Enigma 83

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Por Román Ceano

La rapidez y ambición con que se desplegaba la infraestructura para descifrar las redes Atún resulta incomprensible si no tenemos en cuenta el éxito previo de Enigma. En el verano de 1942 el descifrado rutinario de cientos de mensajes por día alimentaba un sistema de índices basado en archivos de tarjetas perforadas que permitía controlar a los alemanes con la misma precisión que su alto estado mayor.

El problema de la diseminación desde los servicios secretos hacia los mandos militares había sido objeto de grandes mejoras, sobre todo en el norte de África. Para reducir el tiempo que pasaba entre la interceptación de los mensajes cifrados y el suministro de la información procesada a las unidades sobre el terreno, se había montado en Heliópolis, a pocos kilómetros de El Cairo, una estación de descifrado.

Utilizando máquinas Type X modificadas, esta estación podía trabajar en tiempo real en cuanto recibía las claves del día desde BP. Se centraba en la red Prímula –utilizada por las unidades de abastecimiento aéreo- y Escorpión –utilizada por los oficiales de enlace de la aviación alemana que dirigían desde tierra el apoyo aéreo. Ambas redes seguían procedimientos diarios previsibles que permitían crear rutinas estables para su descifrado. La información conjunta que proporcionaban permitía controlar tanto el nivel de operatividad de cada unidad como sus movimientos.

El número de unidades de escucha se multiplicó, trabajando no sólo con mensajes de Enigma sino también con todo el resto de comunicaciones alemanas cifradas con sistemas manuales de campaña. La información se procesaba concienzudamente en informes muy detallados que eran suministrados diariamente a Auchinleck, comandante de todas las fuerzas inglesas en Oriente Medio, así como a muchos mandos intermedios.

La relevancia que Enigma y el resto de material secreto tenían en la toma de decisiones la ilustra el hecho que un camión del Enlace para Señales Especiales –nombre clave de la rama del SIS para Oriente Medio- estaba aparcado permanentemente junto al puesto de mando de Auchinlek, para poder integrar en el proceso de toma de decisiones cualquier información procedente de esa fuente. Tal y como se venía haciendo desde el principio, se utilizaba como cobertura el nombre genérico “Bonifacio” y se archivaba como si procediera de una red de agentes infiltrada en la estructura de mando alemana.

Tras la caída de Tobruk a finales de Junio, Rommel había seguido avanzando hacia el este hasta verse detenido en unas fuertes posiciones que fueron defendidas ferozmente por la infantería británica. El lugar había sido escogido cuidadosamente. Era un cuello de botella entre la costa y una enorme depresión intransitable, que impedía flanquear por el sur.

Los ingleses dieron a su posición el nombre de un apeadero de la línea de tren que seguía la costa: El Alamein. Aunque todo el mundo sabía que la suerte de la confrontación mundial se estaba decidiendo en Rusia, las coloristas aventuras del Afrika Korps y sus adversarios continuaban acaparando portadas y comentarios. Los corresponsales americanos enviaban crónicas que eran leídas por el público pocos días después de los hechos. En pocas semanas todo el planeta conocía ese apeadero y no era raro que en una barbería de Brooklyn o en una bolera de Los Angeles se discutiese cuándo y cómo los alemanes volverían a embestir.

Rommel había comenzado la ofensiva en mayo completamente desabastecido, puesto que el descifrado tanto de Enigma como del resto de cifrados de la marina italiana impedía que un solo convoy cruzara el Mediterráneo. Gracias a la desidia de los comandantes ingleses y a la bajísima efectividad de su material, había logrado derrotarles y apoderarse del combustible suficiente para continuar hasta ese lugar. Ahora estaba transportando allí hasta la última gota disponible para continuar la ofensiva. También esperaba nuevos tanques y a los paracaidistas de Creta, que tras el desastre habían sido reconvertidos en infantería de élite. Sabiendo que el tiempo corría en su contra porque pronto los suministros estadounidenses inclinarían la balanza, Rommel tenía prisa y urgía a todos los escalones a estar listos cuanto antes.

A pesar del extremadamente efectivo bloqueo del Mediterráneo y de la superioridad en hombres y material que mostraban los informes de inteligencia, en los lujosos clubes de oficiales de El Cairo cundía el temor ante la perspectiva de un nuevo enfrentamiento contra Rommel, apodado por la prensa internacional como El Zorro del Desierto. En lugar de reflexionar sobre las propias carencias, los oficiales británicos se complacían en amargas reflexiones sobre los poderes casi sobrenaturales del Afrika Corps, así como el atraso técnico de sus propios tanques y cañones. En ese ambiente fin-de-siecle, el derrotismo se convertía en terreno abonado para la desidia sicalíptica de los mandos, que toleraban un nivel cada vez mayor de corrupción e incompetencia en sus subordinados.

En Londres, encerrado en el búnker junto al parque de Saint James, nadie sufría más con la situación que Churchill. Egipto había sido uno de los escenarios de sus aventuras juveniles cuando había remontado el Nilo junto a Kitchener para enfrentar a los derviches en Ombdurman. Muchos oficiales que volvían le trasladaban confidencialmente no sólo el estado de ánimo desastroso de las unidades, sino el microclima mental maligno que reinaba en El Cairo.

Aunque Churchill admiraba el valor y determinación con que sus héroes militares de juventud se habían ganado la inmortalidad, no se hacía ilusiones sobre la capacidad del ejército inglés para la melancolía fatalista o la incompetencia autocomplaciente, puesto que él mismo había sido represaliado por señalarlas punzantemente en sus libros.

La obsesión de Churchill con Egipto podía ser interpretada también como una forma de escapismo. La llamada “guerra de los convoyes” en el Atlántico no podía ir peor. La Enigma de cuatro ruedas era invulnerable y los avances técnicos como el sónar o el radar no lograban compensar la ausencia de desciframientos. No sólo las cifras de toneladas de carga hundidas daban escalofríos a los que estaban en el secreto, sino que los relatos de marineros civiles muertos de cientos de formas horribles se filtraban a los periódicos y estaban minando la confianza de la opinión pública.

Churchill había enfrentado ya una virulenta moción de censura en el parlamento que sólo había superado gracias a la torpeza de sus oponentes. La vibrante oratoria de resonancias épicas le había dado el voto de muchos indecisos, pero el origen de la indecisión había estado en la falta de un candidato aceptable por todos. El candidato de la izquierda carecía de carisma y el de la derecha era un incompetente. En cualquier momento podía surgir un consenso sobre alguien capaz.

A todos estos problemas se unía la creciente hostilidad de los aliados de Inglaterra. Los americanos seguían insistiendo con su plan de un desembarco inmediato en Europa que distrajese a los alemanes y les obligase a trasladar tropas desde Rusia. Que esa operación terminara con el exterminio de todos los participantes no les hacía temblar el pulso, ya que consideraban que los rusos también estaban retrasando el avance alemán mediante el sacrificio sin esperanza de cientos de miles de soldados. Lo único que logró Churchill fue reducir la escala del desembarco suicida hasta un tamaño que no resultara dañino. Se fijó como objetivo Dieppe, y los americanos le garantizaron que a cambio proseguirían con la preparación de los desembarcos en el norte de África acordados en sus reuniones con Roosevelt.

Por su parte, Stalin estaba sometido a una gran presión mientras los alemanes avanzaban hacia el mar Caspio con su monstruoso ejército de casi un millón de hombres. Necesitaba tanques, aviones y todo tipo de armas para convertir las multitudes infinitas que poblaban su imperio en ejércitos capaces de sustituir los que eran destruidos rutinariamente. Desgraciadamente, los convoyes que viajaban hacia los puertos árticos rusos eran los más perjudicados por los alemanes, ya que los largos días del verano en esas latitudes les facilitaban mucho el trabajo.

Churchill debía comunicarle dos noticias malas y dos buenas. Las malas eran que se suspendía el envío de barcos a los puertos árticos y que no habría un desembarco en fuerza en Europa hasta por lo menos 1943. Las noticias buenas eran que muy pronto habría un desembarco aliado en el norte de África y que los bombarderos de largo alcance con base en Inglaterra iban a destruir todas las ciudades alemanas una por una, para vengar las atrocidades nazis.

Decidió llevar las noticias a Moscú personalmente, realizando el épico viaje que sus médicos le habían negado el año anterior cuando quería ir a la India. Haría una escala en Egipto donde podría comprobar personalmente porqué la enorme ventaja que daba Enigma a los ingleses no se traducía en nada más que derrotas, frustraciones y oprobio. Sus partidarios quedaron admirados del valor físico que hacía falta para emprender semejante viaje, mientras sus detractores deploraron una vez más su amor por los grandes gestos y el dramatismo exagerado.

Se seleccionó un piloto experto en navegar utilizando las estrellas y que tuviera mucha experiencia en vuelos largos a gran altura. El elegido fue un joven piloto estadounidense, que había adquirido ambas habilidades cruzando una y otra vez el Atlántico entregando bombarderos de fabricación americana para su uso por la RAF. Sólo tenía 26 años, pero había volado un millón de millas. Su avión sería un bombardero pesado B24 Liberator pintado de negro mate al que se había despojado de todo el equipamiento para lanzar bombas, sustituyéndolo por unos rudimentarios acomodos. El resto de la tripulación sería una mezcla de canadienses y americanos también veteranos del cruce de bombarderos, reclutados por sorpresa el mismo día de la partida para evitar indiscreciones.

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