Enigma 39

Enviado por Roman en

Por Román Ceano

El lunes 27 fue un día horroroso, el peor de todos los que Churchill había vivido. Los americanos pidieron permiso para ocupar todas las bases inglesas en Canadá y las islas del Caribe, para evitar que cayeran en manos alemanas "si lo peor sucedía". Churchill se negó en redondo y les dijo que si querían ayudar le vendiesen a crédito 50 destructores...

En Dunkerque, los soldados se amontonaban en un desorden total a medida que llegaban huyendo de los alemanes. En la enorme playa al norte de la ciudad, una multitud uniformada que había abandonado sus armas intentaba subir a los barcos que esperaban. La escasez de botes creaba una enorme tensión y los oficiales que vigilaban el embarque utilizaban su pistola para evitar que los hundiesen los centenares que intentaban subirse a ellos. Algunos intentaban llegar a los barcos a nado pero casi ninguno lo conseguía ya que al llegar no tenían fuerzas para subir por la red que colgaba de las altas bordas de los destructores.

En el Gabinete de Guerra, Halifax fue más lejos que el día anterior, diciendo que la idea de hacer concesiones menores a Alemania no podía considerarse alta traición. Dijo también que el empeño del primer ministro en "resistir hasta el final" haría depender la suerte de Inglaterra del azar de la batalla, algo aceptable si estuviese en juego la independencia nacional, pero no si sólo eran concesiones menores. Por tanto propuso que se explorasen las condiciones de Hitler a través de Mussolini para saber qué era lo que estaba en juego en realidad. Churchill dijo que ese camino "conducía a una pendiente resbaladiza". Halifax desafió a Churchill y le preguntó si en "ningún caso en absoluto" aceptaría hablar con Hitler, para subrayar la vocación suicida que percibía en el primer ministro. Churchill no se atrevió a contestar nada concreto. El Gabinete estaba confuso y dividido.

Por la noche, pidió un whisky irlandés corto y con mucha soda y se retiró a pensar. ¿Hasta dónde pensaba llegar Halifax? ¿ A la dimisión? ¿O quizás incluso pediría una dimisión colectiva de todos los ministros? ¿Una moción de censura en el parlamento? ¿En quién estaba pensando como nuevo primer ministro? ¿En sí mismo?. Y por otra parte, ¿era razonable la posición de resistir?. La batalla de Francia estaba perdida y apenas quedaban tres divisiones para defender Inglaterra. ¿Existía alguna alternativa a la ocupación? ¿Cuál era su deber? ¿Qué diría de él la Historia? ¿Sería el último primer ministro de una Inglaterra soberana?

Como un personaje de Shakespeare, Churchill se interpeló obsesivamente a sí mismo hasta que su espíritu atormentado dictó la respuesta. En aquella tragedia no habría deshonor ni cobardía. Inglaterra y él marcharían juntos a través del infierno, forzando a los hados a entregarles la gloria que con tan gallarda temeridad perseguirían. Como el veterano de San Crispín que enseña sus heridas, Churchill recordó esa noche los sucesos que aún habían de acontecer y se estremeció ante la grandeza de su misión.

Al día siguiente parecía de buen humor y durante la mañana y parte de la tarde siguió con las rutinas del gabinete de Guerra repasando con detalle las consecuencias de la rendición belga y las diferentes amenazas que pesaban sobre Inglaterra (paracaidistas, bombardeos, submarinos, desembarcos, quintacolumnistas, etc.). Nuevamente surgió la cuestión de los términos en que se podía negociar. Halifax decía que era mejor negociar ahora que "cuando nuestros aeropuertos hayan sido destruidos por su aviación". Churchill contestó que los franceses les intentaban arrastrar por la "pendiente resbaladiza" en que estaban ellos y que si se empezaban conversaciones, cuando los términos inaceptables fueran presentados habría que retirarse, pero ya sin el espíritu de lucha que aún tenían. Chamberlain apoyó a Chruchill, recordando que no estaba claro en esas circunstancias que negociar fuera menos arriesgado que luchar. La ayuda de Chamberlain impidió nuevamente una resolución a favor de los contactos. Churchill suspendió la reunión bruscamente.

A primera hora de la tarde acudió al parlamento, que zumbía de rumores sobre "qué términos podía ofrecer Hitler" y "cuáles eran los aceptables". En un breve discurso dejó claro que ni la rendición de Francia, ni el aniquilamiento de los ingleses en Dunkerque y ni siquiera la ocupación de Inglaterra serían razones para rendirse. Inglaterra seguiría luchando desde sus colonias. Para aliviar un poco la tensión hizo una descripción más optimista que realista de las opciones de Francia de contener a los alemanes.

Poco después, reunió al gabinete entero (no sólo los cinco ministros del Gabinete de Guerra) y les dijo que quería hacer una declaración. Había calculado que la mitad estaban a su favor y pensaba convencer a la otra mitad de una sola tacada.

Empezó calmadamente diciendo que había estado considerando si era en interés de Inglaterra entablar negociaciones con "ese hombre" (refiriéndose a Hitler), pero que había decidido que eso no era conveniente puesto que era ilusorio pensar que se podían obtener mejores condiciones que en caso de ser derrotados. Dijo que en cualquiera de los dos casos Inglaterra se convertiría en esclava de Alemania. Pero si luchaban, gracias a los grandes recursos que el Imperio podía movilizar, por lo menos tendrían su oportunidad. Dijo también que si se hacía la paz con Alemania no sería mientras él fuera primer ministro, sino que haría falta un gobierno de simpatizantes de los nazis para hacer tal cosa.

El tono había ido subiendo y llegó a la conclusión con la voz ligeramente turbada por los fuertes sentimientos que experimentaba ahora que por fin iba a cruzar su Rubicón personal. "Es preciso seguir luchando hasta la victoria", dijo de varias maneras, a cual más enfática. Y terminó con una frase desgarradora a la altura de las dramáticas circunstancias: "Y si la larga historia de esta isla ha de terminar, que lo haga cuando el último de todos nosotros ruede por el suelo chorreando su propia sangre". Después de unos segundos de silencio, toda la sala desató la tensión. Mientras unos aplaudían, otros contenían las lágrimas, sobrecogidos por la visión de su familia y sus posesiones destruidas mientras ellos eran enterrados por soldados alemanes en una fosa común. Ninguno de los disconformes, que los había, osó pedir la palabra. El propio Halifax no sacaría más el tema, aunque anotó en su diario que en ese momento tuvo la sensación de estar conduciendo el país al desastre sólo por mantener una pose teatral.

 

© Román Ceano. Todos los derechos reservados.