Enigma 110

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Por Román Ceano

Durante el año 1943 muchas redes de la Resistencia -y especialmente las de la capital francesa- habían sido infiltradas por miembros del hampa al servicio de los alemanes y consiguientemente desarticuladas. La brutal y sanguinaria tortura sistemática de los activistas capturados había proporcionado un gran conocimiento del modus operandi de esas redes. Por ejemplo, las grandes estaciones de tren de París, que habían sido un lugar de gran actividad para citas y entregas clandestinas, eran ahora un foco de atención especial para el Abwehr y la Gestapo. Bertrand transmitió a Dunderdale un mensaje en que proponía el día dos de Enero del año nuevo en la franja entre las 09:00 y las 09:30 en la basílica del Sacre Coeur en Montmartre, frente a la capilla dedicada a San Antonio de Padua. Su contacto debería llevar en la mano izquierda un ejemplar de la revista alemana Signal, la favorita de los colaboracionistas. Cuando Bertrand le dijera "Salve", él contestaría "Amen". Una vez completada la identificación, Bertrand haría entrega de un sobre cerrado con la dirección a la que entregar el aparato de radio.

El día dos de Enero de 1944 Bertand ascendió las cuestas de la colina de Montmartre una hora antes de la cita, para orientarse y hacer la contravigilancia. Trataba de parecer un turista que quería contemplar el amanecer sobre París desde uno de los más famosos belvederes de la capital. Era su misión número 101 y no podía evitar especulaciones como las que habría hecho Langer sobre si ése número sería un buen augurio. Tampoco estaba convencido de que la elección del lugar hubiera sido acertada, porque estaba utilizando un lugar sagrado para un propósito profano. Cuando entró, la basílica estaba casi vacía. Era un lugar tradicional de vela y era común que algunos fieles acudieran a pasar la noche rezando, pero ese día pocos lo habían hecho. Bertrand caminó hasta el altar central y se santigüó con reverencia. Lo repitió en varios lugares más, mezclando la simulación profesional del espía con la búsqueda sincera de benevolencia por parte de santos y vírgenes. Finalmente llegó frente a la estatua de San Antonio de Padua, tiró una moneda en el cepillo y se puso a rezar a cierta distancia con un rosario en la mano. Ese rosario le había sido entregado el día de su primera comunión y lo había usado como amuleto durante la Gran Guerra. El párroco que se lo regaló, le dijo que daba derecho al portador a una muerte dulce, porque como padre de la orden de la Santa Cruz él tenía el privilegio de conceder esa indulgencia.

Pasaron muchos minutos sin que nadie se acercara. Hacia las nueve y veinte, un hombre con un abrigo azul y una bufanda blanca se arrodilló frente al santo y empezó a orar con gran devoción. Tras unos minutos para que no se notara la coincidencia, Bertrand se levantó suavemente y caminó ensimismado hasta salir por una puerta lateral. Revisó rápidamente el exterior y al no ver nada sospecho volvió a entrar. Con la respetuosa parsimonia de un devoto, se acercó al hombre del abrigo y se arrodilló junto a él. Enseguida se dio cuenta de que el desconocido estaba mucho más pendiente de su entorno que de los rezos que supuestamente musitaba. Ambos se estudiaron en silencio hasta que Bertrand le dijo "Salve", a pesar de que no portaba la revista Signal ni en una mano ni en la otra. El otro lo miró y tras un silencio le preguntó "si venía de Clermont-Ferrand". Bertrand consideró esto suficiente y afirmó con la cabeza. El desconocido le dijo en voz baja que le siguiera y se levantó para marcharse. Bertrand lo siguió con apariencia tranquila mientras secretamente rezaba por su suerte a todas las imágenes religiosas que podía ver y también al Sagrado Corazón de Jesús, a quien está consagrada la basílica. Por un momento tuvo el convencimiento que se trataba de un agente de la Gestapo pero se sobrepuso al terror y siguió caminando.

Caminando con cien ojos se dirigieron a la puerta del viejo santuario de Saint Pierre de Montmartre, al otro lado de la calle pero con entrada por el lado opuesto de la manzana. Allí el hombre del abrigo se explicó en voz baja mientras miraba nerviosamente las calles vacías. Su nombre era Paul y acababa de sustituir a un tal "Ferdinand" que había caído en manos alemanas pocos días antes. El mensaje de Londres en que le avisaban de la llegada de Bertrand le había resultado muy difícil de descifrar y solo había logrado colegir el lugar y la fecha de la cita. Seguramente las contraseñas estaban indicadas en la parte del mensaje que no había leído. Le mostró el mensaje en cuestión escrito en un papel que sacó de una carpeta en que parecía haber muchos más. Necesitaría cuarenta y ocho horas para organizar la entrega. Sugería una nueva cita el día 5 de enero -dos días después- de ocho a ocho y media, nuevamente frente a la estatua de San Antonio de Padua. Bertrand asintió. Para su sorpresa Paul sacó una agenda y apuntó la cita en la página correspondiente al día 5. En todas las páginas de la agenda había escrita la palabra "polak" que significa "polaco" en ese idioma. Paul parecía muy nervioso y agitado. Tras guardar la agenda se despidió y se marchó en dirección a las escaleras junto al funicular. Bertrand tomó la dirección opuesta, hacia Lamarck por la calle de la Bonne. Hasta donde pudo ver, nadie le seguía.

Bastante antes del amanecer del segundo día Bertrand subía por la calle Lamarck para su nueva cita con Paul. La noche anterior había cenado con su mujer y su hermano -este último de visita clandestina en Francia con llegada y salida en submarino. Durante la sobremesa había comentado que tenía un presentimiento muy negro pero que no quería desfallecer. Esa ansiedad le había hecho llegar demasiado pronto y ahora se daba cuenta de que la tapadera del turista resultaba inverosímil a una hora tan intempestiva. Pasó una monja en bici y Bertrand pensó que iba a atender a un moribundo. Un cuervo negro volaba a poca distancia del suelo. Langer consideraba que los gatos negros daban buena o mala suerte según en qué dirección te los cruzabas y Bertrand trató de interpretar el augurio del cuervo con ese criterio pero no logró recordar qué dirección era la favorable. El cielo fue clareando y se cruzó con algunas personas dispersas. No había coches parados, personas en actitud sospechosa, ni ningún indicio negativo más allá de la sensación ominosa que le invadía. Uno de los transeúntes resultó ser un tendero, que procedió a levantar la puerta metálica de su establecimiento con una gran manivela. Eso hizo salir a Bertrand de su ensoñación. Se dirigió hacia la basílica tratando de concentrarse en la contravigilancia.

La proximidad de la Epifanía hacía que hubiera muchos más fieles en los bancos. Reconoció de la vez anterior a una señora de avanzada edad, que decidió no representaba ningún peligro. Realizó una cautelosa ronda y descubrió con pesar que el punto que había considerado ideal para controlar la zona de San Antonio de Padua sin ser visto tenía todos los bancos ocupados. Para su juicio profesional, el lugar en que se vio obligado a sentarse estaba demasiado cerca del santo y demasiado lejos de la puerta lateral. Una vez más se sobrepuso al instinto y esperó. No quería rezar para no perder la alerta y su mente viajó a la guía de la basílica que había adquirido para tener un plano del edificio. Montmartre era una corrupción de Mont des Martyrs, la colina de los mártires. El nombre era un recuerdo para Saint Denis y sus compañeros, decapitados con pequeñas hachas sin afilar para causarles el máximo dolor. Bertrand repitió las palabras que había leído en la guía y eran el lema de la basílica: "Señor, amo la belleza de tu casa, donde reside tu gloria." Nuevamente hizo un esfuerzo para sustraerse al misticismo pero el terror lo invadía y pensó en Jesús en el huerto de Getsemaní, esperando el tormento.

En ese momento los vio. Eran cuatro hombres que habían entrado por la puerta lateral contraria. Dos de ellos hablaban entre sí y uno de los dos salió de nuevo al exterior. No le habían mirado y decidió esperar. Empezaron a caminar por el deambulatorio como si quisieran dar la vuelta al ábside. Estarían un minuto y pico sin contacto visual con él. Midió mentalmente la distancia con la puerta y se concentró en no correr hasta estar en el exterior. Cuando los hombres desaparecieron de su vista, hizo el gesto de levantarse pero una mano sobre su hombro lo hundió de nuevo. El cuarto hombre le susurró desde su espalda que "era mejor que no se levantara." Los otros se acercaban a la carrera, dos de ellos enarbolando pistolas y el tercero con unas esposas unidas por una barra rígida. Mientras esperaba estupefacto que llegasen hasta él, Betrand lanzó un interrogante que parafraseaba a Jesucristo en la cruz: "Señor, ¿por qué me has hecho volver para que me capturen?". Lo sacaron esposado de la basílica por la puerta que creía que iba a usar para evadirse. Mientras el coche en que lo transportaban recorría las calles de París, Bertrand sentía una profunda soledad. Sentado entre dos esbirros, miraba a los ocupantes de los otros vehículos cuyo destino le era tan ajeno como el suyo a ellos.

El coche se dirigió al 101 de la avenida Henri-Martin y al llegar entró en el portal, cuyo portón se cerró tras él. Para un prisionero era importante saber la dirección a la que era trasladado, porque de eso dependía el tratamiento que iba a recibir. El 101 de Henry-Martin era la guarida de la banda de Christian Masuy, que actuaba como franquicia en París del Abwehr. Sus métodos de interrogatorio solían consistir en apaleamientos con cachiporras y sobre todo asfixias prolongadas en una bañera, técnica ésta de la que Masuy se consideraba un virtuoso. La mayor parte de resistentes caídos en las redadas habían pasado por la bañera de Masuy, que lograba confesiones mucho más operativas que la franquicia de la Gestapo dirigida por Heny Lafont, cuyos interrogatorios a base de látigos de acero, miembros dislocados y mutilaciones, eran más una muerte lenta que una verdadera encuesta. Ambas franquicias se financiaban -como se ha explicado en otro capítulo- mediante la compra venta de antigüedades y objetos de valor robados, de manera que la Gestapo y el Abwehr no solo no tenían ningún coste sino que sus miembros recibían sobresueldos.

Masuy en persona acudió a interrogar a Bertrand, en un lujoso despacho del segundo piso. No le conocía en persona, pero sí que estaba al tanto de todos los detalles de su biografía. Su verdadero nombre era Georges Delfanne, nacido en Bruselas en 1913 y desde muy joven militante violento de la ultraderecha belga. Con una vocación innata para combinar la política y la delincuencia, en los años 30 había montado una red para sacar judíos de Alemania a cambio de quedarse con todas sus posesiones. La policía alemana lo detuvo pero muy pronto logró salir libre. Emigró a Francia, donde fue detenido por espionaje a favor de los alemanes. Éstos lo liberaron tras la derrota francesa de 1940 y así pudo volver a París. Se introdujo en el negocio del saqueo de los pisos y mansiones de las familias que habían huido de la capital, pero añadiendo una gran mejora en la gestión que le permitió trabajar a gran escala en un negocio que hasta entonces había sido un minifundio de amateurs. Con gran habilidad supo buscar el padrinazgo del Abwehr, que le dio cobertura legal para sus desmanes, haciéndose valer a tiros cuando la ocasión lo requería. Se decía de él que nunca salía de casa sin llevar tres armas encima y que siempre era el primero en disparar. Su talentosa excelencia en el delito le llevó a acumular en cuatro años una fortuna que le convirtó en uno de los hombres más ricos de París, con mesa reservada en los mejores locales y permiso para aparcar sus lujosos coches frente a la puerta principal. Este título lo compartía con el de ser uno de los individuos más crueles de la capital, con un comportamiento que rozaba la patología psicótica. Su encantadora personalidad, su aguda inteligencia y su habilidad para la simulación le habían permtido infiltrarse en las redes de la Resistencia. Cuando las detenciones se habían consumado, él mismo torturaba durante días a sus compañeros de célula, sin distinguir edades ni sexos. A principios de 1944 hacía tiempo que ya era demasiado conocido para infiltrarse él mismo y por tanto delegaba ese aspecto de su actividad, pero en cambio seguía llevando personalmente los interrogatorios de cachiporra y bañera, por largos que fueran.

Masuy tenía un aspecto juvenil, iba bien afeitado y utilizaba ropa cara, aunque demasiado llamativa para resultar elegante. Cuando se presentó ante Bertrand llevaba una camisa escarlata, una corbata negra y un delantal de caucho, seguramente para no mojarse con las salpicaduras de la bañera. Dos esbirros registraron con brutalidad a Bertrand y fueron poniendo sobre una mesa lo que le encontraban encima, mientras Masuy lo examinaba comentando en tono burlón los detalles: "Tarjeta de indentidad falsa a nombre de George Baudin, permiso de trabajo falso con el mismo nombre, tarjeta de desmovilización falsa... Vaya! un permiso de conducir falsificado en Londres!". Además de los papeles falsos, encontraron una libreta de notas con anotaciones cifradas y una lista de frecuencias de radio usadas por la Gestapo. Bertrand no debería haber acudido a la cita con esos objetos encima pero era demasiado tarde para lamentarse. También encontraron un abono anual ferroviario, papel de váter en abundancia y una colección de vales de racionamiento, además de 20 000 francos en metálico que desaparecieron rápidamente en los bolsillos de los presentes. El que llevaba la voz cantante le dijo que estaba claro que viajaba mucho y con una identidad falsa, lo cual sumado a las anotaciones de la agenda y a la lista de frecuencias lo acreditaba como reo de espionaje para una potencia extranjera. Sería fusilado con toda seguridad, pero antes debería ayudar a la justicia. Por suerte para él estaba en manos del Abwehr, que era una organización de personas inteligentes. Si no colaboraba con ellos sería entregado a la Gestapo, que eran unos brutos asesinos que lo despedazarían vivo. Para que no se hiciera una idea equivocada sobre los "interrogatorios inteligentes" del Abwehr, y con la excusa de preguntarle si los conocía, hicieron pasar a tres hombres encadenados que apenas se tenían en pie a causa de las torturas que habían sufrido a manos de los que estaban en la sala. No los conocía pero pensó que quizás uno de ellos fuera el infortunado "Ferdinand". El hecho de que no estuviera Paul le hizo sospechar que éste era quien le había entregado.

A continuación empezó el interrogatorio, que era violento pero más con un estilo tercer grado policial que con las torturas medievales que seguramente seguirían. La intimidación incluía gritos, empujones y la continua presencia de pistolas apretadas contra su cabeza mientras los portadores de éstas crispaban sus caras como si fueran a disparar. Tras un tiempo de este tratamiento y con los interrogadores turnándose para no dejarle descansar, Bertrand sintió que desfallecía. Quizás ellos también lo notaron porque el griterío cesó y le dijeron que ahora iban a inyectarle una droga que le haría hablar pero que en caso que no lo hiciera, su siguiente parada sería la bañera, en la habitación de al lado.

Bertrand decidió que no tenía sentido seguir. La droga le daba un miedo especial porque perdería el control y no sabía hasta donde llegaría en su confesión. Tampoco estaba seguro de poder resistir la tortura, porque era un tópico entre los agentes que nadie podía y que derrumbarse era solo cuestión de tiempo. Con toda la solemnidad que pudo reunir comunicó que él era Gustave Bertrand, miembro del Deuxieme Bureau del gobierno de Vichy, obligado a pasar a la clandestinidad por la huida de sus jefes a Argel. Su confesión, hizo que el ambiente en la sala cambiara radicalmente. Masuy estaba muy contento de haber capturado una presa tan valiosa. Al parecer los alemanes habían circulado sus datos en 1940 y desde entonces lo estaban buscando como responsable de criptoanálisis del servicio secreto francés. Cuando se lo hicieron saber, Bertrand rebajó mucho la importancia de su trabajo antes de la guerra y desvió la atención hacia sus actuales tareas de enlace con los británicos para el gobierno de Vichy. Acertó plenamente porque Masuy enseguida imaginó el poder que le daría controlar un agente doble que intoxicara para los alemanes a los más altos mandos del SIS. Bertrand le avisó que si eso era lo que quería hacer era importante que lo dejara en libertad cuando antes, ya que los británicos eran muy precavidos y la mínima sospecha de que había sido capturado causaría que lo considerasen enemigo. Como primera medida fueron a buscar a Mary, la esposa de Bertrand, a la dirección que éste les dio y la llevaron "a un lugar seguro".

Masuy no tenía autoridad para liberar a Bertrand y decidió trasladarlo al Hotel Continental, sede del Tribunal de Excepción, para que se encargara del caso la verdadera Abwher, de la que él era solo un empleado extranjero. Ese traslado era una buena noticia para Betrand, porque significaba que de momento no habría bañera.

Mientras esperaban el coche para el traslado, apareció un viejo conocido de Bertrand. En la primavera de 1940, cuando Bélgica expulsó a todo el personal de la embajada alemana en Bruselas, los que no tenían cobertura diplomática habían sido evacuados a través de Francia en un vagón de tren. La policía francesa había interceptado el vagón en Lille, sospechando que muchos de los pasajeros eran agentes de los servicios secretos alemanes. Habían recibido órdenes de interrogarlos uno por uno, y detener a los sospechosos para juzgarlos por espionaje. Bertrand había acudido desde París, enviado por Rivet para supervisar la operación y tratar de reclutar a algunos de ellos. Uno de los que estaba recibiendo el interrogatorio más intensivo y que más probabilidades tenía de acabar en el calabozo o fusilado, era Otto Brandl. Había sido el responsable del Abwehr en Bélgica, pero a pesar de su alto rango en el mundo secreto carecía de un cargo diplomático equivalente que le protegiera. Bertrand lo sacó de las manos de la policía y se excusó por el tratamiento de delincuente que le habían dado. Le dijo que él también era un miembro de la inteligencia militar y que por mucho que el azar los hubiera puesto en bandos distintos, debían respetarse. Aunque Brandl no aceptó trabajar para los franceses, Bertrand dejó que se fuera libre como muestra de fair-play. El alemán quedó muy impresionado y cuando se despedían le prometió que si en el futuro se volvían a encontrar se tratarían como caballeros. Cuando en el porche del 101 de la avenida Henri-Martin, Bertrand vio la cara de Otto Brandl sonriéndole, se alegró de haber pedido a los esbirros de Masuy que le dejaran conservar su rosario, porque solo la Providencia podía estar detrás de ese encuentro. Mientras explicaba su historia a Paillole en Londres, éste no pudo dejar de sonreír internamente viendo el giro místico de Bertrand. Pero fuera el azar o fuera alguna de las deidades sobrenaturales a que Bertrand se había encomendado en el Sacre Coeur, lo cierto es que el encuentro incrementaba mucho sus posibilidades de supervivencia. Brandl era el responsable de supervisar a Masuy en nombre del Abwehr. Más aún, él era quien lo había reclutado y quien lo había salvado de ser fusilado en una cárcel francesa, acudiendo rápidamente a liberarlo tras el Armisiticio. En cierto sentido Masuy le debía la vida a Bertrand, lo cual embarullaba mucho el relato sobre los designios de la Providencia. Hicieron el trayecto hasta el Continental sentados en el asiento de atrás y Bertrand reiteró su oferta de trabajar para los alemanes siempre que fuera contra los ingleses, nunca contra Francia.

Bertrand conocía muy bien el exterior del Continental porque había hecho muchas vigilancias clandestinas, primero para intentar contactar con Lemoine o al menos saber qué estaba explicando y después como parte de un plan británico para ametrallar con un avión a una banda de música que desfilaba cada mañana por los Campos Elíseos y que se alojaba en el hotel. Le dieron una habitación lujosa, con un baño con agua caliente, toallas y jabón. El camarero le comunicó que si quería recibir el tratamiento de lujo que había tenido "Mr. Lemoine" debía pagarle a él por adelantado. Bertrand contestó hoscamente que le habían robado todo su dinero, por lo que recibió la ración estándar consistente en unos bocadillos pringosos y media botella de vino a granel. Despreció los bocadillos pero se bebió de un sorbo el vino. Algo más tarde un edecán se presentó en la habitación y solicitó audiencia con toda ceremonia para el responsable del Abwehr en París, el general Rudolf. Bertrand aceptó con la misma pompa. Tras una nueva espera, Oberst Rudolf entró y se cuadró tras un taconazo, saludando en voz alta al "Comandante Bertrand". La solicitud de éste de colaborar iba a ser estudiada en una reunión que tendría lugar durante la cena y hasta que no hubiera decisión debía permanecer allí. Antes de irse cambió el tono y con una voz que heló la sangre del francés le dijo que habían pedido informes a toda la organización y que si una sola cosa de lo que había dicho resultaba falsa, sería entregado a la Gestapo antes de fusilar lo que quedara de él tras los interrogatorios. Luego se fue y Bertrand se quedó solo a rumiar sus terrores.

Las siguientes horas se le hicieron eternas. Es probable que a Paillole se las resumiera en pocas frases, pero en sus memorias les dedica muchas páginas. Tras la marcha de Rudolf, estuvo un rato escuchando los movimientos del centinela que vigilaba su puerta. Por la ventana llegaban los cantos de la guarnición. Reconoció algunos himnos militares mezclados con música navideña y versiones etílicas de Lily Marlen que desprendían una tristeza abismal. No podía apartar su mente de lo que pasaría si los polacos o Lemoine habían hablado. Eran dos temas sobre los que había especulado durante meses, interrogado discretamente por Dunderdale. Ahora su vida dependía de la respuesta y la perspectiva no era halagüeña. Lemoine era un hedonista cobarde y los polacos, por duros que fueran, tenían el límite de todo ser humano. Rudolf le había hecho traer una cena más decente que incluía una nueva dosis de vino, esta vez de excelente calidad, como los que debía haber tomado Lemoine. Bajo los efectos del vino, se sentó en una mullida butaca y al poco cayó en una agitada duermevela. Soñó que estaba en primera línea de batalla, en los Dardanelos, en Bélgica, en Bulgaria... siempre rodeado de muertos con los cuerpos horriblemente mutilados, con las fosas nasales oliendo a muertos podridos y los pies hundidos en ennegrecida carne corrupta. Un ruido espantoso fue subiendo de volumen hasta que se despertó a la engañosa confortabilidad de la habitación. El silencio que agradeció al despertarse se fue tornando una obsesión a medida que pasaba el tiempo. Las campanas de una iglesia cercana hacían que pasara aún más lento y el reloj de pulsera que le habían dejado se lo mostraba congelado. La madrugada avanzaba sin que nadie se presentara a comunicarle su destino. La cena de Rudolf debía haber degenerado en una fiesta. Decidió acostarse en la cama vestido para no recibir su sentencia en calzoncillos. Cayó otra vez en una tensa duermevela y se fue hundiendo en ella a medida que los sueños se hacían cada vez más reales. Se despertó atado a un poste de fusilamiento. Los soldados manipulaban sus fusiles mecánicamente mientras él se esforzaba en recibir a la muerte con la dignidad de un oficial muriendo por su país, la frente alta y la mirada desafiante. Se fijó en que el sable del sargento que daba las órdenes era igual que los que utilizaban sus superiores en el campo de batalla para lanzar las cargas de infantería. Los soldados dispararon y él estaba muerto. Colgando del poste, veía al sargento que se acercaba a darle el tiro de gracia con su pistola. Cuando ya estaba muy cerca, un terror desesperado hizo que se liberara de sus ataduras, saltara al cuello del sargento y lo destrozara con una ferocidad tan terrible que el horror lo trasladó de nuevo a la habitación del hotel. Eran las seis de la mañana y clareaba. Los ruidos de la calle le hicieron sentir otra vez la soledad que había vivido en el coche, cuando circulaba por París en dirección a la guarida de Masuy. Para la ciudad que despertaba solo era un día más. El servicio del hotel no había olvidado su negativa a pagar "extras" y por todo desayuno un guardia malcarado le trajo una taza de café "ersatz".

A las diez oyó unos pasos rápidos por el pasillo, la puerta se abrió con estrépito y entraron Otto Brandl y Masuy. Lucían amplias sonrisas y querían estrechar su mano una y otra vez, felicitándole. El General Rudolf estaba de acuerdo en que Bertrand trabajara para ellos y podían empezar inmediatamente. Triunfantes, bajaron a la calle los tres como grandes amigos. Al llegar a la acera, Brandl pidió a Bertrand que le acompañara un momento. Doblaron la esquina y entraron en el lujoso Mercedes del alemán. Como supervisor de todos los bureaus militares, había amasado también una gran fortuna. Quería decirle a Bertrand que ahora estaban en paces. Le había salvado la vida para devolverle el favor pero dejaba a su criterio trabajar o no para "ellos". A él eso no le importaba nada. Se dieron la mano con fuerza y se despidieron para siempre.

Masuy estaba de un humor inmejorable y al parecer se había tomado el día libre. En su coche personal fueron al 101 de Henri -Martin a recoger el abrigo y las pertenencias de Bertrand (excepto los 20 000 Francos que ni aparecieron ni preguntó por ellos). Luego el chófer los condujo al domicilio particular de Masuy, un suntuoso palacete en Neuilly, propiedad de un multimillonario judío de origen rumano, deportado a Alemania y a esas alturas probablemente muerto. Era una vivienda fastuosa, con dos plantas más un piso para el numeroso servicio y rodeada de un amplio jardín. Allí encontró a Mary, su mujer, que había sido llevada el día anterior tras algunas peripecias. Un Masuy exultante los condujo a una habitación regia, con un cuarto de baño de uso exclusivo. Allí estaba su equipaje, llevado por Mary que, con la excusa de ir a recogerlo al alojamiento del matrimonio, había destruido la información comprometedora que contenía. Eso salvó la red de Bertrand en París de la destrucción e impidió que éste fuera incriminado por mentir cuando afirmaba que el único motivo de su visita a París era recoger el emisor de radio.

Los Bertrand pasaron un día muy agradable como huéspedes de los Masuy, que les mostraron la mansión y su lujoso mobiliario. Sobre los muebles había armas de muchos tipos y calibres que todos simulaban no ver. La mujer de Masuy y el servicio estaban muy contentos de tener por fin unos invitados a la altura, acostumbrados a recibir a todo tipo de rufianes y asesinos. Bertrand no era un gran señor como Lemoine pero podía comportarse de una forma bastante aproximada, dejando que le quitaran el abrigo o le cedieran el paso, como si fuera lo más natural.

Masuy se ausentó por la tarde pero volvió para una cena de gala a la que asistieron las dos hijas del matrimonio, de 3 y 10 años respectivamente. Bertrand y su mujer volvieron a exhibir su educación exquisita y su costumbre de comer con servicio, inclinándose al lado correcto para que los sirvieran o haciendo el gesto correcto para pedir vino. La mujer de Masuy estaba abrumada por contar con tan buena compañía y muy agradecida a su marido de que sus hijas pudieran ver a alguien comiendo sin eructos, palabrotas y los líos con los cubiertos que se solían hacer los invitados habituales. La conversación versó sobre los problemas entre el Abwehr y la Gestapo. La Gestapo no debería actuar fuera de territorio alemán, pero a base de conspiraciones y enchufismos había obtenido el favor de Hitler para trabajar en todos los territorios ocupados por Alemania. La Abwehr trabajaba con Masuy porque de esa forma evitaba el control de la Gestapo. El principal problema que veía Masuy era que la Gestapo reclamaba a Bertrand con insistencia y el poder de la Abwehr era cada vez más escaso dentro de la jerarquía nazi. Debían ser precavidos y moverse con discreción.

La velada terminó con los dos hombres solos, intercambiando confidencias mientras bebían el exquisito cognac que salía de una vieja botella, frente a las llamas que bailaban en una elegante chimenea de mármol. Masuy explicó los secretos de la bañera con gran delectación. La víctima debía estar desnuda para visualizar su indefensión, pero el interrogador no debía confiarse y tenía que sujetarla bien porque los movimientos instintivos ante el ahogo podían ser muy violentos. Lo crucial era crear un crescendo psicológico para que el temor al siguiente paso matara la esperanza creada por estar resistiendo el actual. Para conseguir el efecto creciente, al principio se hundía en la bañera solo la cabeza de la víctima, pero poco a poco se la iba empujando dentro, hasta que en caso de que no hablara terminaba dentro doblada y sumergida de forma que apenas podía respirar incluso si nadie la sujetaba. Durante los cambios de posición, era bueno dejar que la víctima se recuperara, ayudándola a secarse e incluso dándole café o haciendo algunas bromas para que se relajara. Uno de sus trucos personales era no cambiar el agua, de manera que cuando había series largas de interrogatorios, ésta iba quedando cada vez más sucia de lo cual se excusaba cínicamente, echando la culpa a las víctimas anteriores por su poca educación.

Al día siguiente Bertrand y Masuy salieron hacia Vichy a primera hora de la mañana, acompañados de un esbirro y de Wiegand, el mismo agente del Abwehr que había orquestado la caída de Lemoine. Al entrar en el coche, Mausy mostró las varias armas que llevaba encima y le dijo a Bertrand que no se preocupara porque iban bien pertrechados. El trayecto hasta Vichy les llevó todo el día a causa del clima infernal. Al llegar, se alojaron en el hotel Lilas sin registrarse en recepción. Wiegand los abandonó diciendo que pasaría la noche en el Astoria. A la mañana siguiente, Bertrand cifró un mensaje para Dunderdale, salió a la calle sin vigilancia y lo entregó en un buzón clandestino para que fuera transmitido desde Clermont-Ferrand. Intentó utilizar expresiones extrañas para sugerir que estaba detenido y que no lo había redactado él. En el texto pedía una nueva cita para recibir el emisor, si bien afirmaba que le llevaría tiempo preparar su regreso a París. En realidad partió hacia París una hora después, tras acudir a la cita concertada con Masuy y Wiegand en la estación de tren. El regreso fue otro suplicio, pues el coche que habían traído era un modelo barato para no llamar la atención y se averió varias veces. Masuy, Bertrand y Wiegand tuvieron que empujarlo bajo el aguanieve mientras el esbirro lo intentaba arrancar. Dejaron a Wiegand en el hotel Lutecia -sede del Abwehr- y volvieron a casa, a refugiarse en la confortabilidad de las alfombras y la calefacción central del palacete de Neuilly. Allí les esperaba una cierta alarma por el retraso y otra cena de gala.

Por la mañana, Masuy cedió a los ruegos de Bertrand y permitió que él y su mujer se alojaran en un hotel del centro. Cuando estuvieron instalados, le llamaron para darle el teléfono por si tenía urgencia en contactar con ellos. Era sábado y Bertrand se pasó el resto del fin de semana haciendo contravigilancia en los alrededores de su alojamiento sin detectar ninguna presencia sospechosa.

Masuy fue a buscarle el lunes a primera hora conduciendo un lujoso descapotable. Le condujo hasta el Boi de Boulogne para discutir las condiciones de la colaboración de Bertrand. Manifestó estar un muy cansado físicamente por haberse pasado la noche en blanco torturando a varias víctimas muy tozudas. Pensaba acostarse a continuación pero antes quería dejar zanjado el tema. Lo primero que debía hacer Bertrand era entregar toda su red y a cambio podía quedarse la mitad de los fondos de que disponía ésta. También debía denunciar a todos los oficiales del Deuxieme Bureau que se hubieran quedado en Francia. A continuación podrían empezar con los trabajos serios que incluían intoxicaciones a gran escala para Londres y París. Debía entregar sus códigos de cifra para que pudieran enviar los mensajes sin necesidad de que él saliera de París. Viviría en un palacete más pequeño que el de Masuy pero cerca del de éste y también con "calefacción y servicio". Bertrand estaba muy agradecido por la forma como su amigo lo había salvado de la Gestapo y le había permitido obtener un puesto de combate en el que luchar tanto contra Inglaterra como contra los traidores de Argel, a la vez que se procuraba una vejez confortable. Viajaría con su mujer a Vichy como si estuviera en una misión normal y procedería a tranquilizar a sus contactos, que se hallaban inquietos ante su extraño comportamiento de los últimos días. Cuando estuviera seguro de que todo estaba tranquilo y ninguno de sus agentes estaba oculto en los pisos francos de seguridad, se podría proceder a las detenciones. Proponía una cita para el jueves al mediodía en el bar de la estación de tren de Vichy. Si fallaba esta primera cita, proponía una segunda para las siete de la tarde en el mismo lugar. Masuy expresó algunas dudas pero Bertrand le emplazó a juzgarle el jueves cuando se encontraran en Vichy. Masuy estuvo de acuerdo y se excusó en el cansancio para no acompañarle al centro otra vez. Lo dejó en una parada de metro y cuando Bertrand se sacaba el sombrero para saludar, Masuy le detuvo el gesto con estas palabras: "Déjatelo puesto, soy yo quien te saluda con respeto". Esa tarde, Mary compró la planta más cara de la floristería más cara (un gran cactus de 2 000 Francos) para mademoiselle Masuy, así como unos cuadernos de dibujo para las niñas, y lo arregló todo para que se lo hicieran llegar a la mañana siguiente al palacete de Neuilly.

El martes 11 de Enero de 1944, el matrimonio Bertrand tomó en la gare de Lyon el tren de las ocho y cinco de la mañana hacia Vichy. Nadie fue a despedirles y si los vigilaban era de forma tan discreta que no supieron darse cuenta. Al llegar se instalaron en un hotel frente a la estación, utilizando los papeles falsos que les había proporcionado Masuy. Bertrand se pasó todo el día con sus contactos pero en lugar de tranquilizarlos les pidió que alertaran a toda su red del peligro que corrían. También dio información de redes que no conocía pero que sabía que estaban infiltradas porque Masuy se había jactado de ello. Nombró como sucesor a su segundo -Lucien- y le entregó sus claves personales para que fuera el enlace con Londres. Finalmente redactó, cifró y envió a Clermont Ferrand un largo telegrama a Dunderdale pidiendo la exfiltración inmediata a Inglaterra para él y su mujer. Rogando a la providencia que no hubiera ningún traidor entre los que ahora sabían de su regreso a las filas francesas, se retiró al hotel a esperar la noche. En cuanto cayó la oscuridad, desapareció de Vichy y pasó otra vez a la clandestinidad en la zona de Clermont-Ferrand, cien kilómetros al sur. El jueves Masuy esperó en vano todo el día en la estación, vigilado de lejos por varios patriotas que se reían en silencio de su estupefacción. Bertrand había querido organizar su asesinato durante la espera, pero había sido disuadido por Lucien que consideró que no era el momento ni el lugar para disponer del gangster.

Las semanas siguientes fueron una pesadilla terrible para Bertrand. El admirable temple mostrado en París desapareció y un pánico irrefrenable lo atenazaba a todas horas. Cualquier gesto extraño de un transeúnte o cualquier ruido en la noche, lo ponían en un estado de hiperalerta histérica que era en sí mismo un peligro. Moviéndose de piso franco en piso franco, solo la entereza de su mujer lo salvó en más de una ocasión, cuando se acercaban a un control y ella lo apartaba viendo que temblaba de pies a cabeza. Sus contactos esporádicos con la organización le confirmaban que los alemanes y sobre todo Masuy, lo buscaban desesperadamente. Afortunadamente para Bertrand, por esas fechas Canaris, el director de la Abwehr, cayó en desgracia con Hitler y éste disolvió la organización de un plumazo. Con sus protectores a la baja, Masuy tuvo que preocuparse de que Lafont -su rival de la calle Lauriston protegido por la Gestapo- no lo eliminase y eso debió limitar su dedicación a la venganza de quien se había reído en su cara con ese desparpajo. La BBC radió un mensaje personal que significaba que el matrimonio estaba en Londres, para que la búsqueda cesara. En realidad seguía en Francia y la exfiltración no sería posible hasta que Bertrand recuperara la capacidad para viajar con identidad falsa sin derrumbarse.

Poco a poco se fue tranquilizando. Adquirió ropa diferente, se dejó bigote, cambió su peinado, se acostumbró a llevar gafas y cultivó una gesticulación algo excéntrica. Con todos estos cambios creó un personaje totalmente nuevo, al que dotó de unos papeles falsificados algo precarios pero suficientes para un control callejero. Para demostrarse a sí mismo que había superado el pánico, realizó varios viajes a Vichy, paseando por la calle a cara descubierta con su extraña identidad.

Dunderdale no aprobaba estos excesos y quería que saliera de Francia cuanto antes. El 27 de Abril Bertrand acudió a una primera cita frente a la estación de Nimes pero el contacto no apareció. Unos días después falló otra cita en Orleans porque el grupo que le esperaba era tan numeroso que Bertrand pensó que eran agentes de la Gestapo y abandonó el lugar sin darse a conocer. Los vuelos de los Lysanders solo operaban con la luna negra y al perder esa cita tuvo que esperar tres semanas a la siguiente ventana. Tras un intento fallido porque el Lysander había sido derribado por los alemanes, logró embarcar en el que le había conducido hasta la presencia de Paillole.

Tras haber oído su larga historia, Paillole le preguntó específicamente si en algún momento había sido interrogado sobre Enigma y los polacos. Bertrand le confirmó que no. Masuy había aludido una vez a la seguridad del cifrado alemán como uno de los temas sobre los que Bertrand debía informar, pero sin darle mayor importancia. También le habían dicho que Hans Thilo-Smith había "confesado todo", pero sin entrar en ningún tema concreto de su confesión. Contra todo pronóstico, parecía que los polacos no habían cedido a la tortura, que Lemoine tampoco había llamado la atención sobre el tema y que la Abwehr había sido incapaz de hacer las preguntas correctas. Para terminar la entrevista, Paillole felicitó a Bertrand por su astucia y su valor. Al salir, comunicó a Menzies que Bertrand no era un agente doble y que los alemanes seguían creyendo en la inviolabilidad de Enigma. A la mañana siguiente, fue al hotel de Bertrand y en privado -sin los micrófonos ocultos de la víspera- le dio algunos consejos sobre cómo contar su historia tanto a los ingleses como a los gaullistas que habían acabado con Rivet. Bertrand tenía mucha curiosidad por saber qué día sería el desembarco, pero Paillole no contestó a sus preguntas. El desayuno de Paillole y Bertrand tuvo lugar la mañana del domingo 4 de junio de 1944 y el desembarco estaba previsto para el día siguiente. A pesar de sus promesas a Paillole de respetar su opinión, es más que probable que Menzies recibiera una trascripción independiente del relato de Bertrand a partir de la escucha realizada. Decretó que Bertrand estaba limpio pero debía ser vigilado de forma continua hasta que el desembarco empezase.

En Bletchley Park todo estaba preparado. Todos los departamentos habían sido reforzados y el personal en la mansión alcanzó la cifra record de 7 000 personas. Para proteger la fase naval de la operación, se había instalado una estación de escucha en la propia mansión con equipos nuevos, grandes antenas y las mejores operadoras. De esta manera los mensajes podrían ser descifrados de manera inmediata tras su intercepción. Hinsley, a cargo del operativo, había garantizado un tope de media hora desde la recepción hasta el momento en que estuviera en manos de los oficiales de inteligencia. Se esperaba que los Lobos Grises salieran de sus guaridas para librar su última batalla contra la flota que transportaba la fuerza de invasión. Para la fase posterior al desembarco, varias docenas de camiones SLU como los que habían operado contra el Africa Korps acompañarían a las tropas en cuanto hubiese una cabeza de playa mínimamente segura. Los oficiales autorizados tendrían a su disposición información en tiempo real de todo su sector. Estaciones Y móviles trabajarían con los emisores de baja potencia siguiendo también la práctica establecida en África.

El Colossus II estaba en funcionamiento desde su fecha de entrega, el jueves anterior. Para evitar el traslado desde Dollis Hill, Flowers y su equipo habían decidido montarlo directamente en el Bloque F, en Bletchley. Esto había creado muchas más dificultades de las previstas y no estaba claro que se hubiera ahorrado tiempo. Lejos de sus talleres y con equipamiento limitado, los ingenieros del Post Office habían tenido que pasar muchas horas luchando contra las corrientes parásitas, los excesos locales de voltaje y los fenómenos ondulatorios, en inferioridad de condiciones. Las entradas y salidas de la mansión, así como los viajes de ida y vuelta a la sede central, causaban grandes retrasos por los largos trámites de identificación, los registros y los cambios de conductor. La última noche resultó frenética. Calzados con botas de agua porque un escape había inundado el local, los ingenieros habían soldado resistores a granel para acabar con una anomalía especialmente persistente. Con grandes ojeras, entregaron el aparato a su hora. Además de las ventajas ya explicadas, el Colossus II incorporaba un circuito diseñado por Harry Fenson que permitía realizar el rectangling. La velocidad cinco veces mayor del nuevo modelo, trinchaba las claves de la línea Medusa con asombrosa celeridad. A última hora se cambió el punto de lanzamiento de una unidad de paracaidistas porque un mensaje de Medusa reveló que una división Panzer había sido trasladada allí. En palabras del responsable de inteligencia de Eisenhower, "nunca un ejército había tenido tanta información sobre su enemigo antes de entrar en batalla".

La lista de personas que sabían que el desembarco sería el lunes se controlaba cuidadosamente y se iba ampliando paso a paso siguiendo un plan muy exacto. La noche del domingo varios turnos de Wrens fueron informadas de que en ese mismo momento los aviones con las primeras oleadas de paracaidistas estaban despegando. Al cabo de un rato llegó un desmentido porque el desembarco se había suspendido ante la previsión de la llegada de una borrasca atlántica algunos días más tarde. Los informes de Ultra sobre los planes alemanes indicaban que hacía falta una ventana de cinco días para desembarcar tropas suficientes para hacer frente a las divisiones alemanas, que arremeterían una vez el engaño del segundo desembarco se hiciera evidente. Sin la garantía de cinco días de playas sin oleaje la operación era una temeridad suicida. El problema era que en aplicación del protocolo de seguridad ahora las Wrens no podían salir de Bletchley Park. Les dijeron que pasaran la noche como pudieran porque su turno se alargaría hasta que se produjera el desembarco o se suspendiera definitivamente. Al día siguiente a media mañana fueron informadas de que los meteorólogos habían cambiado de opinión y el plan seguía adelante aunque con un retraso de 24 horas. Esa noche despegarían los aviones y al día siguiente se asaltarían las playas.

Uno de los últimos en saber lo que pasaba fue Bill Bundy. Sus mandos americanos no le dijeron nada y al parecer el domingo no estaba en Bletchley Park porque no se apercibió de la multitud de Wrens bloqueadas dentro. El lunes por la tarde había una fiesta a la que asistieron muchos jefes de departamento y los criptoanalistas veteranos. Bundy debía ser de los pocos que no sabían nada y sus compañeros de fiesta disimularon muy bien porque no sospechó. Bebieron y festejaron durante toda la velada, haciendo Martinis con sherry en lugar del vermouth italiano. Cuando llegó la hora de que los que tenían turno se incorporaran, a Bundy le sorprendió la cantidad de personas que estaban de guardia esa noche. Comprendió que pasaba algo raro cuando vio a Milner-Barry, director del Cobertizo 6, de pie supervisando la gente que entraba. No dijo nada y se dirigió a su puesto. A las tres de la madrugada, empezaron a llegar mensajes alemanes a docenas. La mayoría eran reportes de guarniciones a lo largo de la costa normanda informando del aterrizaje de paracaidistas aliados. Algunas unidades estaban siendo atacadas y pedían refuerzos. En cierto sentido, Bundy se enteró del desembarco aliado porque se lo dijeron los alemanes.

 

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