Enigma 42

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Por Román Ceano

En Bletchley, la mayoría de personas sólo conocían el desarrollo de la batalla de Francia por los boletines de la BBC. Aunque desdibujado por la censura, el cuadro que emergía del viejo receptor del salón era inquietante. Sumándole las caras de los responsables del análisis, se obtenía un resultado claro y desolador. Francia se derrumbaba y la batalla terminaría con su derrota completa. Entre los oyentes más asiduos había un grupo de oficiales de enlace franceses. Su creciente desesperación, y sobre todo la forma en que dejaban que trasluciera, chocaban mucho a los ingleses. La noche que cayó París, durante la cena previa a la guardia de medianoche, varios se pusieron a llorar. Los ingleses les miraron consternados unos momentos, pero luego siguieron cenando de forma enérgica. Tenían por delante un turno de guardia y no era el momento de entretenerse en emocionalidades...

El 10 de Julio el cobertizo 6 descifró un mensaje que, cuando fue traducido en el cobertizo 3, hizo fruncir el ceño de todos los que lo leían. Era una comunicación rutinaria de la red Roja, la que usaban los oficiales de enlace de la aviación, que viajaban con las tropas terrestres de primera línea para dirigir el apoyo aéreo de los Stukas. El mensaje informaba sobre la distribución de mapas de carreteras. Eran mapas de carreteras de la zona oriental de Inglaterra, la más cercana a la costa del Canal de la Mancha.

En las dos semanas siguientes, mezclados con la planificación de la ocupación y saqueo de la Europa continental, se fueron recopilando cientos de mensajes relacionados con una operación que absorbía cada vez más recursos de la logística alemana. Largas pistas de aterrizaje y despegue para bombarderos pesados se establecían y aprovisionaban en el interior de Francia y Bélgica, mientras otras más pequeñas se situaban cerca de la costa para los cazas. Se realizaban obras cerca de los puertos, instalando campamentos para la infantería y las unidades acorazadas.

Estos puertos habían sido confiscados y eran reformados a toda prisa. Cargueros de todos los tamaños se abarloaban en sus muelles, protegidos por globos cautivos y artillería antiaérea. Barcazas traídas de todos los ríos de Europa eran trasladadas hacia el mar. Se hacían planes para bloquear con minas los dos extremos del Canal. La minuciosidad alemana y su ignorancia de la debilidad de Enigma, revelaban a la audiencia secreta de Bletchley Park todos los detalles de la operación, que los mensajes denominaban "León Marino", y que no era otra que el asalto a la isla. Los antecedentes de Polonia, Noruega, Holanda y Bélgica-Francia fueron estudiados una vez más con frenesí.

Durante la invasión de Noruega, los alemanes habían tomado el aropuerto de Oslo al asalto mediante paracaidistas. A continuación, éstos lo habían vuelto a poner en servicio, permitiendo el aterrizaje de un puente aéreo continuo que había transportado una gran fuerza, que atacó la ciudad desde la retaguardia tras el fracaso del intento de desembarco. En Holanda los paracaidistas habían ocupado los puentes y los habían mantenido hasta la llegada de las unidades acorazadas. En Bélgica habían logrado una victoria legendaria contra el famoso fuerte que cubría la confluencia del canal Príncipe Alberto con el río Mosa. Estos "soldados voladores" capturaban la imaginación de todos y causaban auténtico terror, tanto a los militares como a la gente en general.

Para vigilar el territorio se formaron unidades de civiles voluntarios. Aunque no se esperaba que resistiesen mucho tiempo contra los paracaidistas alemanes, por lo menos debían evitar la sorpresa y estorbarles hasta que llegasen las unidades del ejército regular. Se trataba de personas no aptas para el servicio, normalmente por causa de la edad. Un tercio de los movilizados eran veteranos de la Gran Guerra, muchos de los cuales no podían reprimir la emoción y la angustia al empuñar de nuevo el fusil para enfrentarse a la negra incertidumbre de la batalla.

Estos grupos de irregulares patrullaban campos y bosques que conocían bien. Sin embargo, presas de estados de ánimo que alternaban la euforia con el pánico, provocaron muchos incidentes, sobre todo durante las noches, que eran muy oscuras ya que estaba prohibido encender luces que pudieran guiar al enemigo. Los tiroteos nocturnos, producto de malentendidos y falsas alarmas, crearon un ambiente de histeria en el que no era raro que sucediese algún accidente mortal cada dos o tres días. Especialmente peligroso era circular cuando había rumores de paracaidistas difrazados de civiles ingleses.

Una mañana, una unidad mixta del ejército y las milicias se presentó en Bletchley Park para organizar un grupo que pudiera proteger la mansión y sus alrededores. Los soldados tenían un aspecto razonablemente marcial, pero los miembros de la milicia parecían una partida de bandoleros. Algunos eran exiliados de países europeos, vestidos con viejos uniformes de unidades diferentes. Como los alemanes habían denunciado en la prensa internacional estas milicias como contrarias a la Convención de Ginebra (que impide armar a civiles y permite su fusilamiento inmediato en caso de captura con armas), se había procurado que todo el mundo vistiese algún uniforme. El ejército había suministrado algunos excedentes, que en su mayoría eran tallas imposibles o piezas con grandes taras. Los que ni siquiera tenían eso se habían procurado ropa de campo. Para unificar los atuendos y garantizarles a todos tratamiento de soldados, llevaban unas bandas en el brazo derecho. Las armas eran una mezcla heterogénea de fusiles canadienses rechazados y escopetas de caza, y algunos incluso enarbolaban garrotes, a la espera de conseguir algo mejor, probablemente de un compañero caído.

La respuesta de los criptoanalistas fue entusiasta y pronto se formó una pequeña unidad en la que se entrenaban los que no estaban de turno. Turing fue uno de los que primero se apuntó. Escuchó las explicaciones sobre el uso y mantenimiento del fusil con su característica concentración extrema. Después realizó movimientos sobre el césped, como lanzarse al suelo y correr agachado con el arma en ristre. Era un gran atleta y aprendió pronto los gestos estereotipados que le enseñaron. Finalmente, practicó la puntería obsesivamente durante días, hasta que estuvo seguro de que no fallaría a una distancia razonable. Entonces súbitamente se levantó y entregó su fusil al oficial al mando. Le dijo : "Ya sé hacer todo lo que hace falta. Renuncio a seguir en la milicia". El oficial le contestó que al enrolarse había firmado estar sometido a disciplina militar hasta que fuera liberado. Turing le miró y con cara muy seria le indicó que debía volver a mirar el documento porque él "no había firmado esa parte". Cuando el oficial lo comprobó, se encontró con que Turing había tachado y enmendado el documento antes de firmarlo.

Entrenarse para la guerra hizo a Turing darse cuenta de la situación y preguntarse qué pasaría en el futuro. Un compañero le dijo que había cambiado todo su dinero por lingotes de plata para eludir la devaluación de la Libra contra el Marco, que los alemanes forzarían tras la invasión, como habían hecho con el Franco para poder saquear el país. A Turing le gustó la idea, pero quiso llevarla aún más allá y en lugar de depositar los lingotes en el banco, los enterró en el bosque, apuntando el lugar con un sistema de cifrado que inventó para la ocasión. Una vez tranquilo respecto a su capital, empezó a rumiar un plan para comprar una maleta enorme y llenarla de maquinillas de afeitar. Decía que en caso de apuro las vendería por las esquinas para sobrevivir, porque había observado que a los alemanes les gustaba ir muy bien afeitados.

Menzies y Denniston también se preparaban para lo peor. Hicieron venir cuatro autobuses de Londres -que aparcaron cerca de la mansión- y publicaron una lista de personal imprescindible. A los que estaban en la lista se les se entregó un salvoconducto especial con su foto. En caso de que el enemigo se acercara, todos ellos debían subir a los autobuses para evacuar la mansión. Los autobuses no causaron muy buena impresión a los criptoanalistas. Eran muy viejos y alguien señaló que gastaban tanto combustible que no llegarían lejos, a menos que se consiguiera un camión cisterna para escoltarlos. Diana Rusell Clark, una joven aristócrata que había traído su coche particular -un Bentley último modelo- lo ofreció para el convoy, al igual que hicieron otros. Con esta variopinta mezcla de vehículos se organizó la llamada Columna BQ, que si todo iba definitivamente mal, debería embarcarse hacia Canadá desde algún puerto de Escocia.

Aquellos que no estaban incluidos en la evacuación se lo tomaron a la tremenda, y mirando la expresión de cada persona en el comedor el día que se hizo pública la lista, se podía saber a qué grupo pertenecía. Sin embargo, pronto el humor negro hizo su aparición y algunos de los que se quedarían dijeron a los que se iban que no debían preocuparse por dejarlos atrás, ya que gracias a que casi todos sabían alemán, seguramente encontrarían buen acomodo en la nueva administración.

 

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