Enigma 26

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Por Román Ceano

Gracias a la Sala 40, Churchill podía leer todos los mensajes enemigos. Se pasaba allí muchas horas de madrugada estudiando la información obtenida. Muchas cartas marinas, con localizaciones de barcos y submarinos enemigos, llevan comentarios con su firma, como prueba de que había estudiado el caso y recomendaba que se atendiera la localización como cierta. Ésa era su forma de mirar qué sucedía “al otro lado de la colina”, como contestó Wellington a un subordinado que le preguntó dónde estaban sus pensamientos un mediodía que miraba ensimismado hacia el monte de Azán desde Las Torres, al sur de Salamanca.

En Octubre de 1914, cuando la guerra rugía en Europa desde hacía tres meses, barcos alemanes, utilizando bases turcas, atacaron puertos rusos en el mar Negro, causando varias masacres de civiles. El gobierno inglés pidió que los barcos se retiraran, puesto que Rusia era una aliada de Inglaterra y, como los turcos no hicieron nada, les declararon la guerra. El mismo día, y para que no quedase todo en retórica, Churchill envió desde Chipre tres barcos a bombardear los fuertes en la boca del estrecho de los Dardanelos, que comunica el Mediterráneo con el mar Negro. Un tiro de fortuna cayó en el arsenal del fuerte más importante y todos sus cañones quedaron inutilizados. Los barcos se retiraron, puesto que sólo habían ido a hacer un gesto, pero en Londres quedó la idea de que esos fuertes eran vulnerables. Poco a poco, fue madurando el concepto de derrotar al Imperio Otomano y tomar a los Imperios Centrales por la retaguardia. Churchill se hizo entusiasta de la idea, ya que encajaba con su romanticismo conquistar Constantinopla, seguir la ruta de los Argonautas por la costa del mar Negro y remontar el valle del Danubio hacia Viena (aparte de quedarse con todas las posesiones del Imperio Turco).

Constantinopla estaba al otro lado de un pequeño mar, llamado Mar de Mármara. Para acceder a ese mar desde el Mediterráneo hay que recorrer un pasillo de agua de sólo un kilómetro de ancho y unos treinta de largo, llamado Estrecho de los Dardanelos. El plan de Churchill fue sugerido por el comandante sobre el terreno y era que una cortina de pequeños barcos quitara las innumerables minas que cerraban el pasillo mientras una flota de grandes acorazados se batía con los fuertes de las orillas para protegerlos. Churchill quería enviar tropas terrestres que desembarcaran por sorpresa y apoyaran a la flota, pero Kitchener le dijo que no hacían falta. El 16 de Febrero de 1915, una flota inglesa penetró en los estrechos, recibiendo fuego a bocajarro desde los dos lados y devolviéndolo con igual saña. Pronto se vio que los fuertes eran muy difíciles de destruir y que los dragaminas no podían trabajar correctamente bajo el fuego continuo. Varias minas olvidadas por la primera línea dañaron buques de la escolta y la flota se retiró. Dos intentos más cosecharon parecido resultado.

Perdido el factor sorpresa, Churchill desestimó los desembarcos y ordenó que se intentase otra vez un ataque puramente naval, esta vez con más medios y más sistemático ya que no era cuestión de ir deprisa sino de limpiar bien. Si se acumulaban barcos suficientes, la potencia de fuego sería tan brutal que las orillas quedarían planchadas. Desgraciadamente, sus subordinados y Fisher a la cabeza, no deseaban arriesgar sus queridos barcos en aquellos duelos a bocajarro en un canal lleno de minas. Le dijeron que era un disparate y que debían lanzarse desembarcos terrestres de forma inmediata para neutralizar los fuertes y sobre todo las baterías móviles, que cambiaban de emplazamiento cuando el fuego de los barcos empezaba a precisarlas.

El primer ministro Asquith y Kitchener estaban de acuerdo. Churchill al principio no lo aceptaba y pensó en dimitir. Finalmente se convirtió en un ardiente defensor del plan, en parte porque deseaba luchar en las llanuras que rodean Troya y desembarcar su infantería en el mismo lugar en que habían varado sus barcos los aqueos. Sin embargo Kitchener decidió desembarcar en el lado europeo, donde una estrecha península prometía una buena posición que defender, algo más fácil que conquistar toda el Asia Menor, como parecía ser el plan de Churchill.

Sería largo detallar los fallos innumerables de la operación provocados por la lentitud del ejército de tierra en desplegarse y la mala suerte que hizo que el desembarco crítico se hiciera en un lugar equivocado. que obligó a los soldados australianos a salir literalmente escalando desde una pequeña cala. Un coronel llamado Kemal Ataturk labró su fama tomando las alturas de la península objetivo y defendiéndolas hasta que fue reforzado. La operación se convirtió en una guerra de trincheras aún más desesperada que la de los campos europeos, porque el escenario era un laberinto de rocas batido por el viento y el sol. La infantería se desangró en cargas suicidas cuesta arriba entre los riscos implacables de la península de Gallipoli, sin alcanzar en toda la campaña los objetivos marcados para el primer día. Un nuevo desembarco en otro punto sufrió la misma suerte, porque fue ejecutado aún peor. En total, cayeron 300 000 soldados, en 6 meses de intentos vanos de progresar sin conseguir absolutamente nada.

Mientras el escándalo crecía en la opinión pública inglesa ante la masacre, los cenáculos políticos de Londres fueron elaborando un consenso sobre la culpabilidad de Churchill en el sangriento fracaso. Kitchener y Asquith vieron eso como la mejor forma de salir airosos. Fisher, que había tenido la idea, dimitió para eludir las culpas, diciendo que él quería retirar las tropas, y se fue a Escocia para eludir también a la prensa.

Cuando Churchill fue a presentar a Asquith el nombre del sustituto de Fisher, Asquith le dijo que el que estaba fuera era él. Los periódicos y los conservadores -que nunca le habían perdonado el cambio de partido- le atacaron con virulencia y saludaron su salida del gobierno, a la vez que deploraban que no se le hubiese echado por su locura de Amberes. Se formó una comisión parlamentaria de investigación en la que estaban sus peores enemigos y cuyo objetivo específico era crucificarle.

En medio del desprecio de todo el mundo y de la ira de la opinión pública, Asquith le ofreció un retiro dorado y una buena pensión. Churchill pidió que le enviasen como general de División a Francia. Sorprendentemente Kitchener aceptó, aunque sólo le concedió el rango de Teniente Coronel al mando de un batallón. Churchill se puso el uniforme y partió hacia el frente, entre las sonrisas de burla tanto de sus compañeros del partido liberal como de los conservadores. Esta vez su madre estaba horrorizada y trató de convencerle para que no lo hiciera.

Al llegar fue acogido con una cierta desconfianza por los veteranos, aunque ésta desapareció al anunciar que pensaba dormir en un refugio en primera línea. Hizo un discurso declarando la guerra a las pulgas y se lanzó a estudiar las trincheras de su sector, ordenando cambios de configuración y nuevos emplazamientos para las ametralladoras, que el ojo crítico de los soldados juzgó mucho mejores que los actuales. En pocos meses era el oficial más popular desde Suiza hasta el mar.

Los soldados adoraban su forma de despreciar el peligro. Cuando sonaba un mortero de trinchera, miraba hacia las líneas alemanas hasta que veía la bala volando, calculaba el lugar de impacto y apartaba a los soldados del lugar antes de tirarse al suelo. En la tierra de nadie se movía como en su casa y señalaba los cráteres nuevos a los centinelas, ara indicarles que podían ser un buen refugio para una descubierta o un peligro potencial de infiltración del enemigo. Tenía instinto para buscar los lugares de sombra de las ametralladoras enemigas y cualquiera que estuviese con él sabía que tendría una opción razonable de salir vivo.

Muchas noches, en una pequeña granja medio derruida, invitaba a Oporto a sus subordinados, mientras intentaban jugar a cartas con el polvo cayendo del techo en cada explosión. Nunca sufrió ni un rasguño, aunque una vez un trozo de metralla destrozó un candil que sostenía en su mano y otra vez, en que se había ausentado de su puesto, un obús destruyó completamente el refugio, cayendo a un metro escaso de donde él había estado sentado veinte minutos antes. A pesar de todo, se daba cuenta que aquella guerra era otra masacre sin esperanza y que seguía vivo porque en su sector no había grandes ofensivas. Sus cartas de esa época reflejan tristeza por la vida de los soldados, siempre pendiente de un hilo. Escribió a su mujer que “no importan los planes que hagamos porque el Destino escoge dónde va a caer el siguiente obús. Al fin y al cabo en la guerra sólo se puede morir una vez, mientras que en política se muere muchas”.

En Londres, la comisión parlamentaria sobre los Dardanelos avanzaba en sus trabajos, tejiendo una red de culpabilidad a su alrededor. Su mujer y los pocos amigos que le quedaban le instaban a volver y consideraban que había decidido suicidarse. Cuando llevaba seis meses en el frente, sus subordinados empezaron a enfadarse porque no le ascendían. Él se encogía de hombros y les decía que “no era su ambición mandar a nadie más que a los mejores”, puesto que ni siquiera allí le faltaba retórica. En visitas esporádicas a la retaguardia vio cómo vivían los generales en medio del lujo y rodeados de mapas. Cada vez que alguien le preguntó -y de hecho incluso sin que lo hicieran- dijo que la infantería no podía cruzar la tierra de nadie y que tantos como se enviasen tantos morirían. En la ofensiva del Somme murieron 50 000 la primera tarde y 600 000 en apenas un mes sin lograr nada destacable.

Durante un permiso en Londres cambió súbitamente de idea. Su deber era impedir que todos aquellos hombres murieran como conejos y quitar la guerra de las manos de incompetentes pomposos que jamás podrían conseguir nada más que un sangriento empate o una dolorosa derrota. Habló con Kitchener y le dijo que quería la baja del servicio porque quería volver al Parlamento, donde aún conservaba su escaño. Kitchener no pudo negarse y al día siguiente Churchill se presentó en Wetminster con su sombrero de copa. Durante las semanas siguientes, en discursos atronadores criticó toda la organización de la guerra, desde la política de ascensos que relegaba a los que luchaban en el barro frente a los que vivían en los “chateaus”, hasta la organización de los ataques frontales en masa, que convertían en carne picada a divisiones enteras a cambio de cuarenta metros de avance. Abogó por algún tipo de “medio mecánico que ponga la ciencia al servicio de la victoria” y concretamente habló de “pequeños acorazados” sobre orugas que cruzasen invulnerables la tierra de nadie en grupos enormes para conseguir la añorada ruptura. Todo el tiempo libre lo dedicaba a preparar su defensa contra la comisión de los Dardanelos, mediante un ataque frontal y sin cuartel a Asquith y Kitchener.

Asquith le había dicho que al irse a las trincheras había cometido un suicidio político y que ya no importaba lo que hiciera a partir de ese momento. Churchill sin embargo había reunido una enorme evidencia documental sobre lo que realmente había pasado en los Dardanelos y estaba ávido por tener a Kitchener en el punto de mira y apretar el gatillo. Pero cuando todo Londres se preparaba para la memorable sesión en la que Churchill le habría sin duda destrozado, Kitchener se ahogó en un barco de guerra que chocó con una mina. En medio del duelo se suspendió la sesión. La comisión parlamentaria anunció que se disolvería por respeto a los muertos. Tuvo que ser Churchill el que insistiera en que debían presentar su informe y estudiar toda la documentación que había preparado. La evidencia en esa documentación era tan irrebatible que, cuando se publicaron las conclusiones, seguían más o menos las tesis de Churchill, pero lo hacían de una forma tan neutra que sólo unos pocos entendieron que era una rectificación. Su reputación pública apenas mejoró.

Churchill se retiró del primer plano y se dedicó a la pintura, para la que resultó estar bastante bien dotado para ser un simple amateur sin más ambición que la de pensar en otra cosa. Poco a poco su nombre se fue olvidando. Al cabo de dos años y ante el desastre catastrófico que estaba siendo la guerra, el gobierno de Asquith cayó y un antiguo compañero de Churchill en el partido Liberal, Lloyd George, formó un gobierno de coalición. Estuvo humillando a Churchill durante semanas tentándole con puestos que luego no le ofrecía y al final le dio un cargo menor como Ministro de Armamento, sin derecho a participar en las reuniones secretas del gabinete de Guerra. Churchill no protestó sino que se volcó en su trabajo, que le permitía continuas visitas al frente, donde tenía costumbre de llegar hasta la primera línea. Consiguió que se fabricaran tanques en gran cantidad, aunque no logró que se usaran de la forma correcta. Sus comentarios sobre la deficiente dirección de la guerra hicieron que un general le dijera: “Usted fabrique las municiones y no se meta en cómo las usamos”.

Después de la guerra, Churchill formó parte de algunos gobiernos más, pero su actitud disidente y combativa le había creado demasiados enemigos. Cuando un general Ruso Blanco que él había dicho que debía ser apoyado sufrió una gran derrota, los fantasmas de Amberes y los Dardanelos flotaron sobre su cabeza. Su estrella se fue apagando y finalmente dejaron de ofrecerle ministerios. Se cambió otra vez de partido y se convirtió en un solitario, que desde las últimas filas del parlamento clamaba por causas que nadie compartía. La segunda mitad de los años 30 la dedicó a insultar a Hitler y a exigir un comportamiento agresivo con Alemania, pero como siempre había pedido un comportamiento agresivo en todos los casos, nadie le dio mayor importancia. Pronto se jubilaría y quedarían libres de sus jeremiadas. Probablemente eso mismo pensaba él.

Pero en Septiembre de 1939 Chamberlain necesitaba un golpe de efecto para salvar su gobierno. Desde la conquista por Hitler del resto de Checoslovaquia una parte de la prensa había estado rememorando la ajada leyenda de Churchill y estableciendo el hecho cierto de que ningún político era más experto en guerras que él. Chamberlain, decían, era un hábil estratega de despachos, pero su malicia no podía competir con la brutalidad de Hitler. Así que Chamberlain llamó a Churchill y le dijo que le nombraría ministro de Marina otra vez, 23 años después de su deshonrosa destitución. De esa forma neutralizaba su crítico más feroz, a la vez que demostraba su voluntad de luchar. Churchill no especuló ni maniobró, sino que se puso a sus órdenes al momento. Esa noche, el Almirantazgo, para mostrar su júbilo, envió cablegramas a todos los barcos de la flota con el mensaje “Winston ha vuelto”. Volvían los buenos viejos tiempos.

Pero los tiempos habían cambiado mucho. A los pocas semanas de su nombramiento, Churchill visitó la base principal de la flota en Scapa Flor, donde a pesar de estar ya en guerra le dijeron que si todo iba bien tardarían seis meses más en estar en orden de batalla. No le gustó ver los barcos que él había mandado construir, porque ahora eran muy viejos al cabo de tantos años. Veinte años de desarme habían dejado su huella y la larga depresión económica aún había empeorado las cosas. Él también se sintió viejo en medio de tantas caras nuevas o viendo las de sus antiguos conocidos llenas de arrugas. Todo era como una revisitación del comienzo de la Gran Guerra, pero con esa sutil diferencia que convierte los sueños en pesadillas. En 1914 una flota perfectamente preparada y municionada miraba el futuro con optimismo. Ahora algo ominoso flotaba en el ambiente, mientras Churchill paseaba por los muelles y las cubiertas llenas de óxido. Sobrecogido por la sensación de catástrofe, Churchill dijo al despedirse: “Los próximos días van a ser de gran peligro”.

Dos días después, el 14 de Octubre, tuvo que volver a Scapa Flow porque un submarino alemán se había infiltrado en la base hundiendo el Royal Oak, un acorazado de 30 000 Tm botado en 1916. Aquel barco había sido en su tiempo un orgullo para la marina inglesa y ahora era una vieja carraca hundida sin haber tenido oportunidad ni de salir del puerto. Recibió las noticias en su despacho con lágrimas en los ojos mientras musitaba “Pobres chicos, atrapados en esa oscuridad”. ¿Qué broma amarga del Destino era aquella que le obligaba a repetir la parte más gloriosa de su vida, pero esta vez como tragedia? ¿Por qué no le habían dejado cumplir con su deber cuando podía y no ahora que apenas sí era un viejo gruñón? ¿Le echarían otra vez del gobierno a patadas como chivo expiatorio de ese primer revés?

 

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