Por Román Ceano
Estando en Washington, llegó la noticia del desciframiento de la Enigma de cuatro ruedas, pero todos concluyeron que en cualquier momento los alemanes dejarían de cometer el error –utilizar configuraciones de cuatro ruedas con las tres primeras iguales a las que usaban para comunicarse con estaciones fuera de la red Tritón- por lo que no debía detenerse la fabricación de la Bomba de cuatro ruedas de Destch.
Tras una breve y triste visita a mediados de Enero a un anciano pariente en Rodhe Island –cuando llegó acababa de fallecer- Turing se instaló en Nueva York para cumplir la segunda parte de su misión secreta: supervisar el llamado “Proyecto X” o “Sistema X”.
El tipo de diplomacia que practicaban Churchill y Roosevelt estaba muy basado en la confianza mutua. Sus reuniones cara a cara habían sido fundamentales para lograr un consenso sobre cómo llevar la guerra. El problema era que esos desplazamientos de una punta a otra del mundo eran aparatosos y poco convenientes. Por otra parte, si hablaban por teléfono cualquiera podía escuchar y si se comunicaban por correo cifrado faltaba ese punto de confidencialidad y contacto personal que tanto favorecía las relaciones EEUU-Gran Bretaña. Éstas habían pasado por muchos momentos bajos, salvados sólo por la empatía de sus dirigentes.
El Sistema X sería un medio de comunicación seguro que permitiría a los dos mandatarios charlar a distancia transoceánica sin el temor a estar siendo escuchados. La conversación sería cifrada en los dos extremos. Para ello había que desarrollar una nueva tecnología y hacerla operativa de forma inmediata. Bell Labs había obtenido el contrato y estaba montando un prototipo en sus enormes instalaciones en la calle Oeste de Manhattan, junto a los muelles del Hudson. Turing trabajaría allí, garantizando que el Sistema X era suficientemente seguro para merecer la confianza inglesa y de paso obtendría el know-how de cómo funcionaba.
Los laboratorios Bell estaban divididos en pequeñas células estancas que por seguridad no se comunicaban entre si. Había cientos de ellas y cada una trabajaba en un proyecto completamente diferente. Turing traía de Washignton unas credenciales de seguridad de máximo nivel, emanadas de la Casa Blanca y gracias a ellas podía entrar en todas las salas, con la única condición de no explicar en una de ellas el trabajo de las otras. Le resultaba increíble la cantidad de investigaciones simultáneas al máximo nivel que se estaban llevando a cabo.
Cada piso era un laberinto de largos pasillos llenos de puertas. Tras cada una de ellas, había una pequeña sala repleta de prototipos y equipos de instrumentación donde se trabajaba frenéticamente 24 horas al día. Jóvenes ingenieros seleccionados entre los mejores de cada universidad, empujaban el desarrollo de la electrónica casi por fuerza bruta. Muchos caminos no llevarían a ningún sitio, pero la duplicación de los proyectos en docenas de variantes garantizaba que pronto aquellas tecnologías estarían en producción.
Desde el primer día en Bell Labs, Turing se labró la fama de ser alguien excepcional. La semana antes de su llegada, en una célula dedicada a cifrar la voz humana a base de cambiar el orden temporal de los segmentos mediante una cinta magnética, se había estado discutiendo cuántas posibilidades daban nueve cabezales. Antes de que el ingeniero terminara su explicación, Turing le dijo: “Son 945”. Al parecer había habido cierta controversia interna, por lo que resolver el problema a bote pronto y sin papel ni lápiz garantizó a Turing un gran respeto. A causa del trabajo en compartimentos estancos, sólo los presentes en la reunión conocían los detalles exactos, pero por todo el edificio se extendió la idea de que Alan Turing era un auténtico genio.
Esto le ayudó a compensar sus déficits en habilidades sociales. Por ejemplo, al cruzarse con gente que ya le habían presentado, Turing no les saludaba. Alegaba que tanto “hola-qué-tal” era inútil y le hacía perder el hilo de pensamiento. Su voz aguda y su fuerte acento británico causaban sorpresa y muy pronto todo el edificio le conocía y hablaba de él.
Su segunda hazaña fue romper un cifrado de voz humana que había inventado un ingeniero de la RCA. Se trataba de un cifrado basado en desordenar los segmentos de sonido. Esta línea se consideraba muy prometedora por su sencillez y como alternativa a cifrar utilizando un Vocoder.
El Vocoder se había inventado en esos mismos laboratorios de la Bell algunos años antes para poder meter más conversaciones telefónicas sobre un solo cable. Era un aparato que descomponía un sonido en frecuencias y medía periódicamente el volumen de 10 de éstas, convirtiendo un flujo de sonidos en un flujo de números. Con un equipo simétrico se podía reproducir el sonido original a base de sumar tonos cuyo volumen variase siguiendo los números que salían del Vocoder. La calidad del resultado era muy baja en cuanto a timbre, pero se podía utilizar para transmitir voz, donde lo que importa es el significado.
Turing utilizó un Vocoder para romper el cifrado de la RCA. Desarrolló un método que consistía en samplear las secuencias con él y después compararlas numéricamente. La idea la tuvo durante un fin de semana, pero después se pasó varios dias calculando polinomios de Hermite e incluso tuvo que pedir ayuda con ellos. Una vez le dieron la ayuda, Turing demostró el caso general de que la mayoría de cifrados basados en un mero cambio de orden de los segmentos de sonido eran muy vulnerables y redactó varios documentos explicando las mejoras necesarias para hacerlos seguros,
El prototipo del “Sistema X” no utilizaba esa técnica sino la de cifrar la salida de un Vocoder. Era un camino mucho más arduo por dos motivos. En primer lugar el cifrado en tiempo real de un volumen tan grande datos no era trivial. En segundo lugar, el resultado debía ser un flujo razonablemente pequeño, ya que el canal sobre ondas hertzianas no tendría capacidad infinita.
Al principio los ingenieros de Bell habían trabajado con un Vocoder convencional, un conversor a flujo binario y unos circuitos de cifrado Vernam. El problema era que la suma de esos procesos, seguida de la suma de sus inversos, prácticamente destruía la señal. La voz sonaba mutilada y ajena a nada humano. Se podían entender algunas palabras pero no mantener una conversación.
Se podían modificar diversos parámetros para mejorar la calidad. En primer lugar, se debía decidir cada cuánto tomar las muestras. En segundo lugar se debían elegir las frecuencias a medir. Más frecuencias daban más calidad, pero no era algo lineal y con algunas combinaciones de pocas frecuencias se obtenían buenos resultados. La tercera elección era el número de niveles de volumen a considerar para cada frecuencia.
Pruebas sistemáticas de todas las combinaciones habían dado un óptimo para 50 lecturas por segundo de 10 frecuencias cuidadosamente escogidas medidas en seis niveles de volumen, con un número mágico final de 36 niveles que se empaquetaba en dos posiciones de 6. El flujo resultante eran 50 paquetes por segundo de 12 números de 0 a 5. La cifra consistía en una suma modular de este flujo con otro parecido pero aleatorio. El producto final eran unos 300 caracteres de teletipo por segundo, que podían ser convertidos en sonido revirtiendo el proceso. La voz sonaba débil, átona y como si hablara un anciano centenario, pero era fácil de entender incluso si el canal sufría pequeñas interferencias.
Encontrar el diseño ideal no había sido el final de la pesadilla, ya que la construcción del prototipo implicaba empujar la electrónica varios pasos más allá de lo que era posible incluso en ese lugar. El Vocoder original ya era un equipo complicado y se había tenido que rediseñar entero. A ello había que añadir todo el sistema de cifrado a alta velocidad. Finalmente, el control del canal y la sincronización de los equipos situados a ambos lados del Atlántico añadía una capa final de complicación, porque neutralizar y compensar la acción de la ionosfera -en la que debía rebotar la señal- no era fácil. El aparato que construían ocupaba 30 racks de 42 unidades y sería necesario tener uno en cada extremo.
Turing se sumó al trabajo como uno más del equipo. Pidió -y le fueron concedidos- cursillos sobre instrumentación, en los que aprendió a manejar osciloscopios y analizadores de frecuencias. Aprendió la electrónica de válvulas de los mismos que la estaban desarrollando ante sus ojos y practicó sus habilidades con el soldador, adquiridas en Princeton cuando construía su multiplicador binario.
Las actas de la reunión de los jefes de Estado Mayor del Gabinete de Guerra Británico del 15 de Febrero de 1943 registran que se citó al “Dr. Turing” como “el único inglés que ha visto el sistema” y por tanto quien debía darle el visto bueno. Esas mismas actas dan fe que las modificaciones propuestas por Turing habían sido aceptadas por los estadounidenses.
Curiosamente, la posibilidad de un canal directo entre los máximos mandatarios estaba causando un nuevo brote de rivalidad. Los americanos querían que se instalara dentro de su embajada o en un edificio anexo, mientras los ingleses querían ponerlo en el búnker de Churchill en St James. Al final se decidió que la electrónica estaría en la embajada y que una línea telefónica convencional uniría ésta con el bunker. Era un arreglo peligroso porque dejaba una parte del trayecto sin cifrar, pero fue el único al que se pudo llegar.
Su participación secreta pero notoria en el Proyecto X, dio a Turing el espaldarazo social en Bell Labs. A pesar de su poca habilidad en sociedad y sus múltiples excentricidades, tenía una gran cantidad de amigos con los que conversaba animadamente en la cafetería sobre ajedrez y estadística. Algunos conocían a Church y su trabajo, lo que les daba conocidos comunes, puesto que Turing había trabajado con Church durante su estancia en Princeton.
Fue precisamente en la cafetería de Bell Labs donde Turing trabó amistad con Claude Shannon, que era el gran gurú de los laboratorios. Era una especie de ingeniero filósofo matemático que estaba desarrollando una conceptualización teórica que permitía medir numéricamente la máxima “cantidad de información” que podía viajar sobre un soporte físico. Era un aparato matemático muy sofisticado que daba estructura a los resultados empíricos obtenidos en los diferentes experimentos, permitiendo comparar eficiencias y fijar límites.
Se le consideraba el máximo experto en la expresión de álgebras booleanas utilizando relés y desde luego conocía el trabajo de Church. En cambio no había leido la tesis doctoral de Turing sobre “números computables” aunque había oído hablar de ella. Turing se la prestó y Shannon quedó extremadamente impresionado.
Aunque coartados por el secreto que imperaba, pudieron intercambiar ideas sobre sus áreas de interés. Por ejemplo estudiaron las similitudes de la teoría de la información de Shannon con el sistema de decibanes logarítmicos de Turing, hallando sugestivas analogías entre el concepto de “certidumbre” y el de “información”.
Un tema que a ambos les apasionaba era el de crear máquinas que pudieran pensar. Ése había sido el motivo por el que Turing había reflexionado sobre el computador binario. Para Shannon era un motivo de gran fascinación, hasta el punto que había estado estudiando neurocirugía para intentar comprender la circuitería cerebral. Ambos acordaron que no había nada sagrado dentro del cerebro y que si una máquina conseguía razonar como una persona, eso debería ser llamado “pensar”.
Contento de haber encontrado un tema de conversación diferente del ajedrez y la estadística, Turing descubrió que la pasión de Shannon sobre el tema era compartida por otros ingenieros, con los que tenían amenas charlas de sobremesa. En una de esas conversaciones llegó la anécdota más recordada de la estancia de Turing en Bell Labs.
En medio de una apasionada discusión en la cafetería, Turing dijo en voz muy alta que quizás no se pudiera crear un cerebro electrónico que tuviera pensamientos realmente brillantes, pero que estaba claro que se podía crear una máquina que produjera “pensamientos mediocres” del tipo que hacía falta “para ser director o presidente de una empresa como AT&T”. Como todo el mundo se calló al oír esto, Turing pensó que deseaban que profundizara más en un tema tan sugestivo. Ante la estupefacción de todos los presentes estuvo un buen rato describiendo cómo sería un “cerebro mediocre” como el del individuo que había nombrado, capaz sólo de vender y comprar acciones o de decisiones igualmente triviales.
Los dos meses que Turing pasó en Nueva York trabajando en los laboratorios de la calle Oeste fueron probablemente los más felices de su vida. Rodeado de gente casi tan inteligente como él, en un ambiente creativo y en uno de los raros lugares en que la tensión bélica se traducía en pulsiones positivas de creación y construcción. Parece que también en el aspecto personal, la relativa liberalidad de Nueva York le ayudó a mantener relaciones con otros hombres sin necesidad de ocultarse como un criminal.
New York, 1942
A las 16:15 del 16 de Marzo de 1943, su trabajo en Bells Labs fue interrumpido por una llamada. Era un agente del BSC que le comunicaba que su barco hacia Inglaterra partiría la noche siguiente. Debía reportarse lo antes posible al “Emperatriz de Escocia”, en los muelles del Bajo Manhattan. Turing se despidió en media hora de todos sus conocidos rogando que en el futuro le informaran de sus progresos a través de Bayly. Cuando llegó al barco tras hacer las maletas a toda velocidad le dijeron que la partida se había retrasado.
El “Emperatriz de Escocia” tardó una semana en zarpar y lo hizo finalmente la madrugada del 23 de Marzo. No era tan rápido como el Queen Elizabeth, pero realizó la primera parte del viaje en solitario. El pasaje estaba formado por 4.000 soldados y oficiales más un civil. Se daba la circunstancia de que el civil, Alan Turing, era el único que sabía hasta que punto sus vidas estaban confiadas al azar. Marzo de 1943 fue el mes que hizo dudar a Churchill de que pudieran ganar la guerra.
El barco gemelo del “Emperatriz de Escocia”, el “Emperatriz de Canadá”, había sido hundido diez días antes en aquella misma ruta. Como en el viaje de ida, por unos días Turing no tuvo ninguna responsabilidad en evitar hundimientos al precio de ser una víctima potencial de éstos. Dedicó el tiempo a estudiar un manual de electrónica y a perfeccionar el cifrado de voz por cambio de orden de los segmentos, en cuyas interioridades era ahora un especialista de nivel mundial. Al amanecer del 31 de Marzo, el “Emperatriz de Escocia” llegó al punto de encuentro de su convoy, para realizar el resto del trayecto férreamente escoltado.
A su regreso a Bletchley, Turing se encontró con que aprovechando su ausencia se había hecho oficial la jefatura de Alexander sobre el Cobertizo 4. Si le supo mal no se lo dijo a nadie. Una mañana que llegó tarde a BP, al rellenar la hoja de incidencia en la puerta puso a Alexander como superior suyo, y ésa fue la única señal de que se había dado por enterado del cambio. Para él Enigma había dejado de tener interés intelectual puesto que ya sabía todo lo que se podía saber sobre ella y pensaba centrar su trabajo en construir con sus propias manos un cifrador de voz funcional y seguro.
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