Enigma 61

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Por Román Ceano

Todo el affaire puso de relieve la mezcla de culturas incompatibles que se vivía en Bletchley Park. La homosexualidad era bastante pública en las universidades, y en algunos Colleges era casi un motivo de distinción. En cambio en el ejército se mantenía en el más estricto secreto. Pero donde la homosexualidad era causa de mayor represión era en la burocracia de las agencias secretas del gobierno. Se consideraba un problema de seguridad. Estaba penada con la pérdida de credenciales, seguida de un juicio por haber vulnerado La ley de Secretos Oficiales.

Por suerte para Turing y para los demás homosexuales de Bletchley, la primavera de 1941 era un tiempo desesperado para el Imperio Británico y no había tiempo para preguntar a la gente con quién se iba a la cama. Por ejemplo, mientras Turing y Clarke vivían su frustrante romance, la atención del mundo secreto inglés estaba fijada en un debate que se volvía tenso por momentos, a medida que todos volcaban sus esperanzas y miedos en él.

Sucedía que antes incluso de la rendición de los últimos ingleses en Creta, el Cobertizo 6 había empezado a descifrar con regularidad una nueva red de Enigma militar, a la que se puso el nombre de Rúcula. Resultó ser la red que coordinaba los movimientos del ejército alemán sobre la red ferroviaria. Esta red coordinó una serie de operaciones que recibían el nombre de famosos actores alemanes. Todas las operaciones consistían en el envío de grandes unidades del ejército hacia Polonia, tanto las que habían participado en la conquista de los Balcanes como otras que habían permanecido en sus cuarteles en Alemania.

La comunicación operativa del Cobertizo 3 con el mundo exterior se llevaba a cabo a través de unos télex que lo conectaban con la sede de los servicios secretos en Londres. En una gran sala llena de operadoras que recibían y tecleaban a todas las esquinas del Imperio, una mesa rotulada como Estación X recibía a borbotones la información de la Fuente Más Secreta sin que nadie supiera de dónde venía o a qué se refería el nombre. Wintebotham había organizado en esta sala el mecanismo de diseminación de la información, de manera que actúase como barrera de seguridad. Los VIPs que estaban en el secreto se dirigían directamente a él, y eso era especialmente verdad para el primer ministro, al que Winterbotham llegó a tratar muy a menudo.

Él en persona preparaba cada noche un resumen del día en el que a veces incluía transcripciones completas de mensajes especialmente relevantes o curiosos. Una vez transcritos por él mismo a máquina todos los papeles, destruía las notas e introducía los folios en una vieja caja de madera forrada de cuero rojo desgastado. La caja olía a puros -que es lo que había contenido inicialmente- y era llevada a Churchill con el desayuno.

Muchas veces, el primer ministro llamaba a Wintebotham para pedir aclaraciones o para actualizar la información. En sus memorias, Winterbotham recuerda con afecto la voz socarrona y segura al otro lado del hilo, bromeando en los días más duros de la batalla de Inglaterra cuando la alerta era "invasión esperable en las próximas 12 horas". También describe el día que se presentó en Downing Street con el mensaje descifrado donde el mando alemán ordenaba por primera vez que se desmantelaran los preparativos para el asalto. Fue testigo presencial del cambio de humor tanto del primer ministro como de sus asesores, que súbitamente caminaban por la habitación ligeros como si la gravedad no les afectara, mientras sus caras reflejaban la liberación de la tensión mortal que habían sufrido durante meses.

La cuestión ahora era saber si los alemanes volverían o no la primavera siguiente. Como ya se ha explicado antes, Wintebotham había pasado muchos años en Alemania como agente encubierto antes de la guerra. Se había infiltrado en las altas esferas alemanas simulando ser un simpatizante inglés de los Nazis. Por ello ahora tenía muy claro qué significaban todos esos movimientos y lo que los alemanes preparaban con su minuciosidad habitual. Podía imaginar a los oficiales del alto mando, muchos de los cuales habían sido amigos o conocidos suyos, planificando la realización práctica del gran sueño nazi: la conquista del lebensraum, el espacio vital.

Wintebotham les había oído hablar durante horas sobre cómo Alemania iba a alcanzar su epifanía. Los Untermen, la raza inferior de la especie humana, disponía por un capricho absurdo de la Historia de unos enormes recursos, mientras los arios alemanes (a diferencia de los ingleses) estaban constreñidos a una esquina del planeta donde no podían desarrollar su potencialidad. En nombre de progreso humano, Alemania tomaría posesión de la tierra rusa y la pondría al servicio del Gran Imperio Alemán. Winterbotham siempre había estado seguro que Hitler atacaría Rusia, porque conocía perfectamente las interioridades del pensamiento nazi. Todos esos mensajes no hacían sino confirmarle que el momento había llegado.

Sus conclusiones, plenamente coincidentes con las de los expertos del Cobertizo 3, fueron filtradas a través del aparato de diseminación, acompañadas de inumerables evidencias de convoyes militares viajando en dirección a Polonia. Para cubrir el secreto de Bletchley Park, se alegaba que los avistamientos habían sido reportados por informadores situados en localidades cerca de las rutas ferroviarias. Esto tenía una gran credibilidad, ya que durante la Gran Guerra los ingleses habían creado una red similar en Bélgica y Luxemburgo que les había permitido controlar todo el tráfico hacia el frente.

Sin embargo, la mayor parte de los servicios secretos, y especialmente los del ejército, no creían que Hitler fuera a traicionar su pacto con Stalin. Dudando de los avistamientos, o considerándolos malinterpretaciones, alegaban que los alemanes dominaban ahora toda Europa y no arriesgarían una posición tan privilegiada por una quimera milenarista fruto del delirio geopolítico.

Churchill y los que estaban en el secreto de la fuente -por lo que no podían negar las evidencias- consideraron que todo era una maniobra para atemorizar a Stalin, pero que nunca se materializaría. Winterbotham, desesperado, alegaba avistamientos de unidades para el tratamiento de los prisioneros de guerra, que sólo tenía sentido movilizar en caso que las intenciones de Hitler fueran desencadenar un ataque.

Quizás con la idea de aprovechar que el alto estado mayor alemán estaba entretenido jugando a los trenes, Churchill ordenó a Wavell desencadenar una ofensiva para liberar Tobruk, donde los australianos seguían resistiendo el cerco de Rommel. La ofensiva comenzó el 15 de junio. Las posiciones fijas de los Flak 88 y la capacidad alemana para maniobrar coordinadamente a toda velocidad, se revelaron insuperables para los británicos que al cabo de tres días ya estaban de vuelta en sus posiciones de partida habiendo perdido casi todos los tanques.

Churchill destituyó a Wavell y nombró a Auchinlek, que hasta entonces era el comandante en jefe de las fuerzas británicas en la India. Antes de que éste pudiera proponer alguna estrategia para aliviar la situación de los australianos en Tobruk, la atención de todos cambió dramáticamente de escenario.

La madrugada del 22 de junio de 1941 la locura de Hitler se desencadenó en toda su magnitud. Si sus acciones hasta entonces podían haber sido confundidas con las de un Bismarck demasiado ambicioso, la invasión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (nuevo nombre dado al imperio del Zar por los bolcheviques) excedía cualquier medida.

La evaluación de los expertos ingleses era que el régimen bolchevique se derrumbaría y Alemania consolidaría su dominio sobre aquel territorio -varias veces mayor que la totalidad del Imperio Británico- con consecuencias funestas para Inglaterra y el mundo en general.

Churchill se sorprendió mucho por la invasión, porque más allá de cualquier evaluación racional se guiaba con parámetros históricos y sobre todo de las guerras napoleónicas. Con espíritu festivo, comunicó a sus asesores que aceptaba apuestas 500 a 1 con un tope de un soberano a que Rusia resistiría más de dos años y que al terminar ese plazo estaría en situación ventajosa. Su entorno inmediato lo tomó como una bravata para combatir el desánimo en que se hundió el Estado Mayor.

Los sucesos de los primeros dias dieron la razón abrumadoramente a los expertos más pesimistas. Stalin había situado su ejército en profundidad para facilitar el abastecimiento, sin querer creer que el ataque era inminente. Tres gigantescas puntas acorazadas, que se fueron dividiendo y reuniendo como los brazos de una hidra maligna, penetraron a toda velocidad en el dispositivo ruso.

Las divisiones pánzer ejecutaban su macabro y habitual ballet, pero a una escala telúrica que dejaba reducida toda la batalla de Francia a una nota a pie de página. Ruptura, embolsamiento y aniquilación, en bolsas de cientos de kilómetros en las que atrapaban a decenas de miles de enemigos. Al igual que todos los que hasta entonces se habían enfrentado a Hitler, los soviéticos no tenían ni los medios para eludir los cercos, ni el armamento antitanque para romperlos o evitarlos. El mundo entero sintió vértigo ante la magnitud de la hecatombe que contemplaba.

El 10 de julio, el Grupo de Ejércitos Centro, una mole que agrupaba cuatro ejércitos completos (más de 50 divisiones) estaba a las puertas de Smolensko, a 680 kilómetros de sus bases de partida y 300 de Moscú, mientras otras dos agrupaciones de ejércitos de proporciones no menos colosales golpeaban en profundidad hacia el noreste y hacia el sureste. Smolensko tenía resonancias napoleónicas y al principo pareció que resistiría un tiempo, pero pronto la noticia de su caída llegó a Londres a través del télex desde Bletchley Park.

Para Churchill, los rusos habían mostrado por fin en Smolenko la legendaria capacidad de resistencia en circunstancias extremadamente adversas que había sido su seña de identidad en todas las batallas en que habían participado desde Poltava, dos siglos y medio antes. En los almuerzos, su erudita conversación relataba cómo todos los grandes estrategas modernos, incluyendo a Federico el Grande y Napoleón, habían descubierto a su costa que los rusos nunca se rinden gentilmente cuando han sido derrotados, sino que continúan luchando con una atávica adoración de su líder, heredada de la tradición de la lucha clánica en las estepas.

Aunque algunos optimistas apreciaron una cierta ralentización del avance en las semanas siguientes, la impresión general era que se trataba de una reproducción a escala de la campaña de Polonia. Para los militares de carrera, Churchill nunca dejaría de ser un romántico amateur, impermeable a las realidades de la guerra moderna.

 

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