Enigma 75

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Por Román Ceano

Ajena tanto a las maniobras de la alta política como a la marcha real de la guerra (por la férrea censura militar) la población civil se agarraba a la rutina en medio del racionamiento, la escasez general, los apagones, los bombardeos y la leva forzosa de maridos, hijos y sobrinos que partían a un destino desconocido y nada halagüeño.

Stanley Segdewick trabajaba como administrativo en una empresa de contabilidad. Gracias a este trabajo, disfrutaba de una exención a alistarse que le renovaban cada seis meses. Aunque algo avergonzado por estarse librando de lo peor de la guerra, era uno de los muchos que procuraba hacer vida normal. Cada mañana tomaba el tren de cercanías a Londres para ir al trabajo. En ese trayecto solía resolver el crucigrama del Daily Telegraph que era muy popular y uno de los puntos fuertes del diario.

Una mañana leyó que el presidente del Club de Excéntricos había declarado que donaría 100 libras al fondo de ayuda a los heridos y las viudas de los zapadores anti-minas, si alguien podía resolver el crucigrama en menos de 12 minutos. El editor del periódico invitaba a los amables lectores que quisieran participar en el experimento a presentarse el siguiente sábado por la tarde en Fleet Street.

Segdewick acudió puntualmente a las oficinas y fue conducido a una sala con mesas individuales, en un ambiente parecido al de un examen universitario pero con un tono más amistoso. Cuatro de la treintena escasa de participantes lograron resolverlo dentro del tiempo. A Segdewick le faltaba sólo una palabra cuando tocó la campana.

Tomaron todos el té con el editor y los miembros de la sección de crucigramas, charlando animadamente sobre lo entretenido que era ese tipo de pasatiempo y qué tal le iba a cada uno. Decepcionado por no haber conseguido el objetivo, pero contento de haber pasado la tarde en una compañía agradable, Sedgewick se apresuró hacia Waterloo antes que empezara la hora de los bombardeos nocturnos de los alemanes.

Unas semanas después recibió una carta marcada “Confidencial” en la que se le invitaba a entrevistarse con un cierto coronel Nichols del Estado Mayor en el edificio del MI8 (inteligencia militar) en Picadilly. Al parecer al tal Nichols “le gustaría hablar de un tema de importancia nacional con uno de los ganadores del concurso del Daily Telegraph”.

Tras varias entrevistas, cursillos, firmas solemnes y juramentos aún más solemnes, Stanley Segdewick fue provisto de un sobre cerrado y un billete de tren Euston-Bletchley. Bajó en la estación de Bletchley que era en esa época una versión vetusta, diminuta y abierta a los cuatro vientos de la típica estación victoriana de ladrillo y hierro. Salió al patio y buscó un barracón marcado con las letras RTO. Allí mostró el sobre que llevaba pero “sin entregarlo”, como le habían ordenado.

El hombre que atendía en el barracón no hizo ademán de tocar el sobre. Le indicó que anduviese hasta la carretera, girara a la derecha y siguiera para encontrar una pista forestal a la izquierda. Sólo tenía que caminar por ella hasta encontrar la puerta enrejada de una propiedad. Debía enseñar el sobre a los centinelas “pero sin entregárselo”. Ellos le conducirían al interior donde debía finalmente entregar el sobre al oficial que se lo requiriera.

Muchas otras personas estaban llegando en esta nueva oleada para llenar los nuevos bloques que se construían a toda prisa. Tras diversas peripecias, como esperar llamadas en cabinas telefónicas o ser recogidos en carreteras solitarias, se presentaban con su sobre a los centinelas. Tras tanta preparación y secreto, muchos mostraban incredulidad cuando la persona del “barracón RTO” en la estación o el conductor que les había llevado por carretera, les confirmaba que no iban mucho más lejos.

Bletchley no era ningún pueblo, sino tan sólo un conjunto de casas de ladrillo rojo desperdigadas alrededor de la plaza de la estación donde vivían los empleados del ferrocarril con sus familias. La sensación era de haber llegado a ninguna parte, puesto que se veía campo en todas direcciones.

La primera impresión de la propiedad tampoco era buena en absoluto. El antiguo muro había sido reforzado con bandas de hierro afiladas y dobladas hacia fuera, sobre las que se había tejido un embrollo de alambre de espino tan tupido que sobresalía medio metro hacia arriba. Su aspecto maligno, a la vez que improvisado, transmitía una sombría sensación de amenaza sobrevenida.

Los guardias de la puerta eran atentos, pero mantenían esa pizca de frialdad de quien no sabe si tendrá que dispararte. Aquellos recién llegados que estaban familiarizados con el lenguaje de los uniformes, al ver que los centinelas no eran rígidos soldados con bayonetas caladas sino proactivos guardias con gorras azules y revólveres al cinto, sabían que ese lugar albergaba algo realmente secreto.

Una vez franqueada la puerta, rígidamente escoltados, los recién llegados se acercaban a una extraña aldea de cobertizos baratos de diversos tamaños y alineados de cualquier manera, tras los que se adivinaban unos bloques de hormigón de dos pisos. El clima de nieblas y lluvias manchaba los materiales de mala calidad con tanta saña que todo parecía viejo.

La mansión, rodeada de aquella arquitectura de tablón y uralita, presidía un paisaje gris al que sus rasgos grotescos conferían definitivamente un aire de pesadilla. Esa visión era para muchos una metáfora de la nueva vida en guerra, sobre las ruinas de un alegre y próspero pasado. Acorde con la escenografía, el lugar estaba poblado por unas multitudes que desfilaban como pingüinos funestos con la mirada baja y recelosa.

Edward Thomas, oficial de la Marina, llegó poco después que Segdewick y a pesar que su anterior destino había sido una estación de escucha nada menos que en Islandia, quedó horrorizado por la falta de habitabilidad de los cobertizos. No menos desagradable le resultó el trabajo que le asignaron moviendo papeles en el Cobertizo 4. Thomas era una pequeña celebridad secreta porque había estado en la partida que había abordado el submarino U-570 donde había aparecido la primera evidencia de la Enigma de cuatro ruedas (una caja vacía con cuatro ranuras) el otoño anterior.

Hasta que no llevaba unas semanas en BP no se enteró del valor que había tenido el hallazgo. En Islandia había participado en el seguimiento de los submarinos y había visto sus devastadores efectos, pero no conocía ni su verdadera peligrosidad estratégica ni la lucha secreta contra ellos que desarrollaban los cobertizos 4 y 8.

Ahora pudo recapitular la campaña del año anterior leyendo los mensajes descifrados. Le impresionaron las sangrientas comunicaciones que enviaba Doenitz, muchas de los cuales terminaban con un histérico “Matar, matar, matar...”, así como los ominosos nombres de las operaciones que eran del tenor “Tormenta de sangre” o “Frenesí asesino”. Pudo también constatar el desastre que la nueva Enigma de cuatro ruedas estaba provocando en el Atlántico, con las cifras de hundimientos rozando ya el medio millón de toneladas, donde empezaba la zona de peligro.

La privilegiada posición de Thomas en aquella bañera del palco de proscenio que era el Cobertizo 4, le dio la verdadera dimensión del trabajo que se ocultaba tras aquellas chabolas de la era industrial. Ahora sabía que las cabezas bajas y los gruñidos evasivos tenían su causa en el bosque de secretos que todos habitaban.

Había cobertizos más secretos que otros y dentro de cada cobertizo algunas salas eran especialmente secretas. Incluso qué era más secreto que qué, era un gran secreto. No se podía saber cuál de los silenciosos compañeros que viajaban dando tumbos en el ruinoso autobús que les llevaba del alojamiento a BP y viceversa por carreteras secundarias, guardaba el misterio que habría resultado más goloso para los oídos enemigos.

Las amistades sólo se desarrollaban entre personas con conocidos mutuos que respondieran del otro. Thomas poco a poco fue ganándose la confianza de los que le conocían por su hazaña en el U-570 y por ello empezó a frecuentar las partidas de billar en los pubs.

Pero la vida social que más le gustaba era la que se desarrollaba de madrugada en la cantina. Thomas trabajaba en el turno de madrugada –desde medianoche hasta las nueve de la mañana- y tenía una pausa a las tres. Mientras tomaba una taza de caldo, entablaba fugaces conversaciones con chicas de uniforme que solían también tomar algún tentempié. Esas conversaciones recelosas en la intimidad del corazón de la noche, al calor del sentimiento de hermandad desesperada que el peligro compartido suscita, fascinaban a Thomas. A veces durante los cambios de turno percibía un brillo en alguna mirada y deseaba que fueran otra vez las tres de la madrugada.

Las WRENs que poblaban la cantina cada noche eran cada vez más numerosas en BP. Ellas formaban la infantería del ejército de caballeros que luchaba contra Enigma. La mayoría realizaban tareas auxiliares, sobre todo en los llamados “índices”, que eran bases de datos de tarjetas perforadas que requerían cantidades ingentes de mano de obra. Estos índices almacenaban tanto los datos como los mensajes de forma que en cualquier momento se podía saber la posición de una unidad, su fuerza, su nivel de operatividad, etc...

Pero el destino estrella -a la vez que el más duro- era la sala de Bombas. Cuando se comentan las espectaculares reducciones del número de pruebas necesarias que la magia de Turing y el resto de los Dones, causaban en los mensajes de Enigma, se olvida muchas veces que al final hacía falta que alguien recorriera esos “últimos treinta metros” que representaban los últimos miles de pruebas. En un ambiente penoso de ruido y temperaturas extremas, las WREN ejecutaban las intrincadas tareas que se requerían para el ataque final por fuerza bruta con las Bombas. Cuando un resultado positivo era realmente la clave se las felicitaba sin decir el motivo.

Aunque ahogado por la incapacidad de la fábrica de Bombas (BTM) para aumentar la producción, Travis estaba planificando a lo grande. La disponibilidad ilimitada de WRENs formaba una parte central de su estrategia y esperaba desplegar miles en nuevas localizaciones auxiliares en las que trabajarían cientos de Bombas. De esta forma se podrían seguir todas las redes que se tenían localizadas y descifrar todos los mensajes, con lo que se podría controlar las unidades alemanas con más precisión que sus mandos, que seguramente no disponían de un sistema de índices tan perfecto.

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