Enigma 74

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Por Román Ceano

Para los ingleses las derrotas de juguete en pintorescos escenarios que remitían a Beau Geste o T E Lawrence, resultaban triviales comparadas con lo que estaba pasando en el Sudeste de Asia. El Imperio Británico estaba siendo demolido por los japoneses. La sensación de hecatombe milenaria era tan fuerte que Churchill se tambaleaba durante las reuniones y a veces debía descansar un par de horas en la cama antes de proseguir.

En estas duermevelas concibió un grandioso plan, digno del Imperio que se derrumbaba. Volaría hasta Delhi y convocaría allí a todos los líderes del nacionalismo indio. Una vez reunidos les prometería la independencia inmediata con la condición que le ayudaran a levantar un ejército de un millón de hombres con el que avanzar a través del Assam para reconquistar la Península Malaya. Luego viajaría a Chungking, donde convencería a Chiank Kai Check para que realizara un ataque de diversión con otro millón de hombres, para evitar que los japoneses retiraran fuerzas de China al ser atacados por los indios.

Aunque estos planes fueron acogidos con entusiasmo por sus incondicionales, causaron sonrisas crispadas fuera de su círculo íntimo. La megalomanía y la pérdida del sentido de la realidad que traslucían, hacían dudar del buen juicio de quien estaba dirigiendo el Imperio en sus horas más críticas. Aunque sus ideas siempre habían parecido excéntricas a primera vista, esta vez la apariencia se antojaba evidencia.

Sus amigos en el Parlamento le advirtieron que si se ausentaba de Londres habría una moción de censura en cuanto cayera Singapur. Pero fue su médico quien zanjó la cuestión, afirmando que Churchill seguramente no sobreviviría a la primera parte de su plan: el vuelo estratosférico de más 10 000 milas en la cabina sin presurizar de un bombardero.

Así que cuando el 15 de Febrero Percival rindió la plaza de Singapur a Yamashita, Churchill estaba en Londres y recibió la tristemente anticipada noticia como un golpe devastador. Cuando los japoneses invadieron Birmania a continuación –casualmente anexada al Imperio por su padre- se derrumbó por dentro.

El discurso en el que anunció al pueblo inglés la derrota no dejaba adivinar su verdadero estado de ánimo y seguía trufado de luminosas metáforas. Entre la gente de la calle el discurso cayó muy mal y causó una gran irritación. Churchill había pintado en 1940 la guerra como una gran ocasión de que Inglaterra mostrara lo mejor de sí misma. Ahora, un año y medio después, la guerra aparecía como algo sangriento y doloroso, en lo que nadie en su sano juicio podía meterse con otra esperanza que la de salir cuanto antes. Había dicho que sería el mejor momento para la nación y a todo el mundo se le aparecía como uno de los peores.

En la intelectualidad y la clase política se producía un curioso fenómeno de oscilación. Una semana el tema estrella del debate era discutir sobre el mundo dorado de la posguerra. Era un tema que encantaba a la gente común que enviaba cartas y opinaba con alegría. Pero bastaba cualquier mala noticia o rumor para que todo diera un vuelco y los mismos opinadores pronosticasen la inminencia de la derrota. Entonces la opinión pública, que la semana anterior soñaba ya con la paz, se exasperaba y sentía de pronto como le caía encima toda la desgracia acumulada. Y así la rueda daba vueltas y vueltas mientras expertos de toda laya pontificaban sin fin y las personas corrientes vivían un vértigo continuo entre la esperanza y el horror.

Churchill perdió mucha popularidad por su falta de tacto ante estos debates. El de cómo sería la posguerra lo consideraba absurdo y el de cómo llevar la guerra no pensaba tenerlo con personas que nunca habían estado en un campo de batalla. La visita a los EEUU le había mostrado que éstos tardarían años en estar listos pero que cuando lo estuvieran serían imparables, al igual que había pasado en la Gran Guerra de la cual está parecía ser una especie de repetición. Por tanto debían resistir para seguir vivos cuando por fin llegase la ayuda.

La desesperación en que estaba sumido Churchill ante la creciente incomprensión hacia él, hizo que cediera a la oscura tentación de aplacar a la opinión pública a base de sangre inocente. Así que cuando fue instigado por los militares por enésima vez, decidió autorizar una campaña de bombardeos contra civiles que a la larga demoliera todas las ciudades alemanas. Nombró comandante de la fuerza de bombarderos a sir Arthur Harris, la catadura moral del cual queda clara diciendo que decidió empezar la campaña lanzando bombas incendiarias en las ciudades con centros históricos medievales de madera como Lübek y Rostok, regodeándose en la idea de que “arderían como cerillas”. Mientras los convoyes vagaban huérfanos por el Atlántico, los bombarderos ingleses de largo alcance, en lugar de ayudarles, se dedicarían al asesinato de masas.

En el Parlamento la situación se estaba degradando y muchos diputados pedían que dimitiera de uno de sus dos cargos (primer ministro y ministro de la guerra), e incluso no faltaba quien quería que dimitiese de ambos. La izquierda suscitaba el tema de que quizás las derrotas estaban causadas por la inadecuación de la estructura social inglesa heredada de siglos anteriores. A los rusos por ejemplo parecía irles mucho mejor, ya que los trabajadores de esa nación sabían que al acabar la guerra el país seguiría siendo suyo. En cambio los trabajadores ingleses debían salvar un país que nunca poseerían. Quizás el partido Conservador quería conservar demasiadas cosas a la vez.

Uno de los abanderados de estas ideas era Stafford Cripp, que difería con Churchill en todo puesto que era abstemio, vegetariano y de modales muy moderados. La ola que estaba provocando la idea de que los conservadores no podían ganar la guerra, porque no daban motivo al pueblo para hacer el esfuerzo, era tan fuerte que Cripps empezó a sonar como sustituto de Churchill. Tal como había hecho Chamberlain con él mismo, éste le hizo entrar en el gobierno para desactivarlo.

Una vez aplacado el frente parlamentario con esta incorporación, en una hábil maniobra envió a Cripps a la India a reunirse con los líderes nacionalistas. La idea de Churchill era que les ofreciera una autonomía difusa, que ellos pidieran la independencia y que ante el desacuerdo las partes se separaran para continuar la reflexión cada una por su cuenta. De esta forma Cripps estaría ocupado lejos de Londres durante meses en una misión de éxito imposible.

Pero las cosas fueron peor que mal. Cripps hizo su parte con disciplina a pesar que probablemente pensaba que los indios tenían razón. Sin embargo, cuando se disponía a abandonar la India llegó a Londres un mensaje personal del presidente Roosevelt. Éste conminaba a Churchill a mantener a Cripps en la India “para presidir la formación inmediata de un gobierno con los líderes nacionalistas” como paso previo a la independencia del subcontinente.

Además, el presidente advertía al primer ministro que la opinión pública estadounidense estaba muy soliviantada con este tema y no pensaba hacer la guerra para reconstruir el Imperio del que EEUU había salido por la fuerza un siglo y medio atrás. Aunque él mismo había jugado con la idea poco antes, el intento de imposición hizo que Churchill montara en cólera, aunque su evasiva respuesta no lo trasluciera.

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