Enigma 40

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Por Román Ceano

En Dunkerke estaba anocheciendo, y varios destructores comunicaron que abandonaban la posición para regresar a Inglaterra, porque las tropas reembarcadas llenaban completamente sus cubiertas, puentes y bodegas. En la playa, las multitudes habían sido organizadas para construir pasarelas que fueran hasta donde se perdía pie, arrastrando camiones y poniendo planchas sobre ellos. Una gran cantidad de pequeñas embarcaciones civiles había cruzado el canal para llevar a los soldados desde estos muelles improvisados hasta los destructores, en una rutina cada vez más sistemática que podía llenarlos en pocas horas...

En el puerto, al que los barcos no querían entrar porque allí eran presa fácil de los Stukas, la Marina inglesa había establecido otro procedimiento muy efectivo. Los barcos se ponían al pairo junto al larguísimo rompeolas, luchando contra la marea y el oleaje. Los soldados lo recorrían a la carrera y abordaban los destructores, saltando a las cubiertas que eran más bajas que el rompeolas. Era tan estrecho que ni siquiera los Stukas conseguían acertarle, y aunque recorrerlo significaba una mojadina segura por las bombas que explotaban justo al lado, la probabilidad de llegar vivo a los barcos era muy alta. Los soldados que saltaban a bordo después de recorrer el rompeolas encontraban un ambiente extrañamente frío, mientras las tripulaciones realizaban todas las maniobras sin la más leve muestra de precipitación. No era la primera vez que la Marina inglesa estaba bajo el fuego, y aunque sí era la primera vez para aquellas tripulaciones, no estaban dispuestos a que hubiera diferencia.

Si los Stukas o los bombarderos pesados empezaban a hostigar a los barcos, éstos se alejaban a toda velocidad y volvían en cuanto escampaba. Aunque era un procedimiento muy peligroso para los barcos, éstos se llenaban aún más deprisa que frente a la playa, por lo que muchos capitanes lo preferían.

El amanecer siguiente encontró a los ingleses en pleno trabajo. Durante la noche, la alarma se había producido en los puertos ingleses, cuando los cruceros que llegaban descargaron decenas de miles de soldados que quedaron vagando por las calles, antes de volver a la costa francesa a todo motor. Ante el temor de un ataque aéreo sobre aquella multitud desarmada, se organizaron convoyes de trenes, que los dispersaban a gran distancia. Por la tarde estaba claro que los trenes debían actuar como lanzadera, ya que los pueblos de la costa volvían a estar llenos y se debía repetir toda la operación.

Al anochecer el Estado Mayor inglés se dio cuenta de que aquella maquinaria salvaría a cientos de miles si podía mantenerse en funcionamiento unos pocos días. Churchill recibió la noticia como una señal del Destino. Ahora todo parecía encajar y el escriba loco que tejía su historia por fin se decidía a seguir un hilo principal. Y lo hacía con un tema y un género que le eran propicios: la guerra y el drama épico.

Pero en las playas de Dunkerke el sentimiento de los soldados no era tan jubiloso. Aparte del bombardeo constante de artillería y de la presión de los alemanes sobre la bolsa, los soldados también estaban pendientes del cielo sobre sus cabezas. A veces, eran alemanes que se ponían a bombardear en picado; otras, eran ingleses, que si no veían alemanes se iban, y en las raras ocasiones en que coincidían se entablaba una furiosa pero breve batalla.

Los ingleses no podían con los cazas alemanes M-109, que aunque no eran mejores técnicamente, estaban pilotados por veteranos que habían afilado sus tácticas sobre Polonia. En cambio los Stukas eran un blanco fácil cuando intentaban ganar altura, al salir del picado después de soltar las bombas. Iban tan lentos que apenas podían girar -como un águila que ha cogido una presa demasiado grande- y se los podía enfilar para acribillarlos sin que se apartaran. Esta táctica no caía nada bien en tierra, porque implicaba esperar a que los aviones terminaran antes de atacarlos.

Pero en un golpe final de suerte, el mal tiempo y el humo del gigantesco incendio de los tanques de combustible junto al puerto dificultaron hasta tal punto la tarea de la aviación alemana que, durante cuatro días más, los habitantes de los puertos de Kent vieron llegar a 250.000 ingleses y 150.000 franceses (que eran reembarcados hacia Francia más al sur). Aunque la mayoría se iba rápidamente con los trenes, los pubs se llenaron de soldados que eran invitados por la parroquia mientras maldecían a su jefes, a los aliados de Inglaterra y a “los niños bonitos de la RAF”, que estaban demasiado ocupados “con sus fiestas de graduación para ir a echar una mano en Dunkerke”.

El jueves, Churchill se dirigió al parlamento reunido en pleno. Empezó manifestando su alegría por ver a tantos que se daban por muertos regresar a sus casas. Pero el júbilo no debía cegar a nadie: lo que acababa de suceder era un desastre colosal. No era con retiradas como se ganaban las guerras. La batalla había terminado con una tremenda derrota y era tan inútil lamentarse como ocultarlo. Ahora Inglaterra sería el siguiente objetivo de los alemanes.

A continuación diseccionó durante una hora la relación de fuerzas. “El núcleo del ejército inglés” se había salvado en Dunquerke, por lo que ahora los alemanes deberían luchar para conquistar Inglaterra. Para hacerlo “con seguridad de prevalecer”, necesitarían por lo menos 600.000 hombres, en lugar de los 60.000 que habrían bastado una semana antes. Hacer cruzar el Canal a una fuerza de esa magnitud con sus pertrechos requería un dominio del mar que los alemanes no tenían. Aún en caso de que un tal ejército lograse desembarcar, no podrían abastecerlo para luchar 24 horas al día, “que es el tiempo que les vamos a obligar a luchar si desean sobrevivir en la isla”. Para completar el cuadro, hizo una evaluación muy optimista de las posibilidades de la aviación inglesa para mantener a raya a la alemana. Aludió con acentos épicos a “esos jóvenes que tienen una oportunidad como no se ofrecía a nadie desde los tiempos del rey Arturo y sus caballeros” para “luchar con todo el poder de destrucción de esas terribles máquinas”. No dijo que hasta ese momento la aviación inglesa había salido derrotada de todos los encuentros con la alemana, ni que desde el aire se podía destruir, no sólo toda la flota inglesa para asegurar el cruce del Canal, sino la propia isla.

Después de decir en tono distendido que él consideraba francamente más seguro estar en el bando inglés, lanzó un vibrante crescendo: “Lucharemos en las playas, lucharemos en las colinas, lucharemos en las calles,...” en el que nombraba la palabra “...lucharemos..” más de diez veces. Terminó con su nueva idea de que “... en caso que una parte o toda la isla sea ocupada, seguiremos luchando hasta que el Nuevo Mundo se una a nuestra causa”, aludiendo de forma velada a los EE.UU., que eran en efecto su única esperanza, pero que ya se habían negado a ayudar en nada todas las veces que se les había preguntado. Fue un discurso en el que Churchill embarcó finalmente a todas las fuerzas vivas inglesas en su grandiosa odisea. Sintiendo como el viento de la Historia soplaba a su alrededor, hasta los más descreídos y curtidos políticos se estremecieron. Cuando abandonaba el parlamento, tras recibir una larguísima ovación rugiente con todos los diputados puestos en pie y arrojando al aire sombreros y papeles, se le acercó un diputado laborista todavía en trance que le dijo : “Eso ha valido por diez mil cañones”.

Churchill viajaría una vez más a Francia el 10 de Junio de 1940. Después de atravesar una horrísona tormenta sobre el Canal, aterrizó en un aeropuerto semidestruido y su avión carreteó por entre los cráteres de las bombas. Nadie le esperaba y tuvo que pedir personalmente un coche a la sorprendida guarnición. Con él se dirigió a Tours, capital del Loira, donde se había refugiado el gobierno francés huyendo de Paris.

Después de que casi todo su ejército fuera destruido en la bolsa de Bélgica, los franceses habían formado una línea sobre el Somme, que había sido sobrepasada por los alemanes, aunque después de una lucha muy dura. Ahora estaban formando una nueva línea cerca de la península de Bretaña. Los soldados franceses ya no reaccionaban como unas semanas atrás. Se habían acostumbrado al bombardeo en picado, que por muy verticales que cayeran las bombas no podía ni compararse a las cortinas de artillería pesada que los oficiales conocían de la Gran Guerra. Sabían que un fuego cerrado de fusilería contra los Stukas cuando volaban lento y bajo tras soltar las bombas, era muy efectivo. Habían comprobado también que su viejo cañón de 75 podía inmovilizar e incluso destruir los Panzer IV si uno se ponía suficientemente cerca y no perdía los nervios.

Aunque los alemanes se movían muy rápido, dependían completamente de las carreteras para hacerlo, ya que sus tanques no podían correr deprisa campo a través. Sus unidades de vanguardia, formadas por batallones de soldados en moto, resultaban ridículamente vulnerables para dos ametralladoras dispuestas con astucia. Controlando los cruces y hostigando la retaguardia alemana era posible detenerlos si se adoptaba una disposición irregular, que impidiese al enemigo coordinar los movimientos de masas que eran su especialidad. Mezclándose con ellos, se dificultaba mucho su fuego de apoyo y todo el ballet alemán de flanqueos se convertía en una lucha confusa en la que no tenían tanta ventaja.

Pero mientras el optimismo y el ansia de venganza animaban a la soldadesca que se arremolinaba en torno a Nantes, el más negro derrotismo poblaba las mentes de los generales de más rango. Habían intentado formar siempre las líneas demasiado cerca de los alemanes y éstos siempre habían llegado antes. Del hecho cierto de que no habían sido capaces de formar un frente continuo, dedujeron erróneamente que no podían hacer nada. Existen testimonios de que ya el 26 de Mayo, Weygand consideraba que la guerra estaba perdida. Qué pensaría ahora, con el enemigo preparándose para asaltar Paris...

Cuando Churchill logró encontrar a Reynaud en la prefectura de Tours, éeste le dijo en el tono más grave y deprimido posible que iban a verse forzados a pedir un armisticio a Alemania y que pedían a Inglaterra que les diese permiso para firmar una paz separada. Churchill se secó las lágrimas que esta petición hizo correr por su cara y le pidió que defendieran París casa por casa. Le prometió que si podían sobrevivir un mes les enviaría parte de las divisiones que viajaban desde todos los rincones del Imperio en dirección a la isla en ese mismo momento. Ante el poco efecto que hacían sus palabras le pidió que por lo menos esperasen una semana, a lo que Reynaud contestó bajando la cabeza en silencio. Churchill sabía que Reynaud era partidario de seguir, pero que era casi el único de su gobierno. Cuando volvió a Londres, amanecía. Le esperaba la noticia de que París había caído. Era la sexta capital europea tras Varsovia, Oslo, Copenhague, La Haya y Bruselas que era conquistada por la Alemania Nazi.

Al día siguiente por la tarde el gobierno francés se reunió en Tours para discutir las alternativas. Reynaud y los partidarios de la guerra propusieron varios cursos de acción, como evacuar el ejército a África del norte, evacuarlo a Inglaterra, resistir en el Sur, resistir en el Oeste, contraatacar sobre París, etc... pero no sirvió de nada. Había algo más que estúpida tozudez derrotista en la actitud de Petain y Weygand. Pensaban que la democracia y los izquierdistas habían hundido a Francia y que quizás bajo un gobierno ‘moderno’ como el que tenían los alemanes, podría renacer la Patria. Y así fue como convirtieron su incompetencia y cobardía ante el enemigo en un simulacro de patriotismo. Por la noche, Reynaud, agotado hasta la extenuación, dimitió. Petain tomó el relevo y pidió el armisticio. El asesino de Verdún no cayó en la cuenta de que para ser justo con todos los que había matado, debía fusilarse a sí mismo en el acto.

 

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