Enigma 43

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Por Román Ceano

Mientras se planificaba la logística de la Columna BQ, el Cobertizo 3 seguía acumulando evidencias ominosas. Los alemanes estaban preparando la ocupación y dividían el país en sectores y zonas, asignando las unidades de las SS que llevarían a término la represión en cada lugar. Establecían cuidadosamente los puntos de concentración para los 250.000 hombres, de entre 20 y 35 años, que tenían previsto trasladar a Alemania para trabajar como esclavos en las minas y fábricas. Confeccionaban listas de las obras de arte que debían ser confiscadas. También habían elaborado una lista de instituciones y personas que debían ser neutralizadas con toda prontitud...

Entre los que figuraban se encontraba la flor y nata de la sociedad inglesa. Muchos de ellos, discretamente advertidos, hicieron acopio de pastillas de cianuro o engrasaron sus pistolas para la eventualidad. Una señora a quien le filtraron la lista, al ver los nombres que había en ella, llamó a su marido para decirle: "Querido, no puedes ni imaginarte junto a qué grupo tan selecto de personalidades nos quieren matar". Los alemanes habían sin embargo excluido a todos aquellos que se habían opuesto mínimamente a la guerra y sobre éstos cayó un estigma de vergüenza, en la mayoría de casos injusto.

Churchill, por su parte, llevó a un grupo de miembros del gabinete a un campo de tiro y les instruyó durante un día entero sobre el uso de las diferentes armas, realizando una demostración de su puntería, que aunque destacable no era extraordinaria. Algunos nunca habían disparado y quedaron horrorizados ante la brutalidad de las detalladas explicaciones sobre "las diferentes formas de liquidar a un Huno". Después fueron a visitar una playa y cuando el comandante pidió que le enviaran munición para prácticas, porque sólo tenía seis obuses para su cañón antitanque, Churchill le contestó que dijera a sus hombres que cuando llegara el momento debían esperar a que los tanques se acercaran y disparar a bocajarro, para que no se notara la falta de práctica.

Pero aunque a primera vista los tonos que pintaban el futuro eran muy oscuros, el análisis atento del contexto de los mensajes de Enigma revelaba que los alemanes tenían dudas y no se comportaban con la fría profesionalidad que había precedido las campañas anteriores. La operación "León Marino" no estaba definida con la precisión del asalto a Noruega, la conquista de Polonia o el gambito sobre Francia. En algunos mensajes se expresaban dudas -que parecían proceder de la Marina alemana- sobre las consecuencias de intentar cruzar el Canal con aquella flota de mercantes y barcazas, muchas de ellas sin motor y que por tanto debían ser remolcadas. Los expertos insistían en que tal cruce debía hacerse teniendo el dominio total del aire y una vez tanto las defensas costeras como la moral inglesa estuviesen muy debilitadas. El ejército por el contrario era partidario de un cruce sorpresa, en la seguridad de que podrían tomar los puertos y prevalecer hasta que fuesen reforzados, bien por mar o bien por un puente aéreo.

La única persona que tenía mando sobre todas las armas era Hitler, que carecía de la preparación militar para organizar la coordinación necesaria. Las campañas anteriores habían sido preparadas detalladamente por concienzudos comités, pero esta vez, cuando abrió la carpeta correspondiente, sólo encontró algunos esbozos preparados en 1938, cuando la invasión de Inglaterra no era más que una lejana posibilidad y por tanto lo mejor de su inteligencia estratégica se concentraba en la guerra continental. Faltos de un plan director, en lo único que coincidían la Marina y el ejército en sus largos alegatos a Hitler, descifrados por Enigma, era en que la iniciativa debía partir de la aviación alemana, sin la cual ni el cruce en fuerza ni la aventura relámpago tenían ninguna posibilidad.

Frente a esta evidencia chocaba el amateurismo del mando de la flota aérea alemana. El Mariscal Goering, antiguo compañero del Barón Von Richstoffen en el Circo Volador durante la Gran Guerra, dirigía la incipiente batalla de una forma errática e histriónica. En lugar de instalarse cerca de los aeropuertos para estar en contacto diario con sus oficiales, vivía en su enorme su mansión en Alemania, servida por criados disfrazados de pajes del Gran Turco. Las salas estaban profusamente decoradas con obras de arte robadas a particulares y museos de toda Europa. Las reuniones a las que debía asistir se realizaban en medio de extravagantes banquetes, regados con polvorientas botellas saqueadas a punta de bayoneta de las más ilustres bodegas de los châteaus franceses.

En Bletchley Park se leían con regocijo los comunicados que enviaba diariamente desde su residencia a los oficiales al mando en los aeropuertos. Siempre hablaban de las cosas más absurdas, como la falta de marcialidad de la mayoría de pilotos o la suciedad de los uniformes de aquellos a los que imponía medallas. Era tan meticuloso que estos mensajes revelaban toda la distribución de los escuadrones alemanes por aeropuertos, puesto que todo el mundo estaba o sucio o limpio y por tanto todos acababan saliendo en los informes.

Goering consideraba que la fuerza aérea alemana era invencible y que por tanto Inglaterra se rendiría antes o después. En Polonia, Noruega y Francia, el Estado Mayor le había pasado una lista de objetivos y cronogramas como parte del plan general. Ahora nadie le daba ninguna directiva y él aleccionaba a sus subordinados para que atacasen blancos fáciles, como convoyes en el canal de la Mancha o los puertos justo al otro lado, para poder publicar listas de operaciones exitosas.

Así fueron pasando las semanas de Julio. Churchill estaba ansioso por combatir. Su concepto de la guerra le hacía pensar que era necesario mantener la posesión del aire sobre el Canal, tal como la infantería ligera tomaba el terreno frente a los batallones de línea. Por ello obligaba a los cazas a patrullarlo, escoltando los convoyes y entablando combate en todas las situaciones. Esto provocaba grandes pérdidas de aviones, que aunque no le preocupaban porque no creía en las estimaciones alarmistas de BP sobre la fuerza alemana, le causaban una cierta inquietud, porque le sugerían que las cosas no iban bien.

Pero mientras Goering y Churchill no sabían qué hacer exactamente a continuación, había una persona que tenía las ideas muy claras y llevaba años preparándose para el caso concreto que ahora se planteaba. Era Sir Hugh Dowding, comandante de la Defensa Aérea y responsable por tanto del Mando de Caza.

 

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