Enigma 96

Enviado por Roman en

Por Román Ceano

Como se recordará, Bertrand había encargado nada menos que cuarenta réplicas de Enigma a una empresa con la que solía trabajar el Deuxieme Bureau. Cuando se había desmantelado Bruno, estos equipos aún no habían sido entregados. Bertrand decidió averiguar si era posible hacerse con ellos aunque no estuvieran terminados.

La empresa estaba situada en París y por tanto dentro de la zona ocupada por los alemanes. Bertrand obtuvo de Rivet una docena de identidades falsas y varios “pases naranjas” –el Ausweis, que permitía cruzar la temida Línea de Demarcación que marcaba el límite de la zona ocupada.

Para completar su disfraz, contactó con un fabricante de perfumes de Grasse que le proporcionó material comercial, papel de carta y muestras de productos. Así pertrechado, se dirigió a París, aparentemente a promocionar los productos de su empresa con motivo de la cercana Navidad de 1940.

El París que encontró Bertrand era muy diferente del que conocía. Las banderas nazis habían sustituido a la tricolor en muchos mástiles y los oficiales alemanes paseaban por lo boulevares, sentándose en los cafés y saludándose unos a otros con el saludo romano. Pero esas impúdicas exhibiciones, por ofensivas que fueran, eran tan sólo un síntoma benigno de los terrores que subyacían a la ocupación.

La vida de los parisinos era ahora una pesadilla de sobresaltos, miedos y desolación. En cualquier momento, un control sorpresa de la Gestapo o una redada nocturna podían terminar con la víctima interrogada en un calabozo o trasladada al Velódromo de Invierno, la sala de espera para la deportación

Además de la violencia pública de los militares y policías alemanes, existía la que ejercían los servicios de inteligencia en semiclandestinidad, utilizando como brazo armado la fracción más brutal del hampa parisina. Antes de la guerra, los servicios secretos alemanes se habían infiltrado en el submundo de la capital para utilizarlo en su favor. Había resultado una mala idea y tanto la gendarmería como la sección de contraespionaje del Deuxieme Bureau habían desmantelado esas redes fácilmente. Una colección heterogénea de proxenetas, gangsters de racket, traficantes, atracadores y ladrones con escalo había sido acusada de alta traición y condenada a largas penas.

Tras la derrota de Francia, los alemanes les habían liberado para utilizarles como infantería secreta, y ahora campaban por sus respetos por la ex-capital. Apoyados por los alemanes, habían exterminado al resto de bandas, creando una estructura delictiva que se dedicaba a la extorsión de los negocios legales, al saqueo de las propiedades de los que habían huido –especialmente los pisos y mansiones de la colonia judía-, de los museos, al tráfico de materias primas robadas a gran escala, y en general a cualquier delito lucrativo.

La simbiosis con esos indeseables produjo una transformación en muchos de los agentes destacados en París, sugiriéndoles actividades complementarias al espionaje y contraespionaje. Tanto la Abwher como el resto de agencias abrieron “bureaus” en los que compraban cuadros, muebles y antigüedades producto del saqueo, del chantaje o directamente del expolio de desgraciados a los que las mafias cobraban en especies un supuesto salvoconducto antes de asesinarlos.

El volumen que tomaron estos bureaus era tan grande que pronto empezaron también a canalizar los suministros para el ejército ocupante, realizando compras a gran escala de todo tipo de productos sin preguntar el origen a los siniestros vendedores. Los enormes beneficios obtenidos y el manejo de obras de arte únicas de valor incalculable, permitían a estas agencias comprar mediante regalos la tolerancia de sus propias filas y luchar por áreas de influencia en el aparato político-militar alemán.

La inmoralidad económica se extendió por las estructuras de mando de la ocupación, pudriéndola y resquebrajándola desde dentro. A la vez que la violencia de la represión aumentaba como respuesta a la creciente actividad armada de irregulares clandestinos, su efectividad se veía muy mermada por las luchas entre agencias y de estas contra el ejército. Especialmente virulenta era la guerra del Abwher del almirante Canaris contra la Gestapo y el SRA nazi. Estas tres organizaciones disponían de los bureaus más activos. Nunca llegaron a dispararse entre sí, pero los enfrentamientos entre sus sicarios respectivos eran frecuentes.

Una de las fuentes de beneficio era la “protección” de los traficantes que actuaban en el mercado negro. Éste tenía un volumen enorme y requería por tanto de una gran logística, muy vulnerable tanto a la acción de la policía como de bandas de racket. Sin embargo, funcionaba mejor que bien y aunque a precios abusivos, París estaba perfectamente abastecido de bienes de lujo imposibles de obtener en ciudades en que no reinaba la delincuencia. Un agente inglés del SOE que visitó la ciudad en esa época, hizo acopio de medias de seda para llevarlas a Londres ante la facilidad con que se podían obtener.

La experiencia de la ocupación se componía pues de una serie de falsas apariencias: la ocupación rigurosamente civilizada de los alemanes paseando como turistas y pagando religiosamente en las tiendas y cafés, contrastaba con la total inseguridad personal y jurídica de los parisinos; los desfiles matinales de banderas y banda por los Campos Elíseos hablaban de un mundo espiritual cuyo reflejo real eran el paredón y el billete a ninguna parte; y por último, la rígida burocracia militar germana, que supuestamente era el heraldo de un nuevo mundo de orden y paz, en realidad era la cumbre de una pirámide de mortíferas bandas mafiosas adictas a la cachiporra, la tortura en la bañera y el tiro en la nuca.

Por la noche, en los restaurantes de lujo y en los cabarets de Pigalle, se codeaban hasta la madrugada los pulcros oficiales con sus uniformes diseñados por Hugo Boss y los gangsters que gastaban sus fortunas de la forma más ostentosa posible. Los coches con chófer que mostraban salvoconductos para eludir el toque de queda se cruzaban con los camiones que participaban en las redadas nocturnas.

Bertrand encontró muy favorable a sus intereses este mundo falso y violento, lleno de pliegues, desconfianzas y enemistades mutuas. Se paseaba por París, repartiendo propinas y dejando que la gente pensara que ocultaba algo, puesto que así todos sospechaban que era un traficante, un chantajista o un saqueador, todas ellas profesiones de gran prestigio social.

En su primer viaje estableció una pequeña red de apoyo. El miembro más importante de esa red era un empleado de la embajada alemana llamado Max, al que abordó en Maxim’s y agasajó varias noches como Lemoine solía hacer con Schimdt. Max creía que la cobertura de Bertrand como vendedor de perfumes ocultaba a un traficante de altos vuelos que carecía de contactos locales.

Sabía que con la documentación que le vendería a Bertrand, éste realizaría viajes relacionados con actividades ilegales. Sin embargo pensaba que serían todas de naturaleza económica y por tanto perfectamente tolerables. Aunque no era un alto funcionario de la embajada, podía conseguir todo tipo de salvoconductos. Podía incluso conseguir a Bertrand plaza gratis en el tren a Vichy, viajando en las couchettes reservadas a los miembros del cuerpo diplomático germano.

Bertrand descubrió que la empresa contratista a la que habían encargado las réplicas de Enigma, estaba intervenida por los alemanes, que la usaban para mantenimiento y reparación de sus propios equipos electromecánicos. No se les había ocurrido registrar a fondo el almacén. Si lo hubieran hecho habrían encontrado que contenía piezas de Enigma. No está claro cómo las sacó Bertrand de ese almacén pero es probable que contactara con algún empleado conocido de cuando hizo la contrata, y que éste las sustrajera.

Bertrand viajó a París una y otra vez en una extenuante serie de misiones. Procuraba llevar pocas piezas a la vez para evitar ser descubierto. La couchette del tren nocturno a Vichy era un medio muy seguro de cruzar la línea de demarcación, porque los agentes de policía y los soldados que subían al tren apenas molestaban al ocupante de la plaza reservada a la embajada alemana. El problema era que muchos pasajeros franceses le miraban con odio, creyendo que era un colaboracionista. Algunos incluso le insultaban en voz baja o chocaban con él a propósito. Bertrand dejo de utilizar ese medio porque temió acabar teniendo un altercado con algún patriota francés, del que podían salir malparados los dos.

En cada viaje pasaba la línea con una identidad diferente, para evitar que a los alemanes les llamara la atención un viajero demasiado frecuente. Esta precaución le salvó la vida. En una ocasión vió de refilón la lista de personas buscadas que portaban los agentes y observó estupefacto que en ella aparecía en “busca y captura” la identidad con que había entrado dos días antes.

Logró extraer piezas para montar cuatro réplicas de Enigma. Palluth y su socio fueron los encargados de la fabricación. Se proveyeron de herramientas elementales y montaron un taller en el chateau que permitiría posteriormente realizar el mantenimiento de las Enigmas.

La estación Cadix se convirtió en un centro de descifrado de primer orden. Rejewski y sus compañeros encontraban las claves diarias y con las Enigmas se descifraban todos los mensajes. Éstos procedían de las intercepciones llevadas a cabo en un centro en Hauterive, un pueblo cercano a Vichy. Los alemanes toleraban las escuchas porque se les decía que eran para censura de radios comerciales y localización de emisoras clandestinas. Con este fin se instalaron unos goniómetros, que los operadores franceses usaban contra los alemanes la mayor parte del tiempo.

A finales de Febrero de 1941, Langer le dijo a Bertrand que como aún no había llegado la respuesta del gobierno polaco, había decidido que él y sus hombres debían ser exfiltrados a Inglaterra. La única forma de evitarlo sería que le fuera presentado un documento firmado por un oficial polaco de mayor rango que él, ordenándole permanecer en Francia.

Bertrand logró una cita con el coronel Kleeberg, que simulaba ser un miembro de la Cruz Roja Internacional supervisando el cumplimiento de la convención de Ginebra. El verdadero motivo de sus viajes por Francia era organizar varias redes clandestinas de militares polacos que trabajarían para el gobierno en el exilio y en favor de los Aliados. Al reunirse con Bertrand, Kleeberg corrió un gran riesgo ya que no podía saber si éste trabajaba para el gobierno de Francia, para la facción clandestina de los servicios secretos o incluso para los alemanes como muchos de sus compatriotas.

La gestión fue un éxito y Bertrand convenció a Kleeberg para que le firmara un documento. Langer y los demás podrían seguir trabajando para Francia con la única condición de que los resultados de sus trabajos fueran compartidos con el gobierno polaco en Londres. Rivet lo autorizó pero exigió tener derecho de veto sobre lo que se enviaba para evitar que se usara ese canal para coordinar operaciones de agentes extranjeros en Francia.

Hasta entonces la comunicación con Inglaterra se había realizado a través de un puesto de radio de la red de Paillole situado en Clermont Ferrand. Para poder contactar directamente con Inglaterra, Bertrand y Rivet decidieron instalar un emisor en el Chateau. La única manera segura de obtenerlo sin que nadie más lo supiera era pedírselo a Dunderdale. Esto representaba un cambio cualitativo en el alineamiento del trio Rivet, Betrand y Paillole: su obediencia al gobierno de Francia era cada vez más formal y menos operativa.

Por su parte Dunderdale y Menzies estaban ansiosos por captar la rama clandestina de los servicios secretos franceses para la causa aliada. La trataban como una de las redes de la resistencia. Como por seguridad, cada red trabajaba por su cuenta y sin contacto con las otras, la aparente contradicción de ayudar a los gaullistas y a un departamento del gobierno de Vichy no tenía consecuencias operativas. Por otra parte, Travis recordaba a Menzies a todas horas el riesgo que corrían de que se descubriera toda la operación de Enigma si los polacos eran capturados e interrogados bajo tortura. El emisor ayudaría a mantenerlos bajo control y a tratar de forzar la deseada evacuación a Londres.

Bertrand viajó a Lisboa con su disfraz de turista adinerado, del que tanto había disfrutado antes de la guerra. Entró en España por Canfranc y en Madrid fue recibido en el andén de la estación de Atocha por el residente de la embajada. A principios de 1941 España no era un destino turístico muy habitual. La presencia de Bertrand en Madrid paseando con un funcionario de la embajada francesa sospechoso de ser el responsable local de Deuxieme Bureau, llamó probablemente la atención de la estación del Abwher.

Si lo siguieron, constataron que se comportaba como un auténtico turista. Paseaba por el triste Madrid de posguerra, caminando con entusiasmo de un monumento a otro. Reservó mesa en los restaurantes que le recomendó su colega, devorando madréporas y percebes a tutiplén. Visitó el museo del Prado, en el que ya se habían repuesto las pinturas, retiradas durante la Guerra Civil para protegerlas de los bombardeos.

Contrató un coche para pasar el día en el Escorial. Por el camino pudo ver las ruinas del pueblo de El Plantío, arrasado durante los combates de finales de 1936 y de Brunete, que había sufrido la misma suerte en 1937. Decidió visitar tanto el valle del Jarama como los escenarios de la batalla de Guadalajara, para poder comentar esos hechos de armas con los criptógrafos españoles. Tras la agradable estancia en Madrid, durante la cual no había hecho nada verdaderamente útil, embarcó en Delicias con destino a Lisboa.

La estancia en Lisboa fue mucho más estresante. En la estación no le esperaba nadie y decidió dirigirse al hotel por sus propios medios. Estaba muy bien situado, en la céntrica plaza del Rossio, pero resultaba un lugar inquietante. Para su experto ojo profesional, los clientes resultaban altamente sospechosos. Bertrand estaba seguro de que casi todos eran miembros de servicios secretos, delincuentes comunes o ambas cosas. Cuando empezaba a ponerse nervioso, llegó el residente en Lisboa que le dio la bienvenida y le aseguró que aunque sus sospechas eran ciertas, no había nada que temer. Lisboa era un hervidero de espías de todas las potencias –además de los que trabajaban por cuenta propia- pero se limitaban a vigilarse mutuamente, sin causar problemas que pudieran enemistarles con las autoridades.

La cita con Dunderdale –que se hacía llamar “Bill”- se celebró en el Jardín Botánico y fue una pesadilla. El lugar estaba lleno de la misma fauna que el hotel, pero además con policías portugueses vigilándoles a todos. Pasearon por el parque haciendo ver que no veían la vigilancia a que estaban sometidos. Una vez tuvo en su mano el paquete con el emisor, Bertrand esquivó la vigilancia y se dirigió directamente a la embajada francesa donde lo entregó al residente. Sería enviado por valija diplomática y lo recogería él mismo en Vichy pocos días después. Sin ganas de hacer turismo en un ambiente tan saturado de espías, Bertrand abandonó Lisboa en el primer tren.

Con la llegada del emisor británico, Cadix empezó a albergar otro secreto oculto en secretos. La estación trabajaba como parte del Deuxieme Bureau, una organización de por sí secreta, pero dentro de ella sólo Rivet, Bertrand y Paillole conocían los detalles de su existencia. Ahora los polacos dieron una vuelta más de tuerca y formaron una célula secreta a espaldas de Bertrand. Empezaron a comunicarse con la estación “Y” (Londres) sin notificárselo a éste y utilizando una cifra sólo conocida por ellos. Es probable que el documento de Kleeberg contuviera instrucciones en polaco a tal fin. Para el gobierno de Polonia en el exilio ellos eran el “Equipo 300”, exitosamente infiltrado en el corazón de la estación Cadix.

Ajeno a estos manejos, Bertrand se dedicaba a sus tres misiones: el enlace con Rivet para la gestión de los mensajes (recibir los cifrados y diseminar los descifrados), el suministro de víveres y la contravigilancia.

A pesar de la cantidad enorme de mensajes descifrados tanto por los polacos como por los españoles, no ha quedado constancia de cómo se realizaba la diseminación. Es probable que Rivet los filtrara a militares franceses de confianza. Los que se juzgaban más relevantes eran enviados también a Londres, siguiendo el protocolo acordado con Dunderdale. Los operadores eran polacos y aprovechaban este puesto para enviar sus propios mensajes.

Además de las intercepciones de Hauterive y las que se realizaban in-situ, también recibían mensajes para descifrar desde la “fuente K”. Procedían de una red clandestina de trabajadores en los telégrafos franceses, que había pinchado los cables de larga distancia. Parece que estas transcripciones estaban escritas en Morse y cifradas con Enigma, pero resulta verosímil que con el tiempo pasaran a soportar tráfico de teletipo.

En cuanto al suministro, para complementar los alimentos correspondientes a las cartillas falsas emitidas por la secretaria del ayuntamiento, Betrand compraba víveres en el mercado negro o directamente a campesinos. Con ello podía celebrar comidas especiales para días señalados como forma de romper la rutina.

Los productos más trabajosos de conseguir eran las grandes cantidades de alcohol que necesitaban sus inquilinos pero sobre todo los polacos. En compañía del capitán Louis, recorrían largas distancias para adquirir todo tipo de bebidas espirituosas.

Se presentaban como militares y alegaban que las bebidas eran para unidades del ejército regular. Esto les permitía justificar las generosas cantidades que adquirían. Las cajas estaban rotuladas como “material destinado al ejército francés” para pasar los controles. En caso de ser descubiertos por los gendarmes, éstos no osarían quitar el consuelo espiritual a sus compatriotas de los cuarteles.

En Cadix se bebía todas horas. Las reuniones de planificación del trabajo se realizaban en una sala que hacía de bar-cantina. Allí se celebraban los éxitos y se lamentaban los fracasos, siempre con un vaso en la mano. Durante las comidas había vino en abundancia y al final Bertrand optó por comprarlo en barricas.

Bertrand no aprobaba plenamente este régimen de consumo a todas luces excesivo pero pensaba que era la única evasión que tenían. Prefería que bebieran en el chateau a que tuvieran la tentación de salir a buscar un bar. Le preocupaba mucho que el tedio los impulsara a abandonar su reclusión.

Dentro de las limitaciones extremas de su situación, intentaba organizar pequeñas actividades para el tiempo libre. En las memorias de Langer se cita la caza de ranas en el estanque como una de las más divertidas. Bertrand adquirió unas bicicletas con las que organizaba salidas por la carretera. Sólo podía salir una pareja a la vez y estaba prohibido entrar en el pueblo o hablar con nadie.

Para que pudieran comunicarse con sus familias, se estableció un sistema de buzones a través de Suiza. Bertrand llevaba las cartas a Vichy, donde por valija diplomática eran enviadas a la embajada de Ginebra que las tiraba al buzón. Las respuestas seguían el mismo camino pero la inversa. La nostalgia por los seres queridos y la patria lejana se desataba por las noches, cuando españoles y polacos se enseñaban mutuamente canciones de taberna y tonadillas populares de sus respectivos países.

En total la estación Cadix descifró 13.000 mensajes en sus 20 meses de plena actividad. Aunque la leyenda quiere que muchos fueran de la red Roja y de otras redes del ejército de tierra, lo más probable es que éstos fueran una minoría. En BP quedaron registradas muchas peticiones desde Cadix para que se les enviasen o confirmasen claves diarias, pero esto nunca se hizo por el riesgo que conllevaba.

Rejewski, Zygalsky y Roziky podían encontrarlas con métodos manuales pero éstos eran muy laboriosos. En cambio hacían trizas con facilidad los mensajes suizos e italianos cifrados con la Enigma comercial, los mensajes rusos –que representaban un 30% del total- y en su furia descifradora llegaron a romper mensajes cifrados con Lacida, la máquina polaca que utilizaba su propio gobierno en el exilio.

Los mensajes más codiciados por Rivet eran los que enviaban las comisiones del armisticio a las autoridades alemanas. Descifrándolos se podían monitorizar las sospechas de los inspectores y anticiparse a sus visitas. Dado que en el África del norte francesa había bastante actividad prohibida por el armisticio y varias comisiones tratando de evitarlo, Rivet pidió a Bertrand que montara una sucursal de Cadix en los arrabales de Argel que llevaría el nombre clave de “Puesto Z”. Esta nueva estación funcionaría en el fuerte Kouba, que albergaba un centro de escuchas análogo al de Hauterive pero más pequeño

Cuando buscó voluntarios, Betrand se encontró que todos los habitantes del chateau deseaban ser destinados allí. Organizó unos turnos y pensó que eso sería una buena salida a la sensación de encierro que sufrían los criptoanalistas. En efecto, estos turnos en la sucursal resultaron una fuente de buen humor para todos y los viajes cruzando el Mediterráneo eran de lo más agradable.

(C) Román Ceano. Todos los derechos reservados.