Enigma 66

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Por Román Ceano

Churchill en el gabinete de guerra se desgañitaba para ser obedecido. Quería que todas las tropas disponibles se encaminaran a Egipto para colaborar en la liberación de Tobruk. Calculaba que los japoneses tardarían aún algun tiempo en estar listos y en cualquier caso su avance sería muy lento. Cuando Tobruk estuviera liberada, habría tiempo de ocuparse del Oriente.

Los que expresaban sus reservas sobre el buen juicio de este plan, recibían como respuesta un exaltado discurso. Churchill nunca en su vida había estado más al Este que Calcuta, pero ello no le impedía glosar con los acentos más épicos, la imposible tarea que esperaba a los japoneses si eran tan incautos como para tentar al destino. Muy al contrario, la ignorancia daba libertad a su imaginación, que volaba a lomos de la retórica más desenfrenada.

Singapur era una ciudadela formidable. Su base naval era un prodigio de ingeniería y estaba defendida por los mayores cañones que el mundo hubiera visto jamás. Si el invasor decidía atacar por la retaguardia, se pondría en la tesitura de tener que cruzar miles de kilómetros de selva impenetrable, en un territorio defendido por feroces soldados, reclutados entre las tribus más marciales del subcontinente indio, reforzados por regimientos escoceses de pedigree legendario y por australianos duros como el clima de su tierra natal. ¿A quién le podía preocupar que un puñado de orientales codiciaran Singapur? Muchos antes que ellos habían desafiado al Imperio y no habían logrado más que convertirse en la contraparte de otra hazaña de las armas británicas.

El 6 de Diciembre de 1941, la agencia Reuters distribuyó la noticia de que 13 transportes de tropas japoneses habían sido avistados el dia anterior, dirigiéndose hacia el norte de Malasia. El periódico Malay Tribune la publicó al día siguiente en portada con la consiguiente alarma de la población civil en toda la Peninsula y en Singapur. La comunidad china contactó con el mando militar, que respondió con graves críticas contra el periódico, afirmando que no era posible saber cuál había sido el rumbo de esos barcos durante el avistamiento y que no era bueno especular sobre el tema.

El drama de los funcionarios y militares británicos era que no podían compartir su carga con nadie. En su cosmovisión, ellos eran los encargados de proteger a todas las demás comunidades ya que habían nacido para gobernar. Si una flota japonesa se acercaba a las costas del Imperio, eso no era de la incumbencia ni de los chinos, ni de los malayos, ni de los birmanos, ni de nadie que no estuviera al cargo de ese tipo de asuntos.

Ello no quería decir que supieran qué hacer, sino más bien al contrario. El propio comandante en jefe, el teniente general Percival, había participado años antes en la elaboración de un informe que detallaba claramente el riesgo. En el puerto no había barcos, en los aeropuertos no había aviones, la selva hacía decenios que no era impenetrable porque había sido talada para plantar té. Dos carreteras y una vía férrea seguían toda la península garantizando plena movilidad. Es difícil saber qué pensaba cada uno, pero está claro que Percival pensaba que cualquier acción sería inútil.

Cuando los japoneses desembarcaron, lanzó contra ellos el III Cuerpo Indio formado por sólo dos divisiones algunas de cuyas brigadas estaban integradas mayoritariamente por reclutas. Otras estaban al borde la rebelión. Los oficiales -casi todos británicos- no podían moverse sin escolta entre sus propios hombres sin correr el riesgo de ser zarandeados, manteados o incluso asesinados.

Una flota recién llegada desde las Islas salió galantemente del puerto para hundir los buques de apoyo japoneses y aislar las cabezas de puente. Eran el Repulse y el Prince of Wales. Este último salía del dique seco tras las profundas reparaciones que había requerido tras su encuentro con el Bismarck frente a las costas de Groenlandia.

El Prince of Wales iba a sufrir una suerte parecida a la de su antiguo antagonista, recibiendo un nuevo ejemplo de una lección que el Almirantazgo y Churchill se negaban a aprender, pese a la acumulación de evidencias: los barcos no pueden sobrevivir en zonas donde el enemigo controle el aire.

Así que como apertura a la lucha por la península Malaya, el Imperio se infligió a si mismo el hundimiento de los dos únicos acorazados de que disponía en todo el hemisferio oriental, a manos de aviones torpederos japoneses que copiaban la táctica británica en Tarento.

El estruendo de una derrota naval tan fulminante y decisiva retumbó por todo el Imperio. Sus ecos dieron el tono de fondo al choque entre las brigadas indias y el 25 Ejército Japonés comandado por el ilustrado general Tomoyuki Yamashita.

Tal como Percival había predicho, el III Cuerpo fue barrido. Aunque acertó en el desenlace, se equivocó catastróficamente en el análisis de los motivos. Pensó que las tropas indias, sin experiencia y a punto de insurreccionarse, habían cedido el terreno a una multitud de enanos miopes vociferantes.

En realidad, los indios habían luchado como veteranos y muchos de sus batallones iban a ser los únicos que tuvieran algo glorioso que explicar cuando todo acabase. Durante un mes entero se retiraron bajo el fuego, retrocediendo 30 Km al día sin perder la cohesión. Los japoneses pedaleaban tras ellos -ya que en vez de motos y camiones como sus maestros germanos, habían optado por el ciclismo-, siempre prestos a desbordarlos, flanquearlos o arrasarlos en cargas en frontales.

Impresionado por la velocidad del avance japonés, el gobernador Brooke-Popham emitió la orden de evacuar a todos los civiles de la península a Singapur con la máxima urgencia. Pero resultaba que casi no había transportes disponibles; sólo unos pocos ferries de línea y algunos barcos pequeños. Con la mayor naturalidad, el mando militar decidió que evacuar a los blancos sería suficiente. Eso reducía la proporción del problema logístico en cinco órdenes de magnitud.

Aún hoy en día, muchos asiáticos consideran este suceso el más importante del siglo XX. El contrato social que supuestamente sustentaba el Imperio, iba a ser violentado por los británicos de la forma más cobarde y ostentosa.

En toda la península se produjeron escenas de una emocionalidad inenarrable cuando las multitudes que se arremolinaban en los puertos, comprendieron la verdad. Amas de llaves y jardineros que habían servido durante generaciones a la misma familia, multitudes de chinos locales de clase media que habían pagado sus impuestos para ser parte del Imperio, funcionarios indios y malayos orgullosos de su estatus, todos fueron despejados a culatazos mientras los blancos se apresuraban hacia los transportes rehuyendo la mirada y transpirando miedo en estado puro. Así recibieron unos y otros el nuevo año de 1942 que prometía resultar fatídico para la causa del Imperio.

Al sur de la península, ya cerca de Singapur, los australianos habían estado preparándose para rechazar a los japoneses. La segunda semana de enero llegaron los batallones indios, exhaustos y explicando historias terroríficas sobre enjambres de guerreros que cargaban o envolvían a todo al que no tuviera los pies ligeros y la cabeza clara.

Los australianos repasaron una vez más sus posiciones: la carretera que no se podía flanquear, el puente minado, el ancho río... La defensa siempre es superior al ataque, los japoneses llegaban exhaustos y ahora se enfrentarían a blancos. Incluso Percival a ratos pensaba que quizás tenían una oportunidad.

Pero cuando llegó el enemigo, resultó que la carretera sí que se podía flanquear, que volar a doscientos japoneses cuando cruzaban el puente no impedía que poco después cruzaran muchos más en lanchas confiscadas sobre la marcha y construyeran otro. Empujados, envueltos y desbordados, los australianos fueron tan incapaces de detener la marea como lo habían sido los indios.

Al leer los informes, Percival comprendió que las cosas eran aún peores que lo que había imaginado, porque los japoneses eran un enemigo formidable tanto uno por uno como maniobrando a todas las escalas. Tras la derrota catastrófica de los australianos hizo destruir el puente que unía Singapur a la península, como el niño que cierra la puerta para que no entre el lobo.

Churchill había contemplado la catástrofe desencadenarse. Se daba cuenta que los japoneses habían avanzado por la península a la velocidad de un ejército que marcha sin oposición pero confiaba -en su inveterado optimismo- que de algún lugar saldría un Wellington o un Marlborough que salvaría Singapur.

La situación no parecía tan mala sobre el papel ya que durante los dos meses que habían tardado los japoneses en recorrer la península, se habían estado enviando tropas a Singapur donde ahora se acumulaban más de 130.000 soldados contra sólo 30.000 japoneses.

Estaba claro que había que movilizar al millón de habitantes civiles para cavar trincheras y fortificar la ciudad. Muchas ciudades se habían salvado gracias a la superabundancia de mano de obra. Grandes conquistadores habían visto como en pocas semanas enormes movimientos de tierra creaban un campo de batalla favorable a la defensa. Moscú se había salvado así el verano anterior. Pero Percival seguía con su idea de no molestar a los civiles y de simular que no pasaba nada.

Situó sus fuerzas de la peor forma posible pensando que los japoneses no serían tan tontos para hacer lo obvio. Los japoneses hicieron lo obvio, siguiendo un plan estudiado por Yamashita durante años. Atravesaron el brazo de agua en lanchones, desembarcaron en fuerza y tras dos dias de lucha tomaron el arsenal, los depósitos de agua potable y los principales almacenes de víveres. Los británicos se parapetaron en el casco urbano y alrededor de la base naval mientras los japoneses se quedaban inmóviles, agotados tras dos meses de avance.

Durante varios días de combates esporádicos e inconexos, la suerte de Singapur quedó suspendida. Innumerables memorias de testigos aludirían a la extraña vivencia de esos días. Al humo que flotaba como un velo, al silencio roto por disparos lejanos, a las calles casi vacías, a los oficiales en el bar del Raffles consumiendo las reservas de alcohol -que debían ser destruidas por orden del mando- hasta quedar inconscientes. Algunos soldados tenían permisos y nadie los revocó. Y en el puerto, una vez más la escena dantesca de las multitudes condenadas al sacrificio mirando como los despojos del Imperio subían a empujones a barcos repletos hasta la bandera.

Churchill estaba como trastornado por la catástrofe. Enviaba mensajes a Percival exigiendo que luchara hasta el último hombre aunque la ciudad quedara reducida a cenizas. Consideraba que el prestigio de la raza estaba en juego si una fuerza tan pequeña vencía a una tan grande. Sus colaboradores le convencieron que una nación civilizada no puede plantear una batalla casa por casa en el interior de una ciudad de un millón de habitantes. Así que el 15 de Febrero -el primer día del año chino del Caballo- cuando Yamashita se lo pidió cortesmente, Percival rindió la plaza como un caballero que acepta la derrota con dignidad.

Le aguardaba una amarga sorpresa. Tras haber minusvalorado siempre a los japoneses, esta vez se había equivocado en sentido contrario. Yamashita no habría podido conquistar Singapur ni ese día ni ninguno de los siguientes porque carecía de municiones y debía esperar a que le llegaran. Había culminado su brillante campaña con un descarado farol. Con 30.000 soldados exhaustos y sin municiones, había rendido a una fuerza cuatro veces mayor causando la mayor derrota al Imperio de toda su historia.

Los japoneses organizaron una gran ceremonia en la que Percival desfiló tras entregar la bandera. Tal como temía Churchill, la prensa internacional y sobre todo la americana, no dejó de comparar la brutal y tozuda resistencia de McArthur en las Filipinas o la de los soviéticos en Moscú, con la triste figura de Percival, el hombre que sabía desde el principio que sería derrotado.

 

 

Más de cien mil soldados ingleses marcharon hacia los campos de prisioneros mientras los indios eran enrolados en el Ejército Nacional Indio que lucharía junto a los japoneses.

Para los chinos de Singapur comenzaba un calvario macabro. Los japoneses traían listas de todos los que alguna vez se habían destacado, de todos los miembros de asociaciones cívicas y de cualquiera que pudiera ser potencialmente un elemento de disidencia. A todos ellos les esperaba la muerte inmediata en fusilamientos multitudinarios, que sólo se detenían por la imposibilidad de procesar los cadáveres a suficiente velocidad.

Veinticinco mil fueran asesinados sistemáticamente en las primeras semanas. Las cabezas de los más notorios fueron colocadas formando pirámides en lugares públicos, más como celebración que como aviso, puesto que los japoneses no creían que nadie pudiera albergar aún espíritu de resistencia.

Y así se apagó la llama del Imperio Británico en el sudeste asiático. Aunque en algún momento pareció que volvería a prender, en el corazón de los súbditos abandonados a su suerte, se había extinguido para siempre.

 

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