presión bajó tanto que los émbolos quedaron quietos. Los fogoneros desconectaron el motor para que toda la presión se concentrase en el generador eléctrico y el barco no se quedara a oscuras y sin bombas de achique. Luego intentaron reavivar los fuegos para recuperar la presión, pero el agua corría libremente por la bodega y no quedaba carbón seco.

El barco estaba en la peor situación posible, inmóvil y recibiendo en el costado un martillazo de 10.000 toneladas cada minuto. Los marineros sabían que sólo podía resistirlo por un tiempo limitado. Se largó rápidamente un ancla flotante para reducir el ángulo del casco con el mar. El brutal oleaje zarandeaba de tal manera la cubierta que convirtió una maniobra normalmente fácil en una odisea. Tan tremendo fue el frenesí a bordo que hasta las 17:00 horas, nadie en el Lamorciere pensó en radiar un SOS indicando que estaban a la deriva y “sin fuegos”.

Al anochecer del jueves, tanto el pasaje como la tripulación estaban al borde del colapso nervioso, agotados por tantas horas de traqueteos y escoras; contemplando el espectáculo dantesco de los trenes de olas gigantes a la luz del crepúsculo, a punto de entrar en otra noche de horror. Pensaban que ni ellos ni el barco verían de nuevo la luz del día.

En esto se equivocaban, porque el Lamoricière seguía a flote cuando amaneció el viernes. Podía atribuirse en parte a su sólida construcción, pero sobre todo era producto del trabajo llevado a cabo durante la noche por los marineros y gran parte del pasaje, haciendo cadenas de cubos para evacuar el agua embarcada, moviendo la carga de sitio y arrojando parte de ella al mar.

Aquí el relato del naufragio del Lamoricière ofrece al lector una pausa en la desolación y de pronto le promete un engañoso final feliz. Sobre las 09:00, entre el júbilo del pasaje y el alivio de la tripulación se avistó un barco a muy poca distancia. Resultó ser el Gobernador General Gueydon –otro paquebote de la compañía Transat- que acudía al rescate a toda máquina tras haber oído el SOS lanzado por el Lamoricière el día anterior.

Durante horas, las tripulaciones intentaron afirmar un cable de remolque entre los dos barcos, pero la mar enorme lo impidió. Hacia las 11:30 el capitán Milliaseau decidió que el Lamoricière no tenía salvación. Había que abandonar el barco y así se lo señaló al Gueydon por helioforo. Hubo que soltar el ancla flotante para evitar que se dañaran las hélices del Gueydon cuando se acercara. Tan sólo soltarla, el Lamoricière se cruzó otra vez al mar y empezó a escorarse bajo un martilleo lento pero de potencia demoledora.

Los polacos escuchaban fascinados a Bertrand mientras éste leía la descripción de la escena que el testigo presencial había dado al periodista de La Croix, de un romanticismo desgarrador: “Las olas que se acercaban eran grandes como colinas. El mar parecía contento de estar a punto de cobrarse una pieza tan grande y redoblaba sus esfuerzos para golpearnos cada vez con más fuerza”.

Como ha sido siempre tradición en el mar, se dio prioridad en la evacuación a las mujeres y los niños. En cuanto el primer bote estuvo listo subieron a él los dieciseis niños junto con las dos enfermeras que les acompañaban. Para que no tuvieran miedo, las acompañantes les hicieron cantar una canción mientras el bote se descolgaba hacia el mar. Desgraciadamente, el cable de proa se enganchó mientras el de popa cedía. El bote quedó colgando en vertical y todos sus ocupantes cayeron al mar desapareciendo de la vista, ahogados al momento.

Este espantoso espectáculo horrorizó a los pasajeros de tal manera que prácticamente se amotinaron, negándose en redondo a subir a los botes. Sin el ancla flotante y cruzado al mar, el barco recibía montañas de agua que no se limitaban ya a golpearlo sino que empezaban a pasar por encima. Rota toda disciplina, algunos tuvieron la sangre fría de seguir subiendo a los botes, pero la mayoría corría presa del pánico por la cubierta cada vez más inclinada. El capitán Milliaseau se situó ostentosamente firme sobre el puente, mientras Nogaret gritaba que los que no tuvieran bote se lanzaran al agua, para evitar ser absorbidos por el remolino que haría el barco al hundirse.

El testimonio presencial recordaba como poco después oyó el siniestro crujido con el que se partió el Lamoriciere. La destrucción por el oleaje de las cuadernas centrales había debilitado la estructura y un movimiento más brusco que los demás forzó la rotura. Los dos trozos se hundieron de forma casi instantánea, dejando en la superficie algunos botes llenos de gente y tres docenas de náufragos asidos a trozos flotantes o balsas de fortuna.

El rescate fue extremadamente difícil y dio lugar a muchas escenas de heroísmo. El Gobernador General de Gueydon recuperó cincuenta y cinco personas (entre ellas a Nougaret); el Gobernador General Chanzy –su gemelo, que acababa de llegar- recogió veinticinco. Ambos fueron ayudados por un hidroavión francés que sobrevolaba la zona señalando la posición de los náufragos.

Por la tarde, el barco de la marina francesa Impetueuse rescató un bote con trece personas, entre las que se encontraba el testigo presencial del reportaje que leía Bertrand. Al ser este narrador uno de los últimos en ser rescatado y haber pasado todo el día sin saber cuál sería su destino, el relato tenía una última coda de incertidumbre a la que se entregaba el lector confortablemente, sabiendo que eso por lo menos seguro que terminaba bien. En efecto, el naufrago –probablemente un marino- en la última frase del artículo reconocía la silueta familiar del Impetueuse acercándose, permitiendo un cierto final feliz.

Pero para los camaradas de Rozycki y los demás no había final feliz. Ninguna de las falsas identidades de los polacos estaba en las lista de supervivientes. Betrand les dijo que ni siquiera era posible saber si sus cadáveres aún flotaban o si reposaban ya en el fondo. La lectura de todos los padecimientos de sus camaradas, y especialmente de aquellas últimas horas en que el barco iba a la deriva a través de la oscuridad, resultó sumamente dramática.

Los polacos estaban muy emocionados y Langer propuso brindar por los muertos, pero Bertrand les dijo que se mantendrían sobrios en señal de duelo. Por casualidad, el reloj de pared de una de las salas comunes se había parado aproximadamente a la misma hora en que habían muerto Rozycki y los demás. Langer le dijo que lo dejarían parado a esa hora como homenaje, pero Bertrand sospechó que lo hacían por superstición.



Una semana después del naufragio, “Bill” (o sea Diffi Dunderdale) pidió intercambiar mensajes con Bertrand utilizando la clave que le había dado en Lisboa. Era una clave que sólo podía ser usada por él y debía tanto cifrar como descifrar los mensajes personalmente. Dunderdale tenía un mensaje personal de Churchill para Bertrand.

El primer ministro le rogaba que de forma extremadamente confidencial contactara con el general Weygand. Debía comunicarle que Inglaterra y EEUU estaban planeado un desembarco en el norte de África. Churchill deseaba preguntarle si estaría dispuesto a sublevar las tropas francesas estacionadas allí para que se unieran a los aliados.

La entrevista entre Weygand y Bertrand se produjo en el Hotel del Parque, en Grasse. El general escuchó con atención lo que le exponía Bertrand. Se mostró contento al saber que pronto empezaría el contrataque aliado que debía culminar con la liberación de Francia. Declaró sin embargo que no podría realizar lo que se le pedía.

Había jurado por su honor al Mariscal (Petain) que nunca haría nada contra el gobierno de Francia. Le dolía el corazón al decirlo, pero no podía romper esa palabra. En cambio Bertrand no estaba ligado por juramente alguno y debía ayudar a los aliados. Terminó la entrevista diciendo a Bertrand que transmitiera a Churchill su consejo profesional de desembarcar por lo menos diez divisiones, tres de ellas acorazadas.

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