Enigma 64

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Por Román Ceano

Gracias al voluntarismo y capacidad de sacrificio de los criptoanalistas, y a pesar de la insuficiencia de recursos, el Cobertizo 4 había convertido la campaña de 1941 en un fracaso para los alemanes. Muchas "manadas de lobos" habían esperado en vano a convoyes que estaban casi a la vista, los barcos de apoyo habían sufrido una epidemia de encuentros casuales y los barcos corsarios (que operaban con bandera neutral para acercarse a sus víctimas) no habían corrido mejor suerte. Durante el otoño la cosa había ido a peor y los encuentros fortuitos habían empezado a producirse en los puntos de encuentro afectando a varios navíos a la vez.

Por ejemplo, cuando dos submarinos habían concertado una cita frente a una pequeña playa en una de las islas de Cabo Verde para intercambiar torpedos y un tripulante enfermo, un submarino inglés se había presentado de pronto. Aunque no había logrado hundir a ninguno de los dos, tras varias maniobras fallidas en la oscuridad había chocado con uno antes de perderlo de vista. La probabilidad de que un submarino inglés estuviera en la misma playa de la cita a la hora exacta era infinitesimal.

Donitz era un ignorante en temas de criptografía pero era un marino inteligente y experimentado. Ordenó varias investigaciones, en las que se estudiaron todos los incidentes buscando eventuales capturas de documentos así como episodios inexplicables por el mero azar. También fueron repasados atentamente los mensajes de la Marina inglesa, que eran descifrados con regularidad por los alemanes.

Los informes de los expertos fueron mayoritariamente negativos y la torpeza inglesa en algunos encuentros (como el de Cabo Verde) fue aducida como prueba de que la Enigma naval seguía siendo inexpugnable. Donitz no quedó nada convencido y presionó para que el sistema fuera cambiado. La ignorancia jugó a su favor ya que no entendía la dificultad y por tanto la acumulación de casualidades misteriosas le lanzaba un mensaje inequívoco.

El 18 de Noviembre, los ingleses lanzaron una nueva ofensiva para liberar Tobruk. Esta vez se había preparado cuidadosamente con cientos de tanques y tropas recién llegadas de la India. Al principio avanzó a toda velocidad esquivando las posiciones enemigas pero poco a poco se fue enganchando. Los italianos por primera vez desde su derrota catastrófica en Beda Fomm un año antes, resistieron organizadamente en posiciones fortificadas. Las unidades acorazadas alemanas maniobraban entre estas posiciones causando pérdidas enormes a los ingleses hasta que éstos casi se detuvieron.

Entonces Rommel intentó su maniobra favorita de flanquear penetrando en el desierto. Sin embargo cuando alcanzó la retaguardia inglesa encontró varias divisiones de infantería atrincheradas y armadas con cañones antitanque. Por su parte la vanguardia inglesa, libre de presión tras la maniobra alemana, retomó su avance. El Afrika Corps reanduvo el camino deshaciendo la maniobra envolvente, pero no pudo volver a detener a los ingleses.

Tras amargas discusiones con los italianos -que no querían retirarse- y con Kesselring, que era el nuevo comandante de la Zona Sur que se hacía eco de las demandas de Hitler de mantener la posición, Rommel impuso su decisión y con su habitual celeridad condujo al ejército hasta Mersa, abandonando toda la Cirenaica. Los ingleses le siguieron torpemente hasta que se estrellaron contra las nuevas posiciones alemanas y la batalla se detuvo en el mismo lugar en que Rommel la había iniciado meses antes, tras tomar el mando del Afrika Corps. Tobruk había sido liberado y los ingleses habían logrado imponer su superioridad numérica aunque a un coste enorme.

En el escenario principal de la guerra, en Rusia, las previsiones de Churchill empezaban a cumplirse. El gobierno bolchevique no se había hundido. La brutalidad inmisericorde, los asesinatos en masa y el sometimiento a la esclavitud de los supervivientes, parte del libreto demencial que estaban ejectuando los nazis, hizo que la población -incluso los que habían saludado la invasión como una liberación- se unieran en la lucha por la supervivencia. No sólo las líneas de abastecimiento empezaban a estar amenazadas por guerrilleros, sino que en Moscú medio millón de civiles trabajaban en la construcción de un anillo fortificado.

Stalin desde el Kremlin emulaba al primer ministro británico durante la Batalla de Inglaterra. A pesar de la cercanía de los alemanes -que estaban a sólo 40 Km de la Plaza Roja- declaró que no se movería de allí y que la hora de la victoria se acercaba. La mayor parte de las decenas de ejércitos rusos que habían entrado en combate hasta entonces ya no existían (un millón y medio de bajas) pero las unidades reclutadas más allá de los Urales fluían hacia el frente a un ritmo incontenible.

Las fábricas de tanques (que habían trabajado en turnos triples desde junio, al igual que habían hecho las fabricas inglesas de aviones el verano anterior), producían tanques pesados T-34 mucho más deprisa de lo que los alemanes podían destruirlos, con lo que ya no eran posibles los embolsamientos y las maniobras de largo alcance sin oposición.

Al empezar el otoño, las lluvias habían convertido en un barrizal los caminos, tal como sucedía cada año desde tiempo inmemorial. Ese barro había sido para Napoleón la contrapartida siniestra al Sol de Austerlitz y ahora, a pesar del motor de explosión y la ingeniería del acero, seguía siendo un factor militar de primer orden. La respuesta de repertorio para un invasor de Rusia atrapado por él, es esperar a que empiecen las heladas y con ellas los caminos vuelvan a ser practicables. Sin embargo, cuando esto sucedió los alemanes se dieron cuenta que el clima era mucho peor de lo que podían imaginar. Sin estar equipados adecuadamente, los soldados y los equipos perdían toda su efectividad bajo los vientos árticos que recorrían las llanuras rusas sin obstáculos.

Cada año se había conmemorado el triunfo de la revolución soviética con un desfile en la Plaza Roja. A pesar de la amenaza de los bombardeos alemanes, se decidió que ese año también se celebrase. Mientras los jerarcas soviéticos, encabezados en la tribuna por un sonriente Stalin, miraban con un ojo a las tropas que desfilaban ante ellos y con otro al cielo, varias divisiones que acababan de llegar de Siberia cruzaron la plaza y se dirigieron al frente.

Eran soldados veteranos, que habían estado bajo el mando del general Zhukov, que ahora era el jefe de Estado Mayor de Stalin. Con él habían infligido tres años antes una gran derrota a los japoneses en la batalla del Lago Amarillo, en Mongolia, en la que habían puesto fin de un solo golpe a la amenaza de invasión nipona desde China. No venían a reforzar la defensa sino a contratacar. Pocos días después los alemanes empezaban a retirarse y no lo hicieron a mucha más distancia porque Hitler se negó. Varios generales alemanes dimitieron en señal de protesta.

El 7 de diciembre de 1941, Churchill estaba en la residencia campestre del Primer Ministro con el embajador americano y el enviado especial del presidente Averell Harriman, con quien también había compartido mesa la noche anterior al hundimiento del Hood por el Bismarck.

Al terminar la cena, puso en marcha una radio para escuchar el boletín de la BBC. Tras las últimas noticias del frente ruso venía un télex de última hora. Aviones japoneses habían atacado la flota americana en Hawai. Al oir esto ordenó de forma inmediata que se le pusiera en comunicación telefónica con el presidente Roosevelt. "Sr. Presidente, ¿qué es eso de Japón?". "Es verdad. Nos han atacado. Ahora todos estamos en el mismo barco". Acordaron que el Primer Ministro viajaría a la semana siguiente a Washington para planear el futuro.

En ese momento Churchill reaccionó con la sobriedad y serenidad del personaje público. Sin embargo, cuando unos días más tarde Hitler recogió el guante y declaró la guerra a los EEUU, algo se le rompió dentro y demostró lo que habían sido para él los 18 meses que llevaba como Primer Ministro, cargando sobre sus espaldas la moral de todo el país y simulando que sabía algo que nadie más sabía y que garantizaba la victoria.

Al serle comunicada la noticia, testigos presenciales le vieron llorar de alegría desconsoladamente mientras exclamaba con la voz rota por un entusiasmo delirante "¡Ahora sí! ¡lo hemos conseguido! ¡hemos ganado la guerra!". Su estrategia había triunfado y el Nuevo Mundo acudiría por fin a socorrer al viejo. Diversos historiadores, tanto críticos como favorables a su persona, han examinado en repetidas ocasiones los testimonios de sus más allegados, y aunque es un episodio que se omite sistemáticamente en las crónicas, está probado que esa noche Churchill se emborrachó.

 
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