Enigma 87

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Por Román Ceano

“No te hagas a la mar,
para contagiar tus penas,
no te hagas a la mar,
que las aguas ya van llenas.”

-- Canción catalana de taberna

 

RUPTURA

El HMS Petard fue botado en marzo de 1941 en Newcastle, a orillas del rio Tyne, de donde procedía la mayor parte de la flota inglesa moderna. No entraría en servicio hasta julio de 1942, tras el enorme retraso causado por la dificultad para equipar tantos buques en medio de la escasez causada por el bloqueo. Era un destructor de la clase P, que constaba de otros siete buques gemelos. con nombres que empezaban todos por esa letra. Su construcción había sido lanzada en 1939 como respuesta a la declaración de guerra.

La lentitud en equipar el Petard tuvo la virtud de permitir adaptarlo al nuevo paisaje de la guerra en el mar, en el que la aviación era la mayor amenaza para los buques y la destrucción de submarinos su principal cometido. Para sobrevivir a los ataques aéreos se le habían añadido cañones Vickers de tiro rápido con cuatro bocas y ametralladoras pesadas Oerlikon. Para misiones de patrulla antisubmarina el Petard había sido provisto de una instalación completa de sónar y modernos lanzadores de cargas de profundidad en todas sus bordas.

Se le dio el mando al capitán Mark Thornton, que había participado en algunos encuentros con submarinos en las costas del norte de Irlanda por los que había recibido la Cruz de Servicios Distinguidos . El segundo oficial sería el teniente de navío Tony Fasson, un escocés de 28 años que había participado en la puesta a punto del buque desde su botadura.

La primera misión del Petard fue participar en la escolta de un convoy de mercantes que transportaría suministros para el Octavo Ejército. Ese convoy utilizaría la ruta del cabo de Buena Esperanza para evitar el Mediterráneo, donde tanto los submarinos como la aviación del Eje hacían la navegación muy peligrosa.

Aunque no lo pusieron en conocimiento del resto de la tripulación, tanto el capitán Thornton como el primer oficial Fasson habían recibido instrucciones confidenciales para la gestión de encuentros con submarinos enemigos emergidos. En la línea de las directivas de Churchill de dos años atrás, era imperativo evitar que la tripulación lo hundiera y a continuación debía ser abordado para obtener material relacionado con el cifrado de Enigma.

El Petard estaba equipado con uno de los nuevos radares navales producto de la reinvención del magnetrón en la universidad de Birmingham. Este dispositivo fue desarrollado de manera independiente por varios países, ya que los inventores mantenían en secreto los detalles, obligando a sus colegas de otras nacionalidades a inventarlo por su cuenta. Era la clave del radar centimétrico de gran resolución y antena portátil, que permitiría luchar por la noche y/o a gran distancia tanto a aviones como a barcos.

Los ingleses no dispusieron de magnetrón hasta 1940 y por ello el sistema de radar que había ayudado a ganar la Batalla de Inglaterra funcionaba sin él, trabajando con ondas muy largas (12 metros) reaprovechando las tecnologías de radiodifusión. Esta sencillez fue providencial puesto que posibilitó el despliegue masivo por toda la costa en pocos meses, pero tenía el coste que los dispositivos tenían un tamaño enorme -ya que deben ser al menos la mitad de largos que la longitud de onda- y muy poca precisión.

El radar de longitud de onda centimétrica que equipaba el Petard era un modelo bastante primitivo y el capitán Thornton lo consideraba muy poco de fiar. Apenas tenía alcance y sólo funcionaba bien con el mar en calma. Pero lo que más le preocupaba es que no tenía resolución para localizar un periscopio, el peligro por excelencia para su barco. Así que Thornton organizó las guardias como si no existiera el radar. Los serviolas de proa, los vigías del nido de cuervos y todos los marineros que ocupaban las diferentes posiciones durante las guardias, oteaban el mar sin descanso, desde el horizonte más lejano hasta las olas junto al barco, sin olvidar tampoco los cielos.

El propio capitán se pasaba el día con los prismáticos en la cara y no era raro que subiera a la punta del mástil para dar ejemplo. Gritaba a los marineros a todas horas que para ver un periscopio hay que mirar muy bien, amenazando que si él era el primero en verlo, los castigos serían imponentes para todos lo que estuvieran de guardia en ese momento. Si observaba alguien distraído le lanzaba cualquier cosa que tuviera a mano, desde un tornillo hasta una taza de té.

En el convoy se hizo famoso el celo vigilante del Petard, que reportaba los avistamientos al barco insignia antes que nadie. Por suerte, todos los encuentros fueron con barcos amigos o neutrales, por lo que no quedó registrado en las bitácoras ningún incidente de mención.

Una vez cruzado el ecuador, se fue alejando de las aguas más problemáticas a medida que ganaba latitud y se adentraba en el invierno austral. Se detuvo en un puerto cercano a Ciudad del Cabo para que todos los barcos repostaran. La tripulación de Petard tuvo cinco días de permiso en tierra. Muchos marineros y oficiales fueron acogidos por familias de residentes, que les dieron hospitalidad en sus casas particulares. Nada menos que cuatro tripulantes decidieron no volver al Petard, probablemente porque no les gustaba el ambiente de extrema tensión inducido por Thornton.

Al capitán eso no le arredró y continuó con la misma actitud, como si cada día fuera el de la batalla decisiva. A medida que subían por la costa oriental de África –segura gracias a la reciente conquista de Madagascar- y las temperaturas se iban templando, Thornton inició un nuevo programa de entrenamientos.

Le habían comunicado que una vez disuelto el convoy en destino el Petard no volvería a Inglaterra, sino se incorporaría a una flotilla antisubmarina con base en Alejandría. Por tanto muy pronto estaría en combate contra los submarinos que acechaban las aproximaciones a ese puerto. Se trataba de veteranos que habían navegado a las órdenes de Donitz, a los que Hitler había obligado a trasladar al Mediterráneo para apoyar a Rommel, obligando a los ingleses a abastecerse rodeando África.

El nuevo programa de entrenamiento a bordo del Petard resultó terrorífico para la tripulación, con zafarranchos continuos y todo tipo de maniobras realizadas en condiciones extremas, bajo manguerazos, en la oscuridad o con la mar gruesa rompiendo contra las bordas. Thornton quería que se acostumbraran a las situaciones de terror paroxístico del combate y las recreaba con la máxima fidelidad.

Una noche, los marineros que no estaban de guardia se despertaron en la oscuridad completamente mojados y con las cabinas llenas de agua mientras oían unas explosiones ensordecedoras. La alarma del barco les perforaba los tímpanos con su alarido estremecedor. Creyendo que el barco se hundía, corrieron en confusión mientras los gritos de los oficiales les ordenaban dirigirse a sus puestos de combate. Tras varios minutos de pánico y carreras, se dieron cuenta de que sólo era un simulacro más.

Por desgracia, además de las acostumbradas magulladuras y pequeñas lesiones, ese día hubo un problema médico mayor. La experiencia fue tan terrible que un marinero falleció de un infarto. Toda la tripulación le despidió en cubierta al día siguiente en el típico funeral de la marina, dentro de su hamaca y con un lastre en los pies.

Tampoco eso hizo que el capitán cejara en su empeño, a pesar del creciente descontento entre la marinería. Fasson tuvo que intervenir muchas veces para convencer a los marineros -y también a varios oficiales- de que todo aquello era necesario porque cuando estuvieran en combate cualquier fallo sería mortal. Sin embargo también convenció al capitán para que moderara algunos ejercicios y sobre todo el más odiado: lanzarse al agua a dar vueltas al barco. Se estableció una nueva norma por la que se suspendería el ejercicio si las olas alcanzaban un cierto tamaño, aunque eso no convenció a los marineros, que no sólo temían ahogarse en la marejada, sino también ser devorados por los famosos tiburones del mar Rojo.

La navegación prosiguió, primero a través de ese mar y luego cruzando el canal de Suez. A su llegada al Mediterráneo el Petard fue licenciado del convoy. En Alejandría fue rascado y pintado de arriba a abajo antes de ser destinado finalmente a una flotilla con base en Haifa.

El barco se hizo popular entre sus compañeros de flotilla por la fiabilidad con que operaba, y su tripulación se hizo famosa en tierra por la alegría con que celebraba los permisos. Los oficiales solían cenar en refinados y lujosos restaurantes tras pasar el día bañándose en playas paradisíacas o visitando ruinas bíblicas, mientras los marineros disfrutaban de los placeres de Baco por toda Tierra Santa.

Una de las juergas de la marinería incluyó la visita a una supuesta tumba de los Cruzados en Jerusalén. Un marinero robó bajo la chaqueta un cráneo que les había sido presentado como perteneciente a un compañero de fatigas de Ricardo Corazón de León. Desde ese día el comedor del barco estuvo presidido por la calavera, que miraba a los tripulantes con sus ojos huecos mientras ingerían el rancho o consumían productos adquiridos en la cantina.

Uno de los cantineros era Tommy Brown, un chico de dieciséis años que había mentido sobre su edad para alistarse. Él era el encargado de meter de contrabando bebidas alcohólicas y tabaco en el barco, que luego vendía a los marineros. Esto le hacía ser una persona muy popular a bordo y a él le gustaba fanfarronear para regocijo de todos.

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