Enigma 73

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Días aciagos

Por Román Ceano

No sé dónde, no sé cuándo,
pero sé que nos volveremos a encontrar
un día soleado.

Saluda a la gente que conozco y diles que no tardaré.
Quizá estén contentos al saber
que cuando me viste partir
cantaba esta canción.

-- Vera Lynn

Churchill había pasado la Navidad de 1941 en la Casa Blanca como huésped de honor del presidente Roosevelt. En EEUU era una figura inmensamente popular gracias a la prensa. Ésta se había volcado en la epopeya inglesa, enviando a las islas docenas de corresponsales, cuyas vivídas crónicas encandilaban a los lectores. Las fotos en portada de Churchill en la playa desafiando a un imaginario desembarco o en cualquiera de sus poses habituales, garantizaban grandes ventas.

Para la inmensa mayoría de los americanos, la guerra europea era la imagen en los informativos del cine de un hombre rechoncho con un habano en la boca visitando ruinas recientes, reconfortando civiles desolados o pasando revista a soldados delgaduchos vestidos con un casco ridículo. A veces salía hablando serenamente a pequeñas multitudes, con un gesto apasionado pero sereno, bien diferente de la crispación histérica del tipo del bigotito -su contrafigura en el drama épico que narraba la voz en off-.

También las radios se habían sumado a la oportunidad mediática, conectando con los enviados especiales en Londres e incluso un par de veces retransmitiendo bombardeos en directo, con el periodista dudando si desear que arreciara para satisfacer a la audiencia, o que aflojara para no ser el primer reportero en radiar su propia defunción.

Para el público más devoto de la política, las radios ofrecían en diferido los momentos álgidos de los discursos de Churchill fuera del parlamento –ya que allí estaba prohibido grabar. Su acento suave y su entonación “nada afeminada para ser británico”, transportaban a la audiencia a un mundo físicamente peligroso pero moralmente muy gratificante. En ese mundo, el Bien y el Mal eran fáciles de distinguir, no como en la vida diaria en que aparecen tan mezclados que muchas veces hace falta un reverendo para deslindarlos.

Churchill fue recibido triunfalmente por multitudes que le ovacionaban mientras saludaba desde un coche descubierto. Todo Washington quería compartir mesa con él para oír su famosa retórica en persona. En una sesión conjunta de las Cámaras su discurso recibió una ovación de gala de varios minutos y críticas ditirámbicas en los periódicos.

Durante el día, el conjunto de la delegación realizaba largas sesiones operativas con sus contrapartes estadounidenses en las que se estudiaban mapas de todo el planeta, tasas de producción de material militar y posibles escenarios para una guerra cuyo tamaño desbordaba cualquier imaginación.

Con uso y abuso de la retórica, Churchill logró convencer a los militares estadounidenses para que dieran prioridad a la guerra contra los alemanes en lugar de seguir su instinto e ir a por los japoneses, que estaban atacándoles en el Pacífico. En esto Churchill encontró un aliado en los planificadores que veían imposible hacer una guerra al otro lado del Pacífico hasta que se hubiera construido una flota mercante gigantesca, capaz de abastecer un vasto ejército. Si el Atlántico era un obstáculo formidable, el Pacífico era diez veces mayor, así que parecía lógico empezar por lo más factible.

Esos mismos planificadores le dijeron a Churchill que hasta 1944 no estarían listos para desembarcar en Europa. Si quería adelantar esa fecha debía organizarlo con sus propias fuerzas. Tras mucha discusión, les convenció para desembarcar en África en las posesiones francesas, que supuestamente ofrecerían poca resistencia, bien porque el gobierno de Vichy aceptaría un trato, o porque las guarniciones se rendirían antes que morir por un gobierno claramente traidor. Se empezó a trabajar en los detalles con el horizonte del otoño siguiente, que era lo más cerca que los planificadores aceptaron.

La actividad frenética de banquetes, visitas, discursos, audiencias, reuniones con militares y más banquetes, le agotaron hasta tal punto que a ratos parecía grogui y debía detenerse unas horas hasta recuperarse. Su salud, ya quebrada por los dos años de estrés continuo y por las privaciones de la vida que llevaba en Londres, empezó a deteriorarse a ojos vista.

Tras quince días de agitación continua, poco después de la fiesta de Año Nuevo de 1942, Churchill sufrió un infarto durante la noche en su dormitorio en la Casa Blanca. Su médico no lo dijo a nadie hasta muchos años después pero presionó sotovoce al resto de la delegación para que le obligaran a tomar un descanso. El aspecto de Churchill era tan malo que Roosevelt le prestó una casa en Florida y le aconsejó que fuera allí a pasar unas semanas. Que aceptara la invitación, a pesar de que la ofensiva japonesa en Malaya seguía su curso, es una muestra de cómo se sentía físicamente.

Por primera vez en casi dos años, dejó de estar rodeado de gente que le miraba ansiosamente esperando de él un liderato magistral y una entereza sobrehumana. Tomaba baños en el mar a todas horas y despachaba informalmente en la playa con el general Ismay, uno de los pocos que tuvo acceso a él durante esas vacaciones improvisadas. Finalmente, el 14 de enero la situación en Asia era tan mala que decidió volver en hidroavión a Inglaterra.

Era un hidroavión americano para transporte de personalidades que disponía de comedor (con cocina completa), sala de estar y varios dormitorios. El vuelo comenzó de modo festivo, con Churchill a los mandos haciendo giros violentos para diversión de los pilotos. Sin embargo cuando dieciocho horas más tarde avistaron tierra casi sin combustible y mucho más tarde de lo esperado, se dieron cuenta de que era la costa de Francia. Antes de que la aviación alemana pudiera reaccionar, huyeron mar adentro y amerizaron en Brighton de arribada.

Al llegar a Londres, Churchill se sumergió de nuevo en el ambiente desesperado del búnker frente al parque de St James, en sus lóbregos pasillos llenos de oficiales con déficit crónico de sueño y síndrome de vida subterránea.

Las semanas siguientes fueron una repetición de los días del avance alemán desde el Mosa hasta Calais dieciocho meses antes. Los nombres de las ciudades del norte de Francia eran sustituidos por una exótica toponimia que se fue haciendo dolorosamente familiar: Khota Bahru, Kampar, Kuala Lumpur, Selangor y finalmente Johore, apenas a un día de marcha de Singapur.

El 22 de enero saltó la noticia desde el norte de África. Rommel, que había protagonizado el avance por Francia que ahora evocaban los japoneses, atacó por sorpresa en la Cirenaica, tal como había hecho un año antes. Otra vez el Destino jugaba con Churchill su mortal juego de espejos.

Rommel al principio amagó hacia Mechilli como si él también fuera presa de las simetrías. Pero tras una serie de batallas de encuentro contra los blindados ingleses, giró por sorpresa hacia el norte. Al final de la semana, mientras sus adversarios perseguían sombras por la llanura creyendo que los había eludido en su carrera hacia Mechilli, el grueso de la fuerza alemana apareció en los altos que dominan Bengasi en medio de una lluvia torrencial.

La 7ª brigada india que defendía la ciudad obtuvo permiso para retirarse, puesto que se enfrentaba sola a tres divisiones blindadas. Realizó la maniobra con decisión y maestría, avanzando en tres columnas –una por batallón- que no sólo atravesaron el cerco por la fuerza sino que tomaron un total de mil prisioneros, con los que se presentaron precisamente en Mechilli un par de días después.

Este pequeño triunfo no fue más que una gota en el desastre general. Aunque las pérdidas no eran catastróficas, el dispositivo inglés estaba destruido y las unidades acorazadas huían hacia el este. No había forma de organizar una defensa en las llanuras de la Cirenaica y los ingleses se replegaron a Gazala, donde podían proteger Tobruk, que tras su asedio del año anterior había adquirido un gran valor simbólico. Rommel tomó el terreno que le cedían y se plantó ostentosamente sin revelar sus planes para el inmediato futuro.

En medio de los personajes grises, turbios o directamente psicopátas que formaban el star system nazi, Rommel destacaba con un perfil propio. Sus románticas maniobras por el desierto, recordaban a los generales de plumilla las batallas de la antigüedad así que su nombre empezó a aparecer junto a los de Julio César, Napoleón o Federico el Grande. Su fama era tal que el propio Churchill le saludó en público como “un gran general” mientras en privado ordenaba lanzar un comando para asesinarlo.

La ofensiva en Rusia del verano anterior no había resultado decisiva en absoluto por lo que la victoria definitiva alemana, tan inminente meses antes, parecía ahora menos evidente. La propaganda militarista de Goebbels decidió centrarse en el norte de África, donde los alemanes no manchaban sus uniformes con la sangre de niños, mujeres y ancianos como sí hacían en muchos otros lugares.

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