Enigma 35

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Por Román Ceano

A finales de Abril de 1940, los oficiales de inteligencia del Cobertizo Tres veían muchos días entrar, antes del desayuno, las bandejas repletas de mensajes en claro. Aunque no comprendían todo lo que decían los mensajes -porque estaban llenos de tecnicismos y abreviaturas- sí que podían ver claramente las principales maniobras previstas para el día por los alemanes. Los comandantes ingleses sobre el terreno en Noruega podían recibir esa información apenas ocho horas después que sus oponentes, aunque eso rara vez pasaba, puesto que el material estaba clasificado como alto secreto y por tanto su difusión era muy limitada. Tan sólo de tiempo en tiempo el alto mando les insinuaba cursos de acción basados en las comunicaciones que le llegaban del Cobertizo 3, intentando que se trasluciera su grado de seguridad sin revelarlo del todo. Sin embargo, estando en constante contacto con el enemigo que les perseguía y hostigaba, si recibían o no la información carecía de importancia. Sus opciones de actuar no dependían de conocer las intenciones de los alemanes (que estaban a la vista), sino de moverse rápido alejándose de ellos. Tan sólo Maksey recibía noticias contrarias a su intuición y por desgracia se negaba a creerlas.

El dia 26 de Abril el Ministro de Marina presentó un cambio de planes al gabinete de guerra. Era el momento de conceder la derrota en Noruega para evitar más pérdidas. Las dos columnas del sur se embarcarían inmediatamente y la que acechaba Narvik tomaría el puerto, dinamitándolo antes de embarcarse también. Mediante un enérgico repliegue, la fuerza que había intentado tomar Lillehamer se separó de los alemanes y embarcó el 1 de mayo de vuelta a Inglaterra. La de Namsos lo hizo al día siguiente también sin novedad. Ante las perentorias órdenes que le llegaban a todas horas, Maksey presionó un poco más sobre el puerto, pero no quiso enzarzarse con lo que él creía que era una defensa atrincherada y numerosa hasta que llegaran los refuerzos, que pedía insistentemente sin ningún éxito.

Tanto la clase política como los militares estaban horrorizados con el resultado de la aventura. Quienes conocían el detalle sabían que la marina inglesa había vencido a la alemana en todos los encuentros, pero que se habían perdido muchos más barcos de los que habría sido prudente. En tierra por el contrario las pérdidas eran pequeñas, pero esto se había conseguido a base de repliegues y retiradas veloces. Y aunque todo el mundo decía que Narvik estaba a punto de caer, nunca sucedía.

Chamberlain hacía declaraciones optimistas diciendo que “Hitler había perdido el tren de la guerra” por no haber atacado Francia al principio de la primavera. Los Conservadores se debatían entre la evidencia de que la guerra estaba siendo mal conducida, y la conciencia de que el responsable era un gobierno de su partido. Pronto, dentro del partido se formó una corriente anti-Chamberlain, aunque en el fondo todos pensaban que el principal responsable de Noruega no había sido Chamberlain sino Churchill, con otra de sus ideas que, como “Amberes” y “Los Dardanelos”, había tenido el resultado que todo el mundo menos él preveía de antemano. Se decía que si Chamberlain era demasiado pasivo, Churchill era demasiado temerario, por lo que el segundo tendía a provocar grandes catástrofes mientras que el primero evitaba la derrota buscando el mal menor.

La opinión pública no conocía los detalles, pero sabía que Noruega era una derrota.

Liberada del dilema sobre si Polonia valía una guerra, la parte abstracta del temor había desaparecido y mientras el miedo a que Inglaterra fuese realmente destruida había aumentado fuertemente. Guernica, Barcelona y Varsovia estaban en la mente de todos. Aunque los políticos decían que Churchill se había equivocado muchas veces, había acertado en que habría guerra, puesto que así lo había dicho desde 1930, cuando Hitler sólo dirigía el tercer partido de Alemania. Y puestos a hilar fino, Chamberlain se había equivocado siempre, puesto que en todas sus ruedas de prensa había anunciado que pasaría lo contrario de lo que al final pasaba, como en el grotesco episodio del papel donde había anunciado 20 años de paz un año antes de declarar la guerra.

Con estos vientos soplando entre los votantes la facción anti-Chamberlain ganó peso rápidamente. Lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores, y por ello uno de los artífices de la doctrina del “apaciguamiento” de Alemania mediante concesiones, comenzó a decir que esa política quizás había sido un error, contestando con silencios cuando le insinuaban que él sería un buen recambio para Chamberlain.

La oposición y los diputados conservadores que habían cambiado de caballo, forzaron una reunión del parlamento para hablar de Noruega. Chamberlain había hecho una rueda de prensa señalando que Narvik estaba a punto de caer y por ello aún no era el momento de evaluar el resultado de la campaña. Sólo había conseguido que aumentara el número de los diputados que pedían la sesión. El ambiente contra Chamberlain se encrespaba, porque ya era casi el único que no dudaba de que las cosas fuesen bien. El nombre de Halifax se empezó a dar por seguro.

El 7 de Mayo se reunió la Cámara para escuchar al gobierno. Cuando Chamberlain entró para ocupar su asiento, fue recibido con gritos de “¡Tú sí que has perdido el tren!”. Durante su intervención no cesaron ni un momento los pitos y las chanzas. Cuando terminó, le tocaba al jefe del grupo parlamentario mayoritario, es decir al líder de su propio partido. Éste subió al estrado y citó un antiguo discurso de Cromwell, pronunciado 300 años antes: “Ya has estado demasiado tiempo sin hacer nada bueno. Yo digo: véte, déjanos seguir sin ti. En el nombre de Dios, ¡véte!”, a lo cual la Cámara respondió con un atronador aplauso de varios minutos. Se suspendió la sesión hasta el día siguiente, en que hablarían los líderes de los otros dos partidos, el Laborista y el Liberal. También le tocaría hablar al Ministro de Marina.

Éste cenó con algunos amigos que le aconsejaron que se distanciara del primer ministro y lo atacara, porque si no se hundiría con él. Aunque nadie la nombró, en la cabeza de todos estaba la coincidencia con la anterior presencia de Churchill en el Ministerio de Marina. Una operación anfibia fracasada y un primer ministro a la búsqueda de un cabeza de turco. Otra vez todo se repetía como una especie de maldición. Noruega se uniría a la lista de desastres causados por él. Quizás fuera su última noche en el gobierno.

Al día siguiente abrió la sesión el líder de los laboristas, que pidió un voto de censura inmediato al gobierno por su nefasta conducción de la guerra y aseguró que éste carecía de apoyo parlamentario para continuar. Después habló Lloyd George, del partido Liberal, que había sido primer ministro al final de la Gran Guerra y en algunos de cuyos gobiernos había participado Churchill cuando era de ese partido. Dijo que la cuestión no era qué apoyo tenía Chamberlain en el parlamento, la cuestión era que debía dimitir de inmediato en lugar de intentar cargar la responsabilidad sobre Churchill como intentaba hacer. Al oírlo, Churchill se levantó y se declaró responsable de todo. Lloyd George terminó su intervención y Churchill subió al estrado en medio de una gran expectación.

En un largo discurso, evaluó concienzudamente las razones para la invasión de Noruega y justificó el retraso en su implementación en la necesidad de prepararlo bien, señalando que ése había sido el motivo de la derrota. Sobre los apoyos de Chamberlain dijo que “no sabía cuántos le quedaban pero que cuando todo iba bien había tenido desde luego muchos”. Acabó diciendo que la batalla por Narvik no había terminado, que las pérdidas habían sido pequeñas y que al fin y al cabo habían hostigado a los alemanes, que si no habrían conquistado Noruega aún más fácilmente. Impresionó la soltura con la que trataba los temas militares y el tono médico con el que hablaba de la guerra. Decía lo que había pasado con toda naturalidad y lo evaluaba sin ninguna pasión. Chamberlain en cambio había intentado pintar de rosa algo que era desde luego negro oscuro. Churchill volvió a su escaño en medio de aplausos dispersos y un reflexivo silencio mayoritario.

Hubo una votación en la que el gobierno sólo recibió 81 votos de los 200 que le habían apoyado en la investidura. Con tan escasa base parlamentaria, quedaba a merced de un voto de censura en cualquier momento. Muchos diputados se levantaron a cantar “Rule Britania”, como muestra de hostilidad hacia Chamberlain, que se retiró en medio de un tumulto de insultos y abucheos.

Chamberlain, agotado por la extrema tensión emocional pero con sus reflejos de político intactos, se hizo conducir al palacio de Buckinham por su chófer y solicitó permiso al rey para formar un gobierno de coalición. Le dijo al rey que después del desastroso resultado de la votación en el parlamento y de la rebelión masiva en sus filas, sólo un gobierno basado en el resto de partidos complementando sus votos incondicionales dentro del partido Conservador, podía sobrevivir a una moción de censura.

Por la mañana, confesó a uno de sus diputados amigos que no creía que los laboristas aceptaran y que quizás se vería obligado a dimitir. Ese mismo diputado comió más tarde con Churchill en un club y le dijo que Chamberlain no estaba seguro de poder seguir. Le dijo que con toda probabilidad se encargaría formar gobierno al ministro de Asuntos Exteriores, Lord Halifax, que sería más aceptable para los laboristas.

Esa mañana varios diputados habían hablado con Churchill. Le dijeron que él era un hombre de guerra y que era el candidato ideal para suceder a Chamberlain. También le habían dicho que el mainstream del partido Conservador jugaba la carta de Halifax, atacando a Churchill con saña. Decían que era un aventurero temerario amante de los grandes gestos y de la retórica pasada de moda. ¿Acaso no era mejor un caballero, un político serio y honesto que anteponía el interés del país a su amor propio? ¿De verdad querían que Inglaterra quedase en manos de un pendenciero que perseguiría a Hitler hasta el infierno con tal de demostrar que había tenido razón desde el principio?

Al salir del club, Churchill acudió al 10 de Downing Street donde Chamberlain había convocado una reunión de los tres: Churchill, Halifax y él mismo. Halifax acudía como futuro primer ministro y Churchill para decirle que le dejarían quedarse como ministro si prometía no entorpecer al nuevo gobierno, aún en el caso de que ese gobierno se viese obligado dirigir la guerra de una forma menos enérgica que la que él preconizaba.

Delante de los dos, Chamberlain llamó por teléfono a los laboristas para ver si podía salvarse en el último momento. Le dijeron que estaban reunidos en un congreso nacional del partido y que consultarían a las bases el tema de entrar en el gobierno. De todas formas y sin querer sustraer a la asamblea de compromisarios su capacidad de decisión, les parecía que la conclusión más probable era que sólo quisieran entrar en el gobierno en caso de que Chamberlain no fuera el primer ministro.

Chamberlain colgó y comunicó a los dos que la mayoría de la clase política prefería a Halifax y que se iba a ver al rey para decírselo. Halifax sin embargo le interrumpió diciéndole que él no podía ser primer ministro ya que no era diputado y por tanto le sería dificil dirigir una mayoría parlamentaria sin la cual el gobierno no podría sobrevivir. Dijo: “Winston es una mejor elección”. En palabras de Halifax en su diario, “(Churchill)...fue muy amable y educado, pero no dejó duda de que él también pensaba que esa era la mejor solución”. Desgraciadamente Halifax no consignó en su diario los verdaderos motivos de su extraño comportamiento, que ha sido objeto de especulación desde entonces.

Quizás pensó era mejor dejar formar gobierno a Churchill para poder sucederle cuando sus excentricidades le hiciesen fracasar. Era consciente de que la gente de la calle estaba atemorizada y harta de política de salón, presintiendo como presentían el peligro inminente. Para ellos, Churchill representaba la vieja Inglaterra que no se atemorizaba, la Inglaterra de Drake, Nelson y Wellington. En las fotografías de los periódicos aparecía con aspecto resuelto y en sus declaraciones públicas rezumaba seguridad en sí mismo y en el Imperio. Su gesto de cargar sobre sí toda la responsabilidad por Noruega demostraba un sentido de estado que contrastaba con las maniobras de los cenáculos aristocráticos que conspiraban contra él, agitando rencores por sus cambios de partido y su comportamiento plebeyo.

Esa noche Churchill por primera vez habló, aunque en su círculo más intimo, sobre la composición de un gobierno presidido por él. Pero Chamberlain no fue a ver al rey sino que se fue a la cama a darle vueltas a su dilema imposible: ¿Cómo dimitir sin causar la perdición de Inglaterra entregándola a un aventurero como Churchill?

Por la mañana le despertó el edecán con la noticia de que había fuertes combates en las fronteras belga y holandesa de Alemania. Chamberlain decidió al instante que no era día para cambiar de primer ministro.

Churchill ya llevaba dos horas levantado. A las seis se había reunido con el Ministro de la Guerra y el Ministro del Aire para decidir las medidas a tomar. Ambos, que no habían dormido ni una hora, quedaron impresionados por su estado de ánimo. Discutió enérgicamente sobre las diferentes alternativas mientras ordenaba un copioso desayuno que terminó con un enorme cigarro puro.

A las ocho se reunió el gabinete de guerra presidido por Chamberlain, que no dijo nada sobre dimitir y dio la palabra a los tres ministros militares para que hicieran un resumen de la situación. La noticia de que pensaba quedarse se extendió inmediatamente por la clase política con la consiguiente estupefacción general, que se tornó rápidamente en ira sobre todo entre las filas de su propio partido.

Chamberlain insistió a sus colaboradores en que no dimitiría en medio de aquella incertidumbre. A las once se reunió el gabinete de Guerra otra vez y decidió, a propuesta de Churchill, enviar un representante a Bélgica para evitar que los belgas desfallecieran, aunque esta vez él no se presentó voluntario. Parecía que jugaba con la repetición, estudiaba las pequeñas variaciones que podían ser signos del Destino, aunque sabía por experiencia que el Destino no hace signos, sino que golpea sin avisar.

A las cuatro de la tarde se reunió el gabinete por tercera vez. Los analistas habían conseguido dibujar un cuadro de la situación y los tintes eran muy oscuros. Paracaidistas alemanes controlaban todos los puntos estratégicos de Holanda y columnas blindadas avanzaban hacia ellos arrasando cualquier oposición. La aviación alemana era dueña del cielo y enjambres de aviones de ataque a tierra apoyaban el avance.

A media reunión se presentó un mensajero con un papel en el que se comunicaba que paracaidistas alemanes habían saltado y estaban tomando posiciones muy detrás de las líneas belgas. Se suscitó la cuestión de hasta que punto era posible que los alemanes tomaran el control mediante paracaidistas. Se comentó que era importante que el ejército inglés estuviera preparado para hacer frente a súbitos lanzamientos masivos de paracaidistas en cualquier lugar, aunque nadie atinó a sugerir cómo debían desplegarse las apenas tres divisiones que quedaban en la isla para hacer frente a una tal amenaza.

Al cabo de un rato llegó un segundo mensajero con una nota para Chamberlain, que éste leyó en voz alta. Era la respuesta del partido Laborista. Sus bases habían votado masivamente en contra de entrar en un gobierno presidido por Chamberlain, pero en cambio aceptaban a cualquier otro del partido Conservador.

Chamberlain por fin se rindió. Puso fin a la reunión, salió a la calle y se dirigió a palacio a presentar su dimisión al rey y recomendar, según la versión de este último, a Winston Churchill como primer ministro. Es probable que eso no sea verdad y que discutieran alternativas una vez que la primera opción de ambos, Halifax, se había autoexcluido. La cuestión es que no las encontraron y el rey mandó llamar a Churchill. Cuando Churchill entró en palacio, Jorge V le dijo: “Supongo que no sabe por qué le he llamado”, a lo que Churchill respondió con sorna: “No puedo ni imaginármelo”. El rey le puso la mano en el hombro y le pidió que formara gobierno.

Esa noche, cuando volvía al almirantazgo, donde vivía en su calidad de Ministro de Marina, el inspector W. H. Thomson, que era su guardaespaldas desde hacía diez años, iba sentado con él en el asiento de atrás. Thomson pensó que debía felicitarle y le dijo: “Sólo habría deseado que la responsabilidad que le ha llegado lo hubiera hecho en mejores circunstancias, porque ahora será una tarea enorme”. A Churchill se le llenaron los ojos de lágrimas y contestó con la voz entrecortada: “Sólo Dios sabe cuan enorme. Me temo que es demasiado tarde. Sólo cabe hacerlo lo mejor que podamos.”Así que ésa era la sorpresa del Destino. Por el desastre de los Dardanelos le habían echado, y por el desastre de Noruega le habían hecho Primer Ministro. Pero un Primer Ministro que debería hacer frente a trágicos y ominosos presagios, quizás incluso el de la destrucción de Inglaterra. ¿Cabía ironía más cruel?

 

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