Enigma 91

Enviado por Roman en

Por Román Ceano

La tarde del 27 de Febrero de 1943 un luto silencioso recorrió la mansión a medida que los veteranos de BP se iban pasando la noticia fatal: Dilly Knox había fallecido pocas horas antes, a los 58 años de edad.

El Times de Londres publicó al día siguiente una necrológica en que se trazaba una breve biografía de Alfred Dillwyn Knox, miembro del King’s College de Cambridge, profesor universitario de gran erudición y el mayor especialista mundial en papiros griegos, muchos de los cuales le debían a él su primera traducción a las lenguas contemporáneas. Su vida secreta estaba reflejada en una frase cuidadosamente redactada al final del escrito. En ella se mencionaba que en su lecho de muerte había recibido la medalla de la orden de San Miguel y San Jorge “por servicios prestados a su país”.

Desde su recaída un año antes, había estado claro que el cáncer de estomago que padecía lo iba a matar rápidamente. No por ello la noticia fue acogida con indiferencia y tanto sus antiguas subordinadas en la Granja como sus compañeros de generación de la Sala 40, recordaron con afecto y tristeza el sinfín de anécdotas –la mayoría secretas- que habían compartido con él. En muchos pubs de los alrededores de Bletchley se brindó en silencio por su memoria.

Poco antes de morir había enviado una carta a las chicas del ISK –nombre oficial de su antiguo departamento- en la que se despedía de ellas, agradeciéndoles su lealtad. Como muestra de tozudez, incluso en ese trance dramático dedicaba un párrafo de la carta a insistir en su idea de que los criptoanalistas debían ser los manejaran la información secreta que extraían con su trabajo.

Los últimos meses los había pasado trabajando en su casa de campo de Courn Woods. Margaret Rock era quien le visitaba más asiduamente, llevando y trayendo documentos desde BP. Muchas veces Knox le daba fruta recién cogida de los árboles de la finca y todas sus antiguas subordinadas se reunían a comerla en el jardín del colegio Elmers. Ella les dijo que Knox ya no trabajaba en la Enigma de la Abwehr, sino en un “problema aislado” que no tenía nada que ver. La férrea disciplina del secreto hizo que ninguna preguntara y la duda ha llegado hasta nuestros días.

Algunos analistas afirman que Knox trabajó durante esa época en códigos soviéticos, realizando un trabajo pionero a ese respecto. No ha quedado de ello ninguna constancia. A favor de la hipótesis se cita su trabajo en el período de entreguerras en códigos del Komintern y el hecho de que nunca saliera a la luz a qué dedicó esos últimos meses de vida. Se asume que si hubiera sido algo relacionado con los alemanes estaría en el dominio público junto con el resto de documentación de BP. En contra de la hipótesis se nombra que una Enigma del Abwehr -capturada tras los desembarcos de noviembre en África- le fue entregada para su estudio y Knox realizó el criptoanálisis correspondiente (tenía un sistema de giro de las ruedas muy diferente del estándar).

Mavis Batey le visitó en el hospital Universitario cuando ya el avance de la enfermedad obligó a que estuviera ingresado. Le encontró en compañía de su hermano, consultando un libro llamado “El arte de morir” que contenía las últimas palabras de personajes históricos y autores literarios. Estaban riendo a carcajadas de algunas de las frases que contenía y se lo regalaron a Mavis, que aún lo conserva. Knox le leyó un epigrama que había compuesto y que quería usar como epitafio. Estaba escrito siguiendo una estructura inventada por él en que cada vocal se usa consecutivamente y en orden alfabético, y decía : “Como paseante en el sendero que lleva de la vida a la muerte, he conocido los relatos que hablan de las dos, pero no he encontrado en ellos verdad alguna”.

La anécdota más reciente de las innumerables que se explicaron durante su duelo sucedió muy pocos días antes del fallecimiento, después de que fuera trasladado desde el hospital a su casa de Londres para que pudiera morir en la intimidad. Una mañana le anunciaron que vendría un emisario del palacio de Buckingham a nombrarle miembro de la orden de San Miguel y San Jorge, y a entregarle la medalla correspondiente. A pesar de la debilidad extrema y del sufrimiento causado por los estragos de la avanzada enfermedad, Dilly Knox se empeñó en que le vistieran de gala para recibir como correspondía tan alta condecoración.

En el Atlántico Norte, una pequeña mejoría en el tiempo había vuelto a desatar la batalla y nuevamente los mercantes aliados estaban siendo hundidos a docenas por los submarinos alemanes. Todas las esperanzas puestas en los desciframientos de la Enigma de cuatro ruedas parecían haber sido vanas.

En la sala de seguimiento de submarinos de Whitehall, la alegría inicial de Wynn en diciembre por volver a tener toda la flota submarina monitorizada, había dado lugar a la consternación al ver la cantidad enorme de naves que Doenitz había desplegado. Tras la pausa forzada por el clima en la que todos los alfileres habían desaparecido, poco a poco habían ido volviendo y ahora tenía más de cien clavados en el mapa. Formaban una ominosa nube alargada que llenaba toda la zona del Atlántico Norte que quedaba fuera del alcance de la aviación con base en la costa. No sólo era muy difícil trazar rutas alternativas con tantos submarinos sobre el terreno, sino que cuando parecía que se había logrado los alemanes las adivinaban, puesto que habían descifrado los códigos aliados. Doenitz había sido nombrado por Hitler comandante supremo y le había dado carta blanca para utilizar todos los recursos que fueran necesarios para intentar cortar el flujo de convoyes.

En Marzo fueron hundidas 700.000 toneladas, en una serie de encuentros entre convoyes y “manadas de lobos”. Eran 200.000 más que el crítico medio millón que ambos bandos usaban como criterio. No sólo el desciframiento de la Enigma de cuatro ruedas parecía inocuo, sino también el radar centimétrico, los focos en la panza de los aviones, el entrenamiento de los capitanes mercantes, los nuevos portaviones y todo el resto de medidas impuestas por Horton. Cundió el pánico a todos los niveles del mando aliado. Se habló incluso de ideas tan disparatadas como dejar de utilizar el sistema de convoyes. Churchill confesó en sus memorias años después que ése fue el único momento en que realmente tuvo miedo.

A finales de Marzo, una especie de huracán recorrió el campo de batalla y nuevamente los dos bandos se vieron forzados a retirarse. En los corrillos de Whitehall y en los clubes de Saint James, el nombre de Horton se oía en conversaciones cada vez más crispadas. Era un hombre irascible y egoísta, que muchos subordinados no soportaban. También sus costumbres eran extrañas. Trabajaba un rato por la mañana y luego se iba al campo de golf donde comía. Después jugaba dieciocho hoyos sin precipitarse y tras finalizar la partida volvía a su puesto para trabajar hasta la madrugada.

Una de las cosas más extrañas de Horton es que no estaba preocupado en absoluto, aunque tan sólo los oficiales más próximos a él comprendían porqué. En lugar de obsesionarse con las estadísticas de hundimientos de mercantes que consultaba todo el mundo (empezando por Churchill) él tenía sus propios criterios numéricos. Para hundir las famosas 700.000 toneladas que habían causado el pánico en Londres, Doenitz había necesitado 100 submarinos, por lo que el tonelaje por submarino en realidad había descendido. También, si en lugar de mirar la carga hundida absoluta se utilizaba como criterio la proporción con respecto a la que estaba cruzando el océano, se descubría que esa proporción también estaba bajando, por lo que era cada vez más probable para un mercante completar su viaje.

Por otra parte, los hundimientos mensuales de submarinos habían ido aumentando de forma sostenida desde 1941. La proporción con el tonelaje conseguido por los alemanes a costa de cada submarino hundido empeoraba rápidamente. La vida media de un submarino en combate también había ido también bajando, y ese marzo de 1943 un comandante de submarinos necesitaba mucha suerte estadística para sobrevivir a dos misiones. Esto debía estar afectando a la moral de las tripulaciones pero además creaba un gran problema a los alemanes: aunque fabricaran submarinos a cientos, no podían producir capitanes, oficiales y marineros veteranos a esa velocidad.

Así que Horton ignoró las críticas y siguió empujando sostenidamente en la misma dirección. Para él los convoyes debían ser capaces de atacar a las manadas de submarinos, apoyados por pequeñas flotillas de barcos de guerra que patrullaran las áreas más conflictivas. Los aviones serían la clave de la victoria, y en lugar de especular sobre cosas que desconocían, sería mejor que en Whitehall se dedicara a acelerar tanto el programa de construcción de portaviones como la entrega de bombarderos de largo alcance convenientemente equipados. Un estudio caso por caso mostraba una correlación directa entre la presencia de aviones y el resultado de los encuentros.

A principios de Abril, el convoy HX231 partió de Terranova con destino a Inglaterra. Avanzó luchando contra vientos insólitos para la estación en medio de un fuerte oleaje. Siguiendo las órdenes de Horton, no esquivó la manada de lobos que le esperaba sino que navegó con rumbo de colisión. Durante cuatro días luchó contra 17 submarinos, hundiendo 4 de ellos sin sufrir apenas pérdidas. Poco después, el convoy ONS5 procedente de Inglaterra embistió a un grupo de manadas que totalizaba casi 40 submarinos. Doce mercantes fueron al fondo a cambio de 7 submarinos, mientras el resto huía.

Estos dos convoyes se convirtieron en los casos paradigmáticos de la doctrina Horton. Los capitanes de los mercantes habían maniobrado con precisión, los grupos de apoyo habían acudido rápidamente y la coordinación entre barcos y aviones había resultado decisiva. Ahora estaba claro el procedimiento y tan sólo era cuestión de insistir con determinación.

Por fin el tiempo meteorológico empezó a comportarse con arreglo a los estándares y el interminable invierno quedó atrás. Los numerosos convoyes que cruzaban el Atlántico en ambas direcciones desarrollaron una serie de batallas que destrozaron las manadas de lobos que les salieron al paso. El propio hijo de Donitz murió en el U-954 en uno de los numerosos hundimientos de submarinos que se sucedían casi a diario. Al terminar el mes de Mayo tan solo 160 000 toneladas de mercantes aliados habían ido al fondo y por primera vez el número de submarinos hundidos superó al de barcos. La vida media de una tripulación estaba por debajo de uno, lo que significaba que estadísticamente era normal morir en la primera misión.

Doenitz era un guerrero fanático que durante varios años había persistido con extrema tenacidad. Pero era también un profesional y no estaba tan loco como para no reconocer la derrota. El 24 de Mayo los desciframientos de la red Tritón, la de la Enigma de 4 ruedas, mostraron que todos los submarinos eran llamados a puerto. Los alfileres en el mapa de Wynn fueron desplazándose hacia el sur y tras rodear las islas se dirigieron a Lorient o al resto de bases en la costa francesa.

Horton ordenó una ofensiva final con aviones basados en el sur de Inglaterra que convirtió la retirada en otra catástrofe. A todo el mundo que le preguntaba le decía que era cierto, “que habían vencido a los submarinos alemanes”. El día 31 se interceptó un mensaje de Doenitz a Hitler en que le notificaba la necesidad de abandonar la ofensiva. Resultaba tan convincente que el dictador no contestó con una de sus clásicas filípicas sobre morir antes que retirarse.

Y así fue como en Junio de 1943 la batalla llegó a un súbito final mientras los convoyes recorrían las rutas una y otra vez sin que se registrara ningún incidente. Los aliados quedaron en posesión del campo de batalla para utilizarlo a su conveniencia. El buen tiempo y los largos días del verano subártico, permitirían que la gigantesca producción de la industria de guerra estadounidense pudiera cruzar el Atlántico junto con los millones de hombres que formaban sus fuerzas armadas. Por primera vez desde 1940, muchos ingleses sintieron que el optimismo había dejado de ser irrazonable, que ya no hacía falta un esfuerzo de voluntad para creer en la victoria.

(C) Román Ceano. Todos los derechos reservados.