Enigma 65

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Por Román Ceano

Este dia en que brilla el sol con la luna,
la flecha abandona el arco.
Conmigo están cien millones de almas,
el dia que la luna brilla,
y el sol brilla también.

-- General Tomoyuki Yamashita

LA CAIDA

Singapur era la verdadera joya del Imperio. No sólo su posesión inmueble más valiosa, sino también el símbolo de su vigencia. En la India, 250 años de ocupación apenas habían logrado rascar la superficie de una sociedad con su propia tradición milenaria. En cambio en Singapur el Imperio había llevado a una región casi virgen la semilla del mundo moderno. Allí había germinado y si ahora las raices llegaban hasta el Himalaya, sus ramas daban sombra a todo el hemisferio.

Fue fundada al término de las guerras napoleónicas para ser la capital de la enorme extensión de tierra virgen que la derrota de franceses y holandeses en Europa ponía a disposición de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Era un área varias veces mayor que Europa, limitando al oeste con el Virreinato británico de la India (el Raj), al norte con China y al este con las posesiones francesas en la costa de Vietnam.

Su fundación fue un acto plenamente imbuido de todos los valores de Occidente. Los empleados de la Compañía contemplaron cuidadosamente mapas de todas las escalas. Varias localizaciones prometedoras fueron visitadas para comprobar la profundidad de los puertos naturales, la naturaleza del fondo, las corrientes, la configuración del terreno situado más hacia el interior y la situación política de los reinos titulares.

La racionalidad dictó sentencia señalando una isla casi llana de unos 30 Km de anchura situada en la punta inferior de la península malaya. Estaba en el cruce de caminos entre dos continentes y dos océanos, el lugar más céntrico del hemisferio Oriental.

Un príncipe de Sumatra había tenido siglos antes la misma idea de fundar allí un puerto comercial. Lo había bautizado como Singh Pura -la Ciudad del León en sánscrito- tras haber visto una extraña bestia entre los matorrales. Cualquiera que fuera la naturaleza de la bestia, no había resultado un buen auspicio, porque el asentamiento había decaido hasta desaparecer completamente entre la maleza selvática. Tan sólo el nombre de la isla había persistido como un doble absurdo: ni había ciudad ni mucho menos leones.

Una pequeña aldea de pescadores locales era la única población autóctona cuando llegaron las fragatas inglesas. Desembarcaron y los infantes de Marina desfilaron con gran pompa al son de tambores y flautas. El oficial al mando traía un mensaje para el jefe de la aldea. El buen rey Jorge, monarca de Inglaterra, Gales, Irlanda y Escocia, emperador de la India y señor de todos los Dominios Británicos de Ultramar, quería nombrar al jefe de aquella aldea Sultán de toda la isla de Singapur para que reinara directamente en su nombre (es decir sin reportar al Sultán de Johore, que hasta entonces había sido el titular del territorio).

Tras una ceremonia a la altura de las circunstancias, establecieron con el nuevo dignatario un completo tratado por el que la Compañia y el gobierno de Su Majestad tendrían mano libre para urbanizar, poblar y gobernar la isla a su gusto. Salvas, toques de corneta, desfiles y el izado de la Union Jack consagraron la amistad perenne de aquel nuevo súbdito de la corona.

La refundación de Singapur resultó extraordinariamente exitosa. Declarada puerto franco, los comerciantes locales afluyeron a ella huyendo de los abusivos impuestos holandeses en los puertos más al sur y del capricho de los reyezuelos locales en los situados más al norte o en las islas.

El puerto y la ciudad crecieron a toda velocidad. Muy pronto dejó de ser un puerto dependiente de la India para despachar mercancías a Londres directamente, con el mismo rango que Bombay. Los piratas de los estrechos, endémicos por milenios, fueron exterminados rápidamente a cañonazos cuando intentaron reclamar su parte de la riqueza creciente. Toda la península Malaya, junto con Birmania y las zonas adyacentes, se convirtieron en un próspero "hinterland" de tremendo dinamismo económico

Al comenzar el siglo XX, Singapur era un de los principales puertos del mundo. Su enorme área de influencia era la región más próspera del Imperio Británico y a decir de muchos, la única que rentable desde un punto de vista económico. Los impuestos sobre el opio representaban, ellos solos, un ingreso superior al coste en guarniciones y funcionarios.

Toda esa riqueza se producía en el seno de una sociedad basada en la exclusión y el racismo, fruto de la unión de dos ideologías muy diferentes pero que habían resultado complementarias. Durante la conquista de la India, el clasismo feroz que portaban de su pais los invasores había entrado en contacto con la complicada estructura social autóctona.

De ese contacto había nacido toda una cosmovisión imperial con dos niveles de encuadramiento que se había aplicado en la colonización de Malasia. Cada individuo pertenecía a una etnia y ocupaba un lugar concreto en la estructura de ese grupo social. A su vez, en el segundo nivel, cada etnia ocupaba su lugar en el esquema general del Imperio. No era una posición aleatoria, sino que supuestamente respondía a las habilidades raciales y culturales que caracterizaban a cada etnia.

Los blancos se consideraban más organizados, más eficaces y sobre todo más mortíferos en la batalla. Así que los británicos ocuparon el rol de una clase guerrera dominante. Para afirmar su poder crearon una tradición militar en la que incluyeron todos los grupos étnicos considerados suficientemente feroces.

Justo debajo en la escala social estaban los llamados Chinos de Ultramar o Chinos de los Estrechos. Se trataba de inmigrantes de China que durante todo el siglo XIX habían ido afluyendo desde el norte en busca de oportunidades. Acostumbrados a los usos del comercio y adoctrinados en el confucianismo (que considera la sociedad una gran familia en la que cada uno ha de saber ocupar su puesto) prosperaron rápidamente en las ciudades malayas y birmanas bajo el dominio Imperial.

Tanto en las ciudades más administrativas -como Penang y Rangún- como en Kuala Lumpur, una ciudad de frontera verde que era el centro operativo de la economía de colonización de la selva virgen, sus barrios atestados de pequeñas tiendas crecían con nuevos aportes de inmigración desde China que eran acogidos con gran hospitalidad.

El carácter laborioso y emprendedor de los miembros de esa comunidad hizo que pronto fueran no sólo la urdimbre de las redes comerciales que recorrían la región, sino también osados inversores en las grandes oportunidades que la economía de frontera verde de la Península ofrecía. La evolución cultural diferenciada los fue distanciando poco a poco de la de las áreas rurales del sur de China de donde procedían, hasta configurar una especie de nación con sus propia idiosincrasia.

Su cultura era la síntesis de muchos opuestos. Mezclaban el refinamiento sutil con el pragmatismo, el holismo con el individualismo, el amor por la familia y la comunidad con la adoración por el enriquecimiento. Singapur era su capital y lo más parecido a una patria que tenían. Allí vivían las grandes familias de comerciantes, escindidas entre el orgullo por lo que habían creado y la nostalgia del antiguo Imperio del Centro, que ahora era tan sólo un recuerdo.

Una vez la industria del caucho se había sumado al té y la minería como fuente de riqueza, cientos de miles de indios de los estados de Kerala y de las regiones tamiles afluyeron masivamente para atender la necesidad creciente de mano de obra, formando un nuevo grupo social que guardaba un cierto parecido con el proletariado industrial.

En la parte más baja de la escala social estaban los campesinos malayos y birmanos. Se trataba de los pobladores autóctonos, que vivían de forma muy parecida a como lo habían hecho antes de la colonización aunque su productividad se había visto multiplicada por el uso de técnicas y herramientas modernas. Algunos de estos pueblos vivían ajenos a todo, en lo más profundo de la selva y dedicados a la agricultura itinerante.

En la fantasía británica, todos estos grupos y etnias eran como partes de un solo cuerpo, trabajando por el bien común. Quizás en algún momento del largo periodo de tiempo que separa al Neolítico de la Revolución Francesa, ese imperio habría sido viable a largo plazo. Pero el germen de la igualdad sembrado en las calles de París, estaba llegando a Oriente aunque fuera con 120 años de retraso.

Nuevas generaciones de élites autóctonas se habían familiarizado con las ideas modernas. Se preguntaban en voz alta por la justicia y equidad del intrincado esquema politico imperial que garantizaba siempre la última palabra a los funcionarios y comerciantes europeos.

Los inmigrantes hindúes, que habían traido a la Peninsula y a Birmania el resentimiento que se vivía en la India contra la dominación británica, no ocultaban su desdén por el estado de la cosas. Todos los grupos, pueblos, etnias, etc... comenzaron a pensar en términos nacionales, aunque no como bloques puesto que en su interior se debatía el triple dilema de escoger entre el fascismo, el comunismo o el sufragio universal.

Muy hacia al norte, un pueblo de tradición milenaria había hecho ya la elección. En Japón la copia del modelo europeo de nación había llevado a una emulación oriental de la Prusia de Bismark pero con el nuevo toque de desmesura que Mussolini y Hitler habían introducido a la política mundial. Cuando los alemanes habían invadido Polonia, Japón llevaba varios años intentando conquistar China a sangre y fuego.

Esta guerra tenía una dimensión continental y afectaba a cientos de millones de personas. Su onda expansiva alcanzó la parte del imperio británico que dependía de Singapur. Todos los individuos y grupos humanos reaccionaron de manera diferencial. Algunos vieron en Japón un ejemplo a seguir para quitarse de encima a los británicos; otros vieron en ellos un mero pretendiente oriental que quería crear su propio imperio.

Los japoneses no eran desconocidos en la región ya que poseían minas y fábricas. Los productos manufacturados japoneses -como herramientas para el campo, bicicletas, etc- eran muy apreciados por su precio y calidad. Incluso en algunas ciudades había colonias de japoneses. Cuando los Chinos de Ultramar comenzaron el boicot a sus productos como protesta a la invasión de China, una nueva tensión se sumó a todas las demás.

La actitud de Japón era muy proactiva. No se hacían ilusiones con respecto a los chinos pero consideraban el resto de grupos étnicos como aliados potenciales. Agentes secretos japoneses que operaban bajo la cobertura de misiones comerciales contactaron con las diferentes minorías bajo el yugo británico. Jóvenes estudiantes birmanos, thailandeses y malayos, fueron invitados a Japón para aprender tecnología, pero también para ver con sus propios ojos cómo los asiáticos podían regirse a si mismos.

Los servicios secretos británicos monitorizaban con temor las idas y venidas, que muchas veces culminaban con el paso a la clandestinidad de los nuevos activistas. Hacia el final de la década de los 30, toda la península Malaya hervía de conspiraciones y grupos secretos que se reunían en las trastiendas de las populares tabernas-teatro que ofrecían espectáculos musicales autóctonos y occidentates.

El mensaje se iba difundiendo de reunión en reunión. Para ser libre había que ser una nación y para ser una nación hacía falta un ejército. Los presentes se conjuraban para ser los primeros miembros del ejército que algún día liberaría su nación respectiva. Algunos suscitaban dudas sobre las intenciones japonesas aludiendo a la brutalidad que habían mostrado en China, pero mayoritariamente se veía la emergencia nipona como la promesa de una nueva época, lejos de la opresión de los ojos redondos.

Pero los japoneses no acababan de tener todo el éxito que se podría haber esperado. El complejo mosaico de etnias encontraba difícil actuar al unísono. Educados en la exclusión social por razas y clases sociales, desconfiaban unos de otros.

Los Chinos de Ultramar, horrorizados ante las atrocidades japonesas, tomaron partido sin dudarlo, aunque eso los hundió en una compleja reflexión sobre el futuro. ¿Debían seguir siendo súbditos del Imperio que había destruido China y la había postrado hasta el punto que no podía defenderse de Japón? ¿O acaso debían renegar de ese Imperio que les había dado una patria y un bienestar económico que ninguno de sus antepasados había soñado? ¿Eran ellos Chinos de los Estrechos o eran simplemente chinos?

Algunos jóvenes viajaban hasta Yunan, la región de China que controlaban los comunistas de Mao Tse Tung. Al volver traían relatos emocionados de la justicia y frugalidad que habían visto en contraste con la estrafalaria corte de vividores que Chiang Kai Chek mantenía con dinero occidental en Chungking, bajo el paraguas de los Tigres Voladores. Quizás había una forma de ser chino que no era ni decaer grotescamente ni someterse a los europeos.

Mientras todos los elementos de la pirámide social se agitaban incómodos, la élite británica vivía en su idílico paraíso tropical. Los orientales les veían disfrutar de la vida, visitados a menudo por celebridades mundiales que hacían la ruta de los hoteles. El Gran Oriente en Calcuta, el Strand en Rangún y el Oriente de Penang para terminar tomando una copa en el bar del Hotel Raffles en Singapur con sus pintorescos personajes sacados de una novela de Conrad. Allí se abrevaban los plantadores, comerciantes y oficiales que reinaban sobre los millones de asiáticos.

El Sureste de Asia estaba de moda y resultaba un exótico escape a las tristezas de la Gran Depresión. Singapur era una joya de modernidad con sus grandes edificios con aire acondicionado, su trafico de coches en espaciosas avenidas, su comercio que abarcaba rutas desde Australia hasta Londres y EEUU.

Para las clases medias y bajas del complejo multirracial había cines, teatros, parques de atracciones y desde luego todo tipo de burdeles. Para los blancos había lujosos clubs y campos de golf con jardines hechos de selva deliciosamente domesticada.

Atendidos por serviciales empleados de todas las razas, los blancos llevaban una vida confortable en una postal de plantas con grandes hojas y fragantes flores, contempladas desde elegantes pabellones de lona y madera tropical. El lugar ideal para creer que el cambio es imposible, que nada puede romper el lento paso de las estaciones. Que todas las señales de peligro que reunía el servicio secreto eran sólo ensueños que se llevarían las lluvias de monzón.

Y señales no faltaban. La convicción en la imposibilidad de descrifrar Enigma había hecho que durante gran parte de los años 30, una gran parte del esfuerzo británico para descifrar se volcara en los códigos japoneses. En la creencia absurda de que su idioma les protegía, éstos eran al principio muy rudimentarios y podían ser leidos sin ningún esfuerzo especial.

Tan sólo el tráfico diplómatico, cifrado con la llamada máquina Tipo B, se resistía a los esfuerzos del equipo de Hugh Foss, el primer criptoanalista inglés que había examinado una máquina Enigma antes de pasar el testigo a Knox. Foss era un genio y es probable que hubiera terminado por hallar un camino para descifrar la Tipo B, pero no hizo falta.

A finales de 1940, había tenido lugar un encuentro ultrasecreto entre el SIS inglés y unos oficiales estadounidenses que habían visitado las islas. Los americanos querían colaborar y traían un tesoro. Les contaron a los ingleses que habían logrado romper el cifrado de la máquina Tipo B japonesa. Hicieron entrega de un aparato que llamaban Púrpura, que permitía descifrarla con toda facilidad. Los ingleses a cambio les dieron un modelo en papel de la máquina Enigma y les desearon suerte, ocultando que ellos estaban leyendo regularmente la máquina alemana.

Con su nuevo juguete, que les había salido bien barato, los ingleses pudieron leer todas las comunicaciones de los embajadores japoneses en Europa con Tokio y viceversa desde enero de 1941. Los mensajes del embajador en Berlín resultaban especialmente sabrosos. Los alemanes querían que Japón atacara a la URSS por la retaguardia. Los japoneses, que guardaban muy mal recuerdo de las estepas mogolas, sugerían que quizás sería mejor ir por pasos y primero destruir Inglaterra. Esa primavera, los alemanes podían intentar el cruce del canal otra vez, mientras los japoneses se apoderaban del Asia Británica.

Pocos dias antes de la invasión alemana de Rusia, el embajador japonés en Berlín comunicó a Tokio que Hitler estaba decidido a realizarla de forma inminente. El 4 de Julio, con la invasión de la URSS en marcha, Tokio comunicó al mismo embajador en Berlín que la decisión de ir "hacia el sur" estaba tomada. Hitler recibió al embajador y luego éste envió un mensaje en el que explicaba que el canciller alemán estaba muy enfadado por la pasividad japonesa y exigía acción a sus aliados.

Por si no quedara claro, al poco tiempo se obtuvo una evidencia aún mayor de los planes japoneses. En una serie de mensajes descifrados, los alemanes preguntaban si Japón estaría dispuesto a alquilar sus acorazados para ser usados en el Atlántico y qué pediría a cambio. Los japoneses pidieron disponer de la tecnología alemana de tanques y aviones pero no a cambio de los barcos sino de alguna otra cosa. Finalmente se pusieron de acuerdo en que la empresa Junkers montaría una fábrica en Japón que sería pagada con "caucho de la Península Malaya". Para preparar la invasión, los alemanes obligaron al gobierno de Vichy a dejar que los japoneses ocuparan Vietnam y el Asia Francesa.

En Singapur, en la zona de Kranji, había una estación de escucha británica que monitorizaba todo tipo de mensajes. Algunas operadoras de las estaciones que servían a BP fueron enviadas tras recibir un curso intensivo de japonés. Al término del curso, aunque no entendían esa lengua, eran capaces de transcribir morse. Gracias a los desciframientos y al análisis de tráfico, podían mantener bajo control todo el dispositivo militar japonés. Con toda claridad vieron el acopio de fuerzas que se retiraban de China para preparar la invasión "hacia el sur". Como parte de la preparación, la flota nipona adelantó dos meses la fecha de su puesta a punto anual.

Gracias a Púrpura, obtuvieron tres señales inequívocas más. En primer lugar se enteraron que el cónsul en Singapur estaba montando una red de observación metereológica que reportara sobre el tiempo local en cada punto de la Península Malaya. Después supieron que los cónsules japoneses en varias de esas ciudades recibían órdenes de irse de ellas discretamente a mediados de otoño. Finalmente, pudieron ver múltiples detalles de los preparativos para la subversión tras las líneas que los japoneses coordinaban con los nacionalistas locales.

Si pudiera haber quedado alguna duda, debería haber desaparecido cuando se interceptó un mensaje al embajador japonés en Londres en que se le ordenaba que en caso de recibir las palabras clave "Viento del oeste, buen tiempo" quemara todo el material confidencial, ya que significaría que Japón estaba en guerra con Inglaterra y la embajada podía ser asaltada.

Poco después, el ministro de asuntos exteriores de Japón contestaría con un hayku a las preguntas sobre las intenciones últimas de su país : "Cuando sopla el viento en Occidente, caen las hojas en Oriente ". No hacía falta ser Knox, Turing o Foss para descifrarlo. "El viento en Occidente" era la guerra europea y "las hojas" que iban a caer eran los imperios blancos en Asia. El embajador en Londres estaba confuso: ¿era ése el viento en cuestión o debía esperar otro mensaje?. Le confirmaron que debía esperar.

 

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