Enigma 02

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Por Román Ceano

La efímera república rusa de Kerenski se derrumbó en Noviembre de ese año, por su empeño en proseguir la guerra a pesar de la serie de derrotas que les infligieron los alemanes, y que no se distinguían en nada de las que habían sufrido los ejércitos del Zar. Un grupúsculo de intelectuales exiliados, introducido en Rusia por los alemanes, creó en pocas semanas una enorme organización de masas que tomó el poder, prometiendo tierras a los campesinos y paz a todo el país. Instauró un gobierno basado en las elaboraciones de Marx sobre el funcionamiento de la nueva sociedad capitalista y sobre las experiencias revolucionarias del siglo XIX. La variante rusa ponía mucho énfasis en evitar los errores que -en opinión de sus ideólogos- habían causado la caída de movimientos anteriores parecidos, como la Comuna de París en 1871. Habría democracia asamblearia en la elaboración de las políticas, pero una vez tomadas las decisiones, todo el peso de la ley más brutal caería sobre los que las boicoteasen.

El nuevo gobierno firmó la paz con Alemania, puesto que ése había sido su principal argumento para atraerse a las masas, concediendo territorios que, de todas formas, tampoco podía recuperar por la fuerza. Una vez liberados del frente del Este, los alemanes trasladaron la mitad de su ejército que había combatido allí, a su frente del Oeste y lanzaron a partir de Marzo una serie de cinco grandes ofensivas. La preparación había sido aún más cuidadosa que todas las veces anteriores, y tanto las tácticas como la organización reflejaban una profunda reflexión sobre aquel tipo de guerra que tanto les había desconcertado durante años. Bombardeos cortos y precisos (cada uno de los 6.000 cañones se calibró especialmente en un campo de tiro de pruebas), batallones especiales de asalto y movimientos envolventes de las posiciones mejor defendidas, derrotaron al Quinto Ejército inglés abriendo una enorme brecha en el frente -algo que no había sucedido en toda la guerra- por la que empezaron a entrar divisiones en masa.

El general alemán Luddendorf, con una deficiente y temperamental dirección de las operaciones, no consiguió aprovechar la ventaja. En lugar de tomar una dirección concreta (p.ej. hacia el mar, por detrás de las líneas inglesas) lanzó ataques en direcciones alternativas, cuya fuerza fue disminuyendo con el tiempo. Agotados por la lucha continua, desordenados por la dinámica de los combates y con unas líneas de abastecimiento no muy largas, pero tampoco suficientes para sostener el municionado de cientos de miles de soldados disparando día y noche, los alemanes se detuvieron. En un esfuerzo supremo, y echando mano de sus últimas reservas, los ingleses y franceses contraatacaron, consiguiendo a mediados de Julio de 1918 restablecer la situación anterior a las ofensivas alemanas.

La situación había vuelto al punto de partida, con los contendientes literalmente agotados. Habían soportado en conjunto un millón de bajas en cuatro meses de lucha continua. Ni en Alemania, ni en Francia, ni en Inglaterra quedaban ya hombres en edad militar para llevar al matadero, después de cuatro años de mortandad a un ritmo parecido.

A pesar de que hacía ya dieciocho meses que estaban en guerra, los norteamericanos sólo habían jugado un papel de comparsas. Sumidos en discusiones interminables sobre si los negros debían ser mezclados con blancos en los mismos batallones, distraídos por las dificultades logísticas de hacer cruzar a cuatro millones de soldados el Atlántico, ofendidos por la pretensión británica y francesa de integrar en sus ejércitos a las unidades norteamericanas, y desconcertados sobre cómo luchar en aquel tipo de guerra que tanto les recordaba el sitio de Richmond de su Guerra Civil, habían contemplado casi como espectadores los dantescos combates que habían tenido lugar. Algunas unidades se habían involucrado directamente y su empuje había tenido que ver con el fracaso de los alemanes, pero ahora había llegado el momento de tomar la iniciativa.

Desoyendo a sus aliados formaron el Primer Ejército, integrado únicamente por norteamericanos y bajo el mando del General Pershing. En septiembre se lanzaron a la ofensiva, y tras soportar pérdidas enormes incluso para los macabros estándares de esa guerra, rompieron el frente. Era la segunda vez que sucedía en ese año y en toda la guerra. Los alemanes se dieron cuenta de que habían perdido. Dos millones de norteamericanos les estaban atacando y 250.000 más llegaban cada mes a Europa. Los alemanes simplemente no podían matarlos a todos. Si mataban dos por cada muerto propio perderían la guerra rápidamente, y ni siquiera eso podían hacer una vez el ataque norteamericano superó las tres líneas de trincheras, y por tanto los alemanes se defendían en campo abierto. Con un optimismo que no se veía en Europa desde 1914, armados hasta los dientes y más numerosos que las langostas, los norteamericanos iban a destruirles. Luddendorf le dijo a su superior Hindenburg que la guerra estaba perdida y éste lo comunicó al gobierno, aconsejando negociar un armisticio.

Pocos días después todos los aliados de Alemania la abandonaron y pidieron una paz separada. En un par de semanas, mientras el leviatán norteamericano avanzaba inexorable hacia sus fronteras, Alemania se rindió, con la única condición de que fuera ocupado sólo un trozo pequeño del país. Fiel a su promesa de una paz justa, Wilson forzó el armisticio con esas condiciones. La guerra -que había parecido que iba a durar siempre, excepto si ganaban los alemanes- había terminado de golpe.

Se convocó rápidamente una Conferencia Internacional en Paris a la que debían enviar delegados todos los países del mundo. Allí se redactaría un tratado de paz en el que se sentarían las bases de un nuevo orden mundial, presidido por la diplomacia pacífica y sincera. Wilson en persona acudiría como responsable de la delegación norteamericana para asegurarse de que se cumplían sus directivas. Antes de salir en un lujoso paquebote hacia Europa, formuló en un discurso en el Senado los catorce puntos irrenunciables que presidirían la posición de su país en la conferencia internacional.

En sus catorce puntos se enunciaba formalmente la filosofía moralista del presidente y también se enumeraban algunos detalles concretos del nuevo orden. En el aspecto filosófico se condenaba el tipo de diplomacia cínica y mentirosa que se había practicado en Europa durante todo el siglo XIX, y se decía que ésa era la causa de aquella guerra apocalíptica que acababa de terminar. Se condenaba no sólo la forma de esa diplomacia sino también su fondo, basado en la amenaza física más cruda y en la complicidad de las grandes potencias europeas para oprimir al resto de naciones. Se prohibirían en consecuencia tanto los tratados secretos como el recurso a la guerra. Una Sociedad de Naciones actuaría como asamblea de iguales, decidiendo de forma inapelable quién tenía razón en cada contencioso, con independencia de la potencia militar de que dispusiera. Los países tenían la misma obligación moral que los individuos y no podían matar, mentir ni realizar ninguna acción que estuviera vedada a éstos. Todos lo países debían trabajar juntos para el progreso del mundo. Los puntos finales detallaban una lista no exhaustiva de modificaciones de fronteras, y de países que debían ser independientes. Polonia tenía el punto 14 dedicado a ella sola, y se decía que tenía derecho, no sólo a ser libre y soberana disfrutando de medios suficientes para prosperar, sino que además tendría una salida al mar, para no depender nunca más de la buena voluntad de sus vecinos que, como la historia demostraba, eran sus peores enemigos. Los funcionarios del Departamento de Estado familiarizados con el tema, dieron vueltas y vueltas a los mapas, buscando alguna forma de implementar esta directiva.

Entre Enero y Junio de 1919, la Conferencia de Paz de París trazó las nuevas fronteras de Europa y redactó el tratado que debían firmar todas las partes. Fueron meses frenéticos, en los que los miles de delegados que llenaban todos los hoteles de París forcejearon en las reuniones de las comisiones, en los pasillos y en las ruedas de prensa para conseguir torcer las cosas en la dirección que interesaba a su país. Las grandes delegaciones, como la norteamericana, la inglesa o la francesa, estaban abrumadas por la masiva negociación multilateral que tenía lugar, viéndose obligadas a tomar decisiones a un ritmo de docenas por día. Cuando en las comisiones no se llegaba a ningún acuerdo -o sea, casi siempre- se sometían las alternativas a la reunión de los tres grandes, el presidente francés Clemenceau, el primer ministro Lloyd George y el presidente Wilson, que trataba infructuosamente de seguir el faro de sus preceptos morales en aquel inextricable laberinto de intereses cruzados y resentimientos ancestrales. Había pensado estar sólo unos días en París, hasta que el proceso estuviera en marcha, pero se vio obligado a quedarse durante los seis meses que duró.

 

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