Enigma 84

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Por Román Ceano

De noche y en medio de una espesa lluvia, el Liberator despegó con rumbo a Gibraltar, como una sombra negra sobre la pista sin luces. Ascendió pesadamente hasta penetrar en las nubes y, tras agitarse dentro de ellas un tiempo, emergió al cielo diáfano poblado por millones de estrellas. Vanderkloot hizo uso del sextante y tras corregir el rumbo raseó sobre el suelo de algodón, presto a sumergirse en él a la menor señal de peligro.

Las condiciones de habitabilidad eran penosas, a causa sobre todo del ruido ensordecedor de los motores que impedía entenderse más que por gestos. Como la cabina no estaba presurizada, era necesario llevar una máscara de oxígeno. Churchill había abusado largamente de sus prerrogativas y se había hecho modificar la suya para poder fumar con ella puesta.

Fue a tomarse un último whisky a la cabina, donde dejó bastante molestos a los pilotos, que tuvieron problemas para deshacerse del espeso humo del cigarro. Luego se empeñó en ponerse su pijama de seda, a pesar de las protestas del médico, que le señaló que la temperatura era cercana a cero. En el arranque del ala había un hueco bajo el depósito de combustible que debía servir de camarote para Churchill. Para hacer de cama, se había instalado en él un gran colchón. El resto de pasajeros -su médico, su ayuda de cámara y algunos consejeros- deberían dormir en cuatro filas de incómodas sillas de metal.

Tras pasar el día en Gibraltar despegaron al caer la noche en compañía de una escolta de Beaufighters. A propuesta del capitán Vanderkloot, en lugar de dar la vuelta por el África tropical o arriesgarse a volar sobre el Mediterráneo “con alemanes en los dos flancos”, se había decidido vulnerar tanto la soberanía española como la del gobierno de Vichy, atravesando Marruecos de norte a sur antes de virar al este.

Tras despedir a su escolta sobre el Atlas, el Liberator se adentró en el cielo del desierto. En la cabina, Vanderkloot navegó con el sextante procurando mantener una latitud suficientemente meridional. Acostumbrado a los cielos de la ruta del Atlántico norte, algunas constelaciones eran nuevas para él. Pero lo que le resultaba realmente exótico era el paisaje que adivinaba en la penumbra de la noche, mientras sobrevolaba dunas, la hamada, lagos de sal y desolados macizos de roca desnuda.

Con las primeras luces del amanecer recibió la visita de Churchill, ya vestido, que venía a fumarse su primer cigarro del día en el asiento del copiloto. Una franja oscura surgió perezosamente del horizonte y se fue tornando verde a medida que desaparecían las últimas estrellas. Cuando el sol asomó por fin, centellearon en su centro las aguas del Nilo, que se hizo más y más visible mientras el avión se acercaba. Churchill contempló la majestuosidad del gran río, que fue quedando a estribor cuando el avión trazó una ancha curva para tomar rumbo norte. Oteó extasiado el valle y suspiró por su juventud mientras murmuraba “Cuántas veces habré visto amanecer desde esas orillas...”.

Una vez en tierra, Churchill pudo constatar que en Egipto quedaba poco del espíritu marcial victoriano. Los altos oficiales protestaron enérgicamente por la escasez y mala calidad del material, mientras se deshacían en lamentos al recordar la adversidad de enfrentar a Rommel. Conocidos y admiradores se acercaron a explicarle todo tipo de chismes sobre esos mismos oficiales, en los se describían la desidia, la acidia y todas las variantes de la inacción en combate. Le comentaron confidencialmente que muchas batallas del pasado se habrían perdido si los soldados de entonces se hubieran rendido con la facilidad con la que lo hacían los actuales.

El reflejo de Churchill para remediar este estado de ánimo era dar enérgicas arengas cada vez que veía un grupo de uniformes reunidos. Para su sorpresa, estos discursos no eran acogidos con el entusiasmo que suscitaban en la metrópoli. Un oficial se acercó un día y le comentó : “En Inglaterra hay mucha gente que no ha hecho la guerra y tiene muchas ganas de hacerla, pero aquí la mayoría ya hemos tenido suficiente”.

Los oficiales y la tropa no parecían motivados por las promesas de gloria imperial. La idea de volver a casa cubiertos de medallas diciendo “yo estuve allí” tampoco suscitaba entusiasmo alguno. Al contrario, la evocación de la batalla causaba en muchos oyentes de Churchill un torvo sentimiento de desesperanza. En lugar de visualizarse a si mismos en un lejano futuro, siendo objeto de admiración por los jóvenes parroquianos del pub local –como el proverbial viejo de San Quintín-, imaginaban su destino como una tumba en la arena o en el mejor de los casos el camastro de un hospital de campaña lleno de moscas.

Y no era sólo el miedo a la muerte y la mutilación lo que subyacía en la desgana por la guerra. Todos se preguntaban si la Victoria de la que tanto hablaba Churchill traería un país mejor que la Inglaterra de las colas de parados y la miseria, un país más justo y menos clasista, un país que les perteneciera y en el que no fueran meros súbditos. Antes de ofrecer su vida por “la patria”, aquellos hombres querían saber qué tipo de patria sería, como si luchar o no fuera algo a considerar en términos de coste/beneficio. Estas conversaciones sorprendían y desconcertaban a Churchill, que había precisamente rechazado en el Parlamento discutir la Inglaterra de posguerra, por considerar que eso dividía al país.

Si bien poco podía hacer para contagiar a las nuevas generaciones del viejo espíritu de las guerras victorianas, sí que podía cambiar el alto mando tras los desastres de la primera mitad del año. Destituyó a Auchinlek y le ofreció su puesto al general Brooke. Éste lo rechazó y Churchill decidió dárselo al general Alexander, que había dirigido la evacuación de Dunkerke en 1940 y más recientemente la retirada de Birmania. Las retiradas no dan prestigio ante el público en general, pero los profesionales aprecian mucho a aquellos que las ejecutan con limpieza. Churchill buscaba alguien con habilidad para la guerra de movimiento y Alexander lo tenía, aunque no fuera en el mejor contexto.

Para dirigir el Octavo Ejército –la fuerza de maniobra que se enfrentaba a Rommel en El Alamein- eligió al general Gott. Era la típica elección de Chuchill, un oficial cuya mejor cualidad era la imperturbabilidad bajo el fuego y el valor en combate. La elección no gustó a Brooke, que ya estaba harto de ese tipo de oficiales, ideales para una batalla napoleónica pero sin el método y la organización para dirigir una guerra moderna. Churchill estaba tan entusiasmado que fue a darle la noticia a Gott en persona.

Juntos visitaron la primera línea de frente, aunque la evolución técnica hacía que el enemigo estuviera mucho más lejos que en tiempos de la Gran Guerra, cuando la tierra de nadie tenía apenas unos cientos de metros. Se despidieron con la promesa de verse al día siguiente y Churchill volvió a El Cairo. Nunca más volvieron a verse porque Gott falleció al día siguiente, derribado su avión por acción enemiga cuando acudía a El Cairo a recibir formalmente el mando del Octavo Ejército. Era la misma ruta que había seguido el avión de Churchill el día anterior.

Alan Brooke ya tenía preparado al sustituto, a quien habría probablemente nombrado si Churchill no hubiera propuesto al infortunado Gott. Se trataba de Bernard Montgomery, un general rígido, poco imaginativo y maniático de la disciplina, cuyo mayor prestigio era el orden de revista impecable de todas las unidades y guarniciones que habían estado bajo su mando. El general Brooke no pensaba que hicieran falta artistas de la guerra de movimiento, sino alguien con carácter capaz de terminar con el desorden, la corrupción y el derrotismo.

Con su inagotable optimismo, Churchill partió hacia Teherán, convencido que por fin había encontrado los generales idóneos. Desde allí voló a Moscú donde se entrevistó con Stalin en una serie de pintorescos encuentros de dudoso valor estratégico, pero que ayudaron a restaurar la estatura del primer ministro, tanto ante su propia opinión pública como sobre todo ante la de EEUU.

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