Enigma 88

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Por Román Ceano

La incapacidad para leer mensajes cifrados con la Enigma de cuatro ruedas y el consiguiente riesgo vital para la causa aliada habían favorecido un frenético desarrollo tecnológico en la guerra antisubmarina. En el verano de 1942 habían empezado a operar hidroaviones pesados Sunderland equipados con radares de una generación más avanzada los del Petard.

Sobre las 11:00 horas del 30 de Octubre de 1942, mientras la Segunda Batalla de El Alamein llegaba a su séptimo día de horror y destrucción, el radar de un Sunderland localizó un submarino alemán acechando la ruta Haifa-Alejandría. Los submarinos disponían de un equipo electrónico que les alertaba de estar siendo iluminados, por lo que la tripulación del Sunderland vio de nuevo la pantalla limpia antes de establecer contacto visual.

Cuatro destructores fueron alertados para que acudieran a toda máquina. Llegaron en zafarrancho de combate a las 12:20 de la mañana. Era un día radiante y el cielo brillaba sin nubes sobre las aguas azules del Mediterráneo. Aunque el submarino se había en efecto sumergido, el Sunderland lo tenía localizado desde el aire gracias a la transparencia de las aguas. Deseó suerte a los destructores y ascendió alejándose para seguir con su patrulla.

El HMS Petard era uno de los cuatro barcos de la flotilla, con toda la tripulación desplegada por los mástiles y la cubierta, y con los ojos abiertos como platos. A bordo estaba el oficial Eric Sellars, graduado en la escuela de sónar y especialista en guerra antisubmarina, con tres hundimientos en su currículum. Él dirigiría el equipo de operadores de sónar y sugeriría las tácticas al capitán. Por consejo suyo y de los especialistas del resto de barcos se adoptó una formación en triángulo, con el cuarto barco patrullando a distancia para impedir la aproximación inadvertida de más enemigos.

Empezó liderando el triángulo el Pakenham, que era el buque insignia. El líder era quien seguía al submarino, tratando de posicionarse sobre él. Los otros dos barcos le señalaban el momento exacto en que debía iniciar el lanzamiento de las cargas, que se hacía a toda máquina para cubrir un área lo más grande posible.

Las primeras andanadas del Packenham mancharon el agua de lodo a causa de la poca profundidad. Los novatos creyeron que era aceite del submarino y se pusieron a vitorear hasta que los oficiales los increparon. Nuevas andanadas se sucedieron, pero el capitán del submarino siempre lograba evadirse. A pesar de los intentos de la flotilla por acorralarlo hacia la costa, la mayor parte de las veces se escabullía en dirección a aguas más profundas.

Las explosiones hacían que el sónar dejara de funcionar, porque las burbujas de los gases de la explosión no dejaban pasar el sonido. Si el submarino no había sido hundido, ése era el momento que el comandante aprovechaba para huir. Los tres barcos rastreaban con cuidado hasta que lo volvían a localizar y empezaban otra maniobra.

Tras varios intentos, el Pakenham cedió su puesto a otro barco y se retiró a un vértice a descansar. Esto formaba parte del procedimiento, porque las tripulaciones se agotaban rápidamente con la tensión y aunque los ángulos del triángulo también estaban en combate –sobre todo los operadores de sónar- en esos barcos se permitía comer, beber e ir al lavabo en turnos establecidos por los oficiales. La idea era que los tres barcos siguieran al submarino continuamente de forma indefinida, hasta que se viera obligado a emerger al agotarse sus baterías eléctricas.

Ese día los turnos de los destructores se fueron sucediendo sin lograr nada. Las horas pasaban mientras el comandante del submarino mostraba su habilidad y sangre fría. Se paraba a bastante profundidad y esperaba a oír el ruido de las cargas al chocar contra el agua. Entonces viraba alejándose del área de la andanada, que necesariamente era largo y estrecho. Así conseguía evitar impactos directos, aunque todo el tiempo estaba tan cerca de las explosiones que la tripulación debía estar desquiciada. Los operadores de sónar ingleses eran también muy hábiles y siempre lograban encontrarlo otra vez. Esto produjo un empate táctico, parecido a un final de ajedrez en el que el jugador con más piezas sólo tiene un alfil y un rey.

La teoría del manual era que las baterías del submarino se agotarían, porque bajo el agua no podía encender los motores diesel, pero cayó la noche sin que eso sucediera. Al contrario, los que si agotaron su provisión de cargas de profundidad fueron dos de los barcos ingleses, que partieron hacia puerto para reponerlas.

El Petard aún tenía munición y tomó el liderato por tercera vez ese día, continuando el combate bajo la mano experta de Thornton y Sellars. Sobre las 23:00, tras haberlo perdido una vez más, los operadores de sónar reportaron que lo habían encontrado, pero que la señal era muy débil y difusa.

El submarino estaba parado a mucha profundidad y casi tocando el fondo, que ahora estaba mucho más lejos que por la mañana. Aunque posarse sobre el fondo dificultaba la localización, los comandantes lo evitaban para no quedarse enganchados o sufrir una vía de agua por culpa de una roca. Éste sin embargo se había acercado hasta casi tocarlo, en un nuevo ejercicio del valor temerario que había desplegado durante toda la jornada.

Los oficiales del Petard celebraron una reunión en el puente, en la que Sellars convenció al capitán de que el submarino casi no debía tener baterías, después de haberse visto obligado a maniobrar continuamente durante diez horas. En opinión de Sellars, puesto que el comandante del submarino ya no disponía de energía para seguir haciéndolo, había decidido estacionarse por debajo de la profundidad máxima de explosión de las cargas, que supuestamente era también la profundidad máxima de navegación de los submarinos. Era un buen truco, que aprovechaba la gran calidad de construcción de los cascos, pero en la escuela de sónar habían discutido el caso y él tenía el procedimiento para atacarlo.

El mecanismo que detonaba las cargas era un pequeño recipiente interior que se llenaba de agua poco a poco mediante un orificio, disparando la explosión al estar lleno. Graduando el tamaño del orificio se graduaba la profundidad de detonación para crear patrones de andanada tridimensionales. Para el caso particular en que el submarino estaba sobre el fondo a gran profundidad, se podía tapar el orificio con jabón corriente de pastilla del que usaban para limpiar la cubierta. Esto retrasaba mucho la explosión pero como las cargas quedaban sobre el fondo, no afectaba a la puntería.

La maniobra se ejecutó con la característica meticulosidad que el capitán había impreso en su tripulación y se lanzaron ocho cargas con el temporizador cuidadosamente obturado con jabón. El barco se movía a muy poca velocidad, para concentrar todas los lanzamientos sobre la posición del submarino. Una vez todas las cargas estuvieron en el agua se lanzó a toda máquina para huir de la explosión. No estaba muy lejos cuando se sintió el estremecimiento sordo típico de la cargas, pero de una intensidad mucho mayor de lo que nadie en el barco hubiera experimentado jamás.

La explosión simultánea en el mismo lugar de tantas cargas produjo un efecto terrorífico y todo el mar se agitó en la oscuridad hasta que se alzaron enormes columnas blancas muy juntas, seguidas de grandes olas que chocaron con la borda mientras el barco viraba para volver al punto de lanzamiento. Fue tan violento que más de uno temió que la desmesura de su capitán hubiera provocado la destrucción del Petard junto con la de su adversario.

Tras la agitación inicial, se comprobó que ninguno de los dos buques había sufrido daños pero que el capitán de submarino había decidido abandonar. Cuando las aguas volvieron a ser transparentes al sonido, el experto oído de Sellars pudo confirmar por los ruidos que llegaban que el submarino estaba largando los tanques de lastre sin dar motor y que por tanto subiría en vertical hasta la superfície. Thornton dio las órdenes oportunas y el Petard quedó al pairo, con el punto previsto para la emersión de submarino a unos 50 metros por el través de babor.

Pocos minutos después los potentes focos del Petard iluminaban una torreta de color gris negruzco con un pequeño caballo blanco –el indicativo de flotilla- pintado en ella. Tras todo el día de perseguir un enemigo invisible, tener esa evidencia física bajo los focos fue para la tripulación del destructor un momento de epifanía.

Las olas no eran altas pero sí muy picadas y caóticas. En el momento en que se abrió la escotilla de la torreta, única parte del submarino que asomaba de forma continua, todas las armas de la borda de babor abrieron fuego. El protocolo decía que tenían que disparar sólo armas ligeras, pero los cañones y las ametralladoras pesadas se sumaron al fuego. Seis alemanes resultaron muertos en el acto y varios más heridos mientras salían y saltaban al mar. El capitán Thornton ordenó el alto el fuego, ante la evidencia de que el submarino se hundiría si continuaban disparándole con armas pesadas. Aprovechando el alto el fuego, la evacuación del submarino continuó. Muy pronto las aguas entre éste y el Petard hervían de alemanes manoteando. La torreta seguía asomando y nadie más salía de su interior.

Mientras se largaban las redes de abordaje, los dos botes fueron tripulados con seis marineros y un subteniente al timón. El teniente Tony Fasson bajó corriendo del puente tras intercambiar un par de frases con el capitán y se subió al bote de babor, al mando del subteniente Connell. En medio de la oscuridad y la confusión, el cantinero de 16 años Tommy Brown se coló en ese bote sin que nadie se diera cuenta y se acurrucó en la proa.

A las órdenes de Sellars, que había tomado el mando del abordaje y lo dirigía con un megáfono desde el balcón del puente, el bote descendió sobre los náufragos. Algunos ya habían empezado a subir por las redes, pero otros estaban tan agotados que no podían hacerlo. Uno en concreto tenía unas heridas espantosas en el abdomen y colgaba inerme, moviendo la cabeza en un gesto de dolor. Los marineros ingleses remaron con dificultad, procurando no herir a los que estaban en el agua pero soltando sin contemplaciones a los que se aferraban a las bordas.

Fasson estaba impaciente por llegar al submarino. Hacía meses que esperaba ese momento y ahora se le hacía eterna la espera, mientras los remeros chapoteaban entre las cabezas. Las típicas olas cortas mediterráneas alejaban y acercaban el bote a la torreta. Sabiendo que el marinero Colin Grazier era un buen nadador, Fasson le ordenó saltar al agua tras él.

Tommy Brown les vio nadar desde la proa del bote. En pocas brazadas llegaron hasta la torreta y desaparecieron. Tan sólo unos segundos después, Brown saltó a la torreta desde el bote en un momento en que estaban a la misma altura. Estaba acribillada de agujeros de bala, uno de ellos especialmente grande, causado por el único cañonazo que la había alcanzado. Había un alemán herido junto a la escotilla.

Un marinero le lanzó un cabo y él trató de afirmarlo en un saliente, pero el movimiento del mar lo rompió. Había un cable de acero, parte del aparejo del submarino destrozado por el tiroteo que Tommy pensó que podría servir. Lo lanzó hacia el bote, pero cuando lo afirmaron en la anilla de proa de éste, también se partió.

Mientras el subteniente Connell pedía con gestos que le lanzaran un cabo más grueso desde el barco, el cantinero Tommy Brown no pudo resistir la curiosidad por más tiempo. Con la inconsciencia de la juventud, se lanzó escotilla abajo por la escalera.

Bajó dos pisos hasta llegar a la sala de control donde encontró un espectáculo fantasmagórico. El agua le llegaba hasta las rodillas y un chorro continuo caía desde un orificio en la cubierta exterior. El teniente de navío Tony Fasson y el marinero Colin Grazier se movían como fantasmas a la luz espectral de las bengalas.

El primero estaba en el camarote del capitán, descerrajando cajones a culatazos con un subfusil. Detrás de la puerta encontró unas llaves y con ellas abrió un armario del que sacó un montón de libros. Los metió en un bolsón de lona alquitranada y se lo entregó a Tommy, que le miraba absorto.

Éste subió por la escalera, y antes de llegar arriba se encontró con el marinero Lacroix, al que le pasó el bolsón. Volvió a bajar y vio como Fasson y Grazier trataban de arrancar una caja que estaba sujeta a la mesa con varios cables que no había forma de romper. Tommy notó que el agua estaba más alta que antes.

Fasson ordenó que le lanzaran un cabo por el hueco de la escalera para izar algo. Tras unos minutos, que se hicieron proverbialmente largos, Brown vio descender un cable. Fasson ató a él una caja más grande que la anterior y que tenía un cristal en un lado. Lacroix y otro marinero la izaron con cuidado mientras el teniente les gritaba cada vez que el movimiento del submarino la hacía rebotar con las paredes. Tommy subió con otra bolsa de documentos y cuando iba a bajar oyó el grito de Connell de “¡Abandonen el barco!”.

Se asomó por la escotilla, miró hacia abajo y vio a alguien que él pensó que era Fasson o Grazier, pero que probablemente era Lacroix. Le pasó la orden a gritos y mientras lo hacía se encontró en el agua, en medio de un remolino que le absorbía hacia el fondo. Braceó medió ahogado sin saber donde estaba la superficie. De pronto notó que le tiraban del pelo, hasta que su cabeza salió del agua.

El bote volvió hacia el Petard, con Tommy Brown a remolque asido de la cabellera por un marinero, Lacroix vomitando agua sobre la borda y un par de alemanes heridos que miraban los bolsones con aprensión, sabiendo que no deberían haber permitido la captura.

Aunque se aplicaron todos los protocolos de “hombre al agua” y el Petard permaneció en la zona hasta mucho más allá de lo razonable, Fasson y Grazier no aparecieron. El capitán Thornton realizó una revista formal en cubierta y a continuación anotó su ausencia en la bitácora. Fasson y Grazier se habían hundido con el submarino.

El Petard se dirigió a toda velocidad al puerto de Haifa donde atracó poco después del amanecer. Los prisioneros fueron desembarcados y entregados a la policía militar. Al igual que todas las tripulaciones de submarinos abordados, se les mantendría aislados y la correspondencia a sus familiares que gestionaba la Cruz Roja, sería censurada para impedir que la noticia del abordaje llegara a Alemania.

Después del limpiar la cubierta y adujar todos los cabos se dio permiso a los marineros, tras avisarles de que todo lo acontecido durante la noche era un secreto militar. No estaban autorizados a revelarlo a nadie y fuera del barco ni siquiera podían comentarlo entre ellos.

Cuando todos los marineros se habían alejado buscando un tugurio abierto a esa hora tan temprana, apareció un coche sin marcas del que bajaron dos oficiales del SIS. Subieron al barco para reunirse con Sellars y Thornton, que les estaban esperando. Éstos les hicieron entrega de los bolsones, así como de un informe sobre cómo habían sido obtenidos, en el que se hacía mención del teniente de navío Anthony Fasson y del marinero de primera Colin Grazier, caídos durante la captura. Tras recomendar una vez más máxima discreción, los oficiales del SIS cargaron los bolsones en el coche y partieron. Todo el material sería embarcado en Port Said con destino a Inglaterra, siguiendo la ruta del Cabo, mucho más larga que todas las alternativas pero sin duda la más segura.

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