Enigma 113 (Fin)

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Por Román Ceano

El ataque se produjo el 16 de diciembre y la escala a la que se realizó fue tan enorme que costó dos días entender qué estaba pasando. Al principio parecía un contraataque local o una realineación del frente. Después se pensó en un intento de envolver al Primer ejército o de desbalancearlo hacia el sur para debilitar su posición en Aquigrán. Pero tras cuarenta y ocho horas de recibir reportes de tanques alemanes cada vez más al oeste, el estado mayor de Eisenhower concluyó que era algo mucho más ambicioso, algo que solo podía salir de la mente de un maníaco. Hasta entonces se habían identificado como participantes una docena de divisiones panzer diferentes. Los dedos sobre los mapas que especulaban sobre su destino final muy pronto apuntaron a los puentes sobre el Mosa y a la llanura más allá del río. V1s y V2s empezaron a caer sobre Amberes para disipar cualquier duda. No es exagerado decir que cundió el pánico, porque una vez superadas las tropas de primera línea nada separaba a los alemanes de los puentes, de Amberes o de donde quisieran ir. La suposición de que no habría ninguna ofensiva había tenido la consecuencia de que se comprometieran para el combate todas las tropas disponibles, renunciando a la reserva estratégica que los oficiales más clásicos reclamaban. Las únicas fuerzas no comprometidas eran las dos divisiones aerotransportadas -la 101 y la 82- que descansaban de su aventura holandesa (la tercera había sido destruida en Arnhem). Como medida de emergencia se ordenó a Patton y Hodges que extrincaran inmediatamente una división blindada cada uno y la enviaran hacia el norte y hacia el sur respectivamente. Eran fuerzas irrisorias y tardarían tiempo en poder ser desplegadas. Hasta entonces todo dependería de los soldados sobre el terreno, que se batían en una inferioridad aplastante.

La guerra en las Ardenas abandonó el gigantismo de los meses anteriores. Los combates se fragmentaron, en un escenario de bosques profundos y campos de nieve, donde los que daban las ordenes estaban ellos mismos bajo el fuego. Volvieron las escenas de la lucha invernal que tanto odiaban los ejércitos profesionales de los siglos anteriores: siluetas en la niebla, voces en la ventisca, disparos lejanos que no se podía saber de donde venían y súbitas explosiones de violencia en encuentros inesperados. Los cruces de caminos, los claros de bosque y las aldeas eran pequeños trofeos que los alemanes debían conquistar a grupos informales de soldados estadounidenses agrupados por un oficial en torno a un cañón o a un carro cazatanques. Los zapadores llenaban las carreteras de minas y de grandes árboles caídos que había que retirar. En 1914 y 1940, los alemanes habían cruzado ese terreno en verano y teniendo previamente la posesión. Cruzarlo en pleno invierno, con una oposición dispersa pero feroz no iba a resultar igual de fácil.

Hitler se había entrometido en todos los aspectos de la operación, dedicando a ello todas las horas del día y mostrando su delectación psicótica en el detalle. Sus temas favoritos eran el número de mantas por soldado, la pintura de los tanques y la asignación de las rollbahn a cada unidad. Había concebido la ofensiva como una carrera entre dos ejércitos, uno formado enteramente por tropas del Waffen SS y otro formado solo por tropas regulares. Su preferencia estaba clara y había dado la posición mejor a los primeros, que tenían asignadas unas rollbahn hasta el Mosa y Amberes mucho más cortas. Al mando del ejército de las SS (el Sexto Panzer) estaría Joseph Dietrich, un amigo personal de Hitler desde los tiempos del "pustch de Munich". Éste a su vez asignó la ruta principal a Joachim Peiper, un antiguo ayudante personal de Himmler con un largo historial como comandante de batallón, que aunaba osadas hazañas con terribles crímenes de guerra. Nunca había mandado una fuerza tan grande como la que le dieron, pero con su flanco derecho cubierto por una meseta inundada impracticable y su rollbahn extra-corta, Hitler y Himmler esperaban ver en un par de días portadas de periódicos con la foto de sus tanques en la plaza del ayuntamiento de Lieja.

Los granaderos de las SS debían abrir la brecha para Peipen gracias a la enorme superioridad local que crearía su ataque, pero el bosque y un cierto amateurismo en los mandos quitó contundencia al primer impacto. Tras unas horas de desconcierto, los estadounidenses se replegaron con mucho orden y concentraron las dos divisiones que había en la zona en un enclave entorno a la loma de Elsenborg, con la llanura intransitable a su espalda. Las tropas que habían cubierto un enorme trecho de frente estaban ahora concentradas en un corto perímetro continuo. Una poderosa fuerza de artillería dio un certero fuego de apoyo que destruyó varios asaltos germanos. El ímpetu de los granaderos fue disminuyendo a medida que sus filas se diezmaban. Peipen no quisó arriesgar sus tanques en el combate por el enclave. Él mismo, impaciente pero además espoleado por Hitler y Dietrich, se desvió de su rollbahn, y se lanzó hacia el oeste por una ruta un poco más al sur de lo previsto. Avanzó dejando su acostumbrado rastro de prisioneros ejecutados tras rendirse y civiles masacrados por no cooperar. Peipen pasó a pocos kilómetros del cuartel general del Primer Ejército americano. Si hubiera girado a la derecha habría capturado todos sus suministros y destruido la capacidad operativa de ese ejército por varias semanas. Pero era una carrera así que Peipen no se detuvo.

El campo de batalla de las Ardenas está cruzado por una serie de profundas vaguadas de cientos de metros de profundidad con un rio en el fondo de cada una. Cruzar estos ríos es difícil porque hay que bajar hasta ellos desde la meseta, tomar el pueblo que inevitablemente rodea el puente y luego subir a la meseta al otro lado por una carretera dominada. A mitad de camino de Lieja, Peipen se hizo un lío en una zona en que confluyen dos ríos. Intentó el cruce de varios puentes pero los estadounidenses los defendieron o los destruyeron. Eran pequeñas unidades operando de manera independiente pero detuvieron toda la fuerza de Peipen, asimilable a una división panzer. La ansiedad de estar incumpliendo el cronograma provocó un error grave cuando Peipen introdujo toda su fuerza en una vaguada. Allí fue copado por la 82 aerotransportada y la división blindada de refuerzo, ambas recién llegadas.

Más al sur, la otra punta del ejército de las SS se encontró también con una fuerte resistencia. Los estadounidenses no se desbandaban por mucho que las grandes estructuras colapsaran. Incluso un pelotón que tuviera una posición favorable, entablaba combate y solo se retiraba cuando los alemanes montaban una ofensiva organizada. De manera espontánea, se creo un perímetro en torno a St Vith por el mero efecto de que las unidades dejaban de retirarse en cuanto veían tropas amigas en sus flancos. Conquistar St Vith requirió una gran operación muy bien coordinada y varios días de retraso en el plan original.

Para competir con Dietrich, Von Rundsted había puesto al mando del Quinto Ejército a Von Manteuffel, un general de gran experiencia de combate, que se había distinguido en el frente ruso por su serenidad bajo el fuego y su determinación en las circunstancias más adversas. Su ataque inicial fue más exitoso que el de sus vecinos del norte y arrolló varias divisiones americanas (entre ellas la de Cota). Enseguida empezó a notar el efecto de rozamiento. Los estadounidenses estaban bien armados, eran flexibles, duros y agresivos. Tenían vehículos para moverse deprisa, munición infinita y baterías de cañones muy bien nutridas que proveían un fuego de apoyo demoledor a cualquier unidad que lo pidiera por radio. Esto permitía a un simple pelotón de rezagados que ni se conocían entre sí, retener un cruce de caminos durante horas. Pero retrasar no significaba frenar y la superioridad numérica aplastante hizo que las divisiones acorazadas de Manteufel se abrieran camino hacia el oeste con fría profesionalidad. Tras una semana de combates estaban a diez kilómetros de Dinant, el lugar en que Rommel había cruzado el Mosa en 1940. La competición había terminado y Von Rundsted ordenó a los restos del ejército de las SS apoyar la punta de lanza sobre el Mosa del ejército de Manteuffel.

Al igual que en la zona de Dietrich, en la zona de Manteuffel también se habían creado perímetros espontáneos. Todos fueron destruidos excepto el mayor de ellos, en Bastogne que fue cercado al no ceder a los asaltos de la infantería. Poco antes de que se cerrara el cerco, llegó a la ciudad la 101 división aerotransportada, cuyo comandante tomó el mando. Así llegó la batalla de las Ardenas a su crisis, el día de navidad de 1944. Tres acontecimientos simultáneos arrebataron la iniciativa a los alemanes. La punta del avance sobre Dinant no logró abrirse paso; un asalto especialmente violento contra Bastogne fracasó; y Peipen decidió retirarse a pie abandonando sus vehículos tras haber sido machacado día y noche en su vulnerable posición en el fondo de la vaguada. Para entonces el mal tiempo de los primeros días había sido sustituido por cielos diáfanos y un sol frío pero suficiente para disolver las nieblas nocturnas. Esto permitía un devastador apoyo aéreo a tierra y el vuelo de aviones de observación de la artillería. Para decantar finalmente la balanza, el día 26 una división blindada apoyada por dos de infantería enlazó con la fuerza en Bastogne tras cruzar como un cuchillo la pantalla al sur del saliente creada por los alemanes para protegerse del temido Tercer Ejército de Patton. Bastogne y Elsenborg, flanqueaban la brecha, aseguraban que no crecería y hostigaban las líneas alemanas de suministro con certero fuego de artillería. Von Rundsted ordenó a las divisiones que amenazaban Dinant que se replegaran. Supuestamente, algunas de ellas debían retroceder hasta Bastogne y ayudar a tomarla o al menos a restaurar el cerco. En realidad, todo el mundo sabía que el juego había terminado y se tomó el movimiento como una retirada, disfrazada de consolidación para que Hitler la aceptara. La única esperanza de éxito de toda la operación había sido llegar a los puentes antes de que los Aliados reaccionaran y antes de que las nubes se deshicieran. Diez días después, tanto el Primer como el Tercer ejército estaban cambiando su orientación y amenazaban con triturar el saliente alemán desde los flancos, mientras una fuerza cada vez mayor cubría los puentes. Por suerte para los alemanes, una vez más Montgomery se ocupó de que el movimiento aliado fuera lo suficientemente lento como para que la fuerza móvil del Reich sobreviviera y volviera a sus líneas de partida habiendo sufrido pérdidas pero en condiciones de seguir luchando.

La prensa aliada había narrado la batalla casi en directo y había sacado especial partido del cerco y liberación de Bastogne. Tanto las "águilas aullantes" de la 101 con su pintoresco emblema, como la ruptura del cerco por la división favorita de Patton (la 4ª Acorazada), dieron material de primera para largos artículos que mezclaban el poder evocador de la épica militar con el atractivo dramático de las crónicas deportivas. Pero los periodistas eran periodistas y a fuerza de entrevistar testigos presenciales captaron y transmitieron a los lectores el malestar de las tropas sobre el terreno por haber sido obligadas a aquella serie de mortíferas heroicidades. Era legítimo preguntarse sobre la extraña aparición de la nada de dos ejércitos acorazados alemanes completos, que habían estado a punto de tomar la espalda a todo el dispositivo aliado. El responsable de inteligencia de Patton fue especialmente crítico y mostró unos informes elaborados por él en que se indicaba el riesgo de que sucediera lo que la final había sucedido.

En privado se construyó una insidiosa acusación contra BP basada en que la obsesión por el secreto que presidía su funcionamiento impedía que la información circulara y llegase a los que debían tomar las decisiones. Menzies se tomó las acusaciones muy en serio y ordenó una auditoría interna para determinar responsabilidades. Sabiendo lo que buscaba, el equipo auditor encontró en las fichas perforadas del archivo múltiples indicios de lo que preparaban los alemanes, en mensajes fechados en los meses anteriores. El Sexto Ejército SS Panzer de Dietrich se había creado en septiembre y luego había desaparecido; los aeropuertos tras las Ardenas habían recibido durante noviembre todos los aviones disponibles a pesar de que la presión rusa aconsejaba enviarlos al este; el embajador japonés en Berlín -descifrado con tecnología americana Púrpura- había anunciado a sus jefes en Tokio una "pronta ofensiva" en el frente occidental; la guardia de Hitler se había desplazado a la zona; y los mensajes de la red Roja -la primera descifrada en 1940- revelaban el reconocimiento aéreo continuo al que había estado sometida toda la zona de las Ardenas junto con los puentes del Mosa durante las dos semanas anteriores al ataque, a cargo de un destacamento de los nuevos bombarderos Arado 232 a reacción. A continuación se examinaron los informes semanales que emitía BP y se demostró que toda esa información había llegado al cuartel general de Eisenhower y al ministerio del aire. Este último tenía fotos en abundancia de convoyes ferroviarios con vagones especiales cargados de tanques Tiger. La diferencia con la rutina de los cuatro años anteriores es que se había ofrecido toda esa información en bruto, sin que un oficial del Cobertizo 3 "resiguiera los puntos para mostrar el dibujo".

El fracaso en la interpretación de esos mensajes se convirtió durante décadas en un caso de estudio para los profesionales de la inteligencia. La conclusión canónica es que las suposiciones sobre el "comportamiento razonable" de Von Rundsted crearon el marco para que las informaciones que apuntaban a una ofensiva alemana fueran explicadas individualmente y no se relacionaran unas con otras. Por ejemplo, la desaparición del Sexto Ejército se adjudicó a que no estaba en condiciones de combatir y el aumento de tráfico ferroviario el lado alemán del macizo a que se intercambiaban tropas entre los sectores sur y norte. El reconocimiento aéreo en un lugar en que no había nada relevante, al entrenamiento de los pilotos en zonas hostiles pero poco protegidas. El embajador japonés se supuso que era una víctima crédula de las bravatas imposibles de sus interlocutores. Cada indicio suelto no podía cambiar el marco mental y ese mismo marco lo condenaba a no entrar en relación con los demás indicios. Finalmente, el error más garrafal de todos había sido confundir el no-aviso de BP sobre un ataque inminente con un aviso de no-ataque inminente.

Como parte de la revisión general de procedimientos de intercepción e interpretación, se estudiaron una serie de memorandums de Kenworthy donde describía los problemas crecientes que enfrentaba para interceptar el tráfico Pez. La reducción drástica del territorio ocupado por los alemanes había inducido a estos a reducir la potencia de emisión. En el pasado, la distancia entre los dos lados de un enlace y la estación de intercepción en Knockholt había guardado una cierta proporción. En ese momento en cambio, los enlaces eran muy cortos y su distancia a Knockholt multiplicaba por mucho la distancia entre sus extremos. Kenworthy fue enviado a Europa a buscar un lugar cercano a la frontera con Alemania donde establecer un centro de interceptación secundario. Tras dar vueltas por Holanda y Bélgica con sus goniómetros, localizó un montículo cerca de Bruselas que por algún inexplicable motivo concentraba buena recepción en la mayoría de frecuencias de todas las estaciones alemanas que se conocían. Para montar las instalaciones pudo disponer tanto de auténticas antenas alemanas capturadas como de mejoras de sus propios modelos basadas en estas capturas. Kenworthy recibió muchas críticas de los militares -oficiales de inteligencia- que estuvieron en contacto con él durante su búsqueda de la localización ideal para el centro. Al parecer, no paraba de quejarse de lo inconfortable tanto de los medios de transporte -vehículos militares viajando a través de carreteras saturadas, nevadas y en pésimo estado- como de los alojamientos. Es probable que las quejas tuvieran el efecto contrario y le proporcionaran a Kenworthy alojamientos y transportes cada vez peores porque estaba tratando con oficiales que aunque no luchaban en primera línea, sabían que cualquier cosa era mejor que estar bajo el fuego enemigo. El centro de interceptación de Bruselas resultó un gran éxito y llevó los descriframientos de mensajes Pez a una serie de records diarios los tres últimos meses de la guerra.

El 12 de enero, mientras los estadounidenses aún luchaban por devolver el frente a donde había estado el 16 de diciembre anterior, se desencadenó en el Vístula la ofensiva rusa hacia Berlín. Desde la contraofensiva en Moscú de 1941, el ejército rojo había atacado en invierno y con mal tiempo tantas veces como había podido. El invierno remitía a la épica de 1812, a la batalla del Lago de Hielo y en última instancia a la tradición mogola de utilizar los ríos helados como carreteras. La ofensiva era demoledora por diseño ya que los atacantes habían hecho acopio de fuerzas hasta superar a los alemanes en 5 a 1. Se pusieron en movimiento dos millones de soldados formados en tres anchas columnas y armados con cinco mil tanques, un número parecido de aviones, dos mil quinientos cañones autopropulsados y diez mil cañones de gran calibre. Tan solo el más negro fatalismo mantenía al medio millón de soldados del Reich que se interponían entre la avalancha y sus ciudades y pueblos natales. La emulación rusa de los mongoles no se limitaba a utilizar el invierno como un arma sino que se extendía al tratamiento tanto de los prisioneros de guerra como de los civiles. Violaciones masivas, saqueos sistemáticos, incendios y destrucciones gratuitas marcaban el avance desde el Oder del Ejército Rojo, empeñado en hacer pagar los crímenes nazis a cada una de las personas alemanas que iban encontrando. La única diferencia de comportamiento con los mongoles era el trato a los niños que en lugar de ser esclavizados, eran retenidos afectuosamente mientras sus madres, hermanas y abuelas eran forzadas. En Prusia Oriental, se llevó a cabo algo muy parecido a un genocidio, despoblándola a propósito para permitir su repoblamiento con polacos después de la guerra, dentro del plan de Stalin de mover Polonia 200 kilómetros hacia el oeste y revertir por fin las conquistas de los caballeros Teutones tras seis siglos de conflictos.

El ataque avanzó por Alemania dejando una franja de devastación hasta que el 2 de febrero Stalin ordenó a Zhukov detenerse en el Oder, apenas a 80 kilómetros de Berlín apreciando que sus flancos estaban al descubierto. Zhukov, tras años de paciencia y disciplina empezaba a perder los nervios, ahora que tenía la capital del Reich a una semana de marcha. Stalin en cambio, estaba tranquilo y no tenía prisa. Acababa de volver de Yalta donde había constatado que sus aliados aceptaban la idea de que Rusia debía recuperar las zonas de influencia que tradicionalmente habían pertenecido a los zares. En el frente occidental, los ejércitos anglo-americanos apenas avanzaban y si seguían a ese ritmo tendrían problemas incluso para ocupar la zona pactada a tiempo. La caída de Berlín pondría fin a la guerra y Stalin no quería que sucediera antes de haberse asegurado para la posguerra la firme posesión de todas las tierras al este del Elba.

A mediados de marzo de 1945, tras una serie terrible de batallas de desgaste, cuatro millones de soldados estadounidenses, británicos y canadienses alcanzaban el Rin, cinco meses después del primer intento de cruzarlo en Arnhem. Hitler había obligado al ejército a defender la orilla oeste en lugar de evacuarla y utilizar el río como un foso donde defenderse. Eso había convertido la campaña de Renania en el choque decisivo y no cabía duda de que bando podía clamar victoria. Apenas unas pocas unidades alemanas habían cruzado los puentes antes de que fueran volados y ahora tan solo la mera dificultad del cruce protegía el corazón de Alemania del asalto de Montgomery, Hodges y Patton.

Tal como había pasado en las vísperas del desembarco de Normandía, una oleada de historicismo recorrió los cuarteles generales. Se recordaba que Julio César consideraba su cruce del Rin -mediante la construcción del celebérrimo puente- como la hazaña militar más memorable de su exitosa carrera. Hacía ya meses que, Montgomery y Patton competían por ser los primeros en poner su nombre junto al del ilustre general. Ni el uno ni el otro iban a ver cumplidos sus deseos. Unidades del Primer Ejército de Hodges capturaron con algo de suerte un puente intacto en Remagen, creando una cabeza de puente en la orilla oriental. Eisenhower descartó rápidamente utilizarla para el esfuerzo principal y ordenó a Hodges que se limitara a hacer ruido para atraer sobre sí el máximo número de fuerzas alemanas. Al norte, apenas unos kilómetros corriente arriba de Arnhem, Montgomery preparaba una gigantesca operación de cruce. Había logrado el mando de la mitad de la fuerza aliada -casi dos millones de soldados, muchos de ellos estadounidenses. Tenía a su disposición paracaidistas, barcazas, aviación y una gigantesca fuerza artillera. Tal y como era el sello de Montgomery, estuvo planificando durante semanas mientras sus críticos se impacientaban ante el exceso de prudencia. Cuando por fin lanzó su megalómano ataque, llegó la noticia de que Patton había cruzado por su cuenta poco antes.

Tanto Patton como Montgomery encontraron al otro lado del Rin muy poca oposición. El ejército había obedecido a Hitler y había sacrificado casi todas las tropas para evitar que los angloamericanos llegasen al Rin. Con la excepción de los restos de algunas divisiones panzer, en la otra orilla solo había unidades de soldados demasiado viejos o demasiado jóvenes para el servicio. La mayoría buscaba la forma de rendirse aunque algunos -sobre todo los adolescentes- se hacían matar. Las divisiones aliadas avanzaron cansinamente hacia el Elba disparando contra todo lo que podía ocultar un enemigo alemán porque los soldados tenían mucho miedo de ser el último muerto de la guerra.

El 16 de abril, Stalin ordenó a Zhukov dar comienzo al último acto. Un millón largo de soldados rusos, protegidos por un océano de tanques y precedidos por un fuego de barrera apocalíptico cruzaron el Oder y asaltaron los Altos de Seelow, el último accidente geográfico antes de la capital del Reich. Los 100 000 soldados alemanes del Noveno Ejército tardaron dos días en morir arrollados en lo que sería la última batalla en campo abierto. El estruendo llegó hasta Berlín, a 60 kilómetros de distancia y poco después de que cesara, empezaron a llover obuses, menos terroríficos pero más insidiosos que los bombardeos de alfombra desde aviones pesados. El día 20 la lluvia de obuses había arreciado y obligó a Hitler a acortar la ceremonia de celebración de su cumpleaños. El día 26, el Octavo Ejército de Guardias bajo el mando de Vasili Chuikov -el legendario defensor de Stalingrado- rompió el círculo exterior de defensa y penetró hasta el aeropuerto Tempelhof donde los alemanes presentaron la última defensa organizada. A partir de entonces, la lucha degeneró en un brutal rattenkrieg en las grotescas ruinas del casco urbano, presididas por la presencia fantasmal de las cuatro torres antiaéreas.

Stalin tenía un guión muy definido de como debía ser el final del Tercer Reich. El día 28, soldados del Tercer Ejército de Choque cruzaron el Spree por el puente Moltke y asaltaron el Ministerio del Interior. Dentro de este, entablaron un mortífero combate sala por sala a base de metralletas y granadas. Era un edificio enorme, que fue defendido con ferocidad suicida por una abigarrada multitud de miembros de las SS cuyo único anhelo era ganarse un puesto en el tenebroso Walhalla nazi. La infantería rusa lo limpió metódicamente buscando despejar la fachada que daba a la Koenigplatz. El día 30 varios grupos de SS seguían resistiendo en los pisos altos pero la posesión era lo suficientemente sólida como para pasar al siguiente acto del guión, el asalto al Reichstag.

De todas las ruinas que poblaban Berlín, el Reichstag era la que llevaba más tiempo en ese estado. Nunca había sido restaurado tras su quema por los nazis doce años antes. Como cadáver insepulto de la república de Weimar, había presidido primero los fastos del III Reich y después la demolición de la ciudad por los bombarderos pesados. Ahora iba a ser el escenario de la última escena del último acto. Entre los cascotes y escombros de su interior, esperaban la muerte en combate centenares de fanáticos "soldados negros" armados hasta los dientes. Ellos darían la réplica en aquella apoteosis de violencia y horror que Stalin quería como coda de la guerra que agonizaba. El asalto al Reichstag duró casi dos días y fue una gran metáfora de la guerra, una tragedia macabra vestida de épica por los que no estaban allí. La propaganda rusa después de la guerra la visualizaría como una recreación del asalto en 1917 al Palacio de Invierno. Así era como había sido planeada desde Moscú, pero los primeros intentos sobre el terreno de recrear la carga que muestra Eisenstein en "Los diez días que conmovieron al mundo", terminaron con varios batallones convertidos en una sangrienta alfombra de cadáveres. La Koenigplatz era mucho más ancha que la plaza del obelisco de Leningrado y estaba cruzada por trincheras así como una especie de foso inundado creado por el hundimiento de un túnel. En lugar de fuego disperso de primitivos fusiles de cerrojo, era batida por cientos de armas automáticas y cañones de tiro rápido, no solo desde el propio Reichstag sino también desde los edificios contiguos e incluso desde la torre del Zoo. Para poder culminar su tarea los mandos rusos tuvieron que olvidarse de las analogías. Limpiaron sistemáticamente los edificios que daban a la plaza, ordenaron bombardear con artillería pesada la cima de la torre del Zoo y convocaron varios escuadrones de tanques para que acribillaran sin descanso la fachada del Reichstag. Estas medidas hicieron que la Koenigsplatz resultara transitable y que los varios reductos y trincheras que la poblaban pudieran ser eliminados en violentos asaltos de infantería. Tanto las puertas como las ventanas de los pisos bajos del Reichstag habían sido tapiadas con hormigón. En ausencia de unidades de zapadores, se ordenó que algunos tanques abrieran huecos disparando a bocajarro. Así pudo por fin comenzar la lucha sala por sala con metralletas y granadas que daría acceso al tejado. El 2 de mayo se entregó a la prensa la foto que Stalin había planificado como estampa final de la contienda: un soldado soviético en la cúpula del Reichstag enarbolando la bandera roja sobre un mar de ruinas humeantes. La lucha seguía en el edificio y por todo Berlín pero como había sucedido en París, la realidad militar no podía imponerse a la realidad política que crean los grandes medios de comunicación. Berlín había caído.

En BP se había seguido la batalla con ansiedad. Los rusos habían cercado rápidamente la ciudad antes de su asalto para sellarla e impedir el acceso a los estadounidenses en caso que enviaran una delegación. Los alemanes disponían de tecnologías muy prometedoras que darían a sus poseedores una gran ventaja en la posguerra. Los secretos de las bombas cohete, los misiles balísticos, los aviones a reacción y quien sabe si los planos de la bomba atómica, debían estar en algún sótano esperando que alguien se los llevara. El SIS y la Rama Especial, crearon unos equipos que debían desplazarse a la Alemania ocupada con el objetivo de apoderarse de toda la información y know-how que fuera posible. Para recolectar información sobre sistemas de comunicación, fue creado un equipo compuesto por criptoanalistas de BP. Se hicieron gestiones son los rusos para enviarlos a Berlín y ante la negativa de estos se barajó la posibilidad de lanzarlos en paracaídas, protegidos por un destacamento de la 101 división Aerotransportada.

La cordialidad y afabilidad con que los aliados se trataban unos a otros, era cada vez más una muestra de hipocresía. Inducidos por los británicos, los americanos empezaban a ver a los rusos con el típico cliché victoriano de las hordas eslavas en expansión, al que después de la revolución de 1917 se había sumado la hostilidad ideológica. La guerra fría entre Inglaterra y Rusia de los años 20 y 30, llevaba camino de reproducirse a escala mundial. En este contexto, el lanzamiento de paracaidistas armados sobre la zona de Alemania ocupada por la URSS podía tener consecuencias catastróficas y precipitar un nuevo conflicto armado, incluso antes de que terminase el anterior. En Yalta se había realizado una asignación de zonas de ocupación precisamente para evitar que los intentos de crear situaciones de facto degeneraran en incidentes armados. Los equipos angloamericanos debía investigar solo en las zonas que tras el Armisticio quedarían en posesión de sus fuerzas armadas. Berlín iba a ser ocupado por las cuatro potencias pero nadie dudaba que cuando los rusos dieran permiso para que esto se materializara, habrían peinado con lupa los barrios correspondientes para no dejar nada de valor.

Descartada una acción de fuerza en Berlín, los equipos se centraron en el sur de Alemania donde había objetivos menores pero atractivos. En la frontera con Suiza, el ejército alemán había estado preparando una fortaleza aprovechando la orografía de los Alpes. En teoría, debería haber desplazado unidades de élite para resistir durante meses en una guerra de guerrillas que utilizara la extensa infraestructura de túneles de que disponía la zona. La "fortaleza alpina" era otro de los múltiples delirios nazis para eludir la realidad de la terrible derrota a que habían conducido al pueblo alemán. Nunca llegó a ser guarnicionada y a pesar de los temores del estado mayor de Eisenhower, apenas presentó más resistencia que otras regiones. Sin embargo, si que se hallaron en los túneles y en el fondo de un lago grandes tesoros, no solo muchas toneladas de oro sino también archivos, obras de arte y objetos tecnológicos varios.

La oportunidad para los criptoanalistas llegó el 5 de mayo, cuando el centro de interceptación montado por Kenworthy en Bruselas envió un mensaje urgente. El tráfico interceptado las últimas semanas incluía una proporción muy grande de mensajes internos del departamento de comunicaciones. Hablaban de antenas de emergencia, de repuestos imposibles de conseguir, de centros que ya no contestaban, de localizaciones provisionales y de cambios continuos de posición ante la presencia del enemigo. Muchos mensajes se emitían en abierto y sobre todo unos cada vez más comunes, que eran las despedidas. El mensaje particular sobre el que se quería llamar la atención desde Bruselas era la despedida final emitida en abierto por los operadores de un emisor/receptor Pez. Afirmaban estar en Pfunds -cerca de Innsbruck- y tener el enemigo casi a la vista. Al recibir el mensaje en BP se activó el procedimiento establecido. Se identificó la unidad estadounidense que estaban viendo los operadores alemanes y se ordenó a su oficial de inteligencia que localizara los equipos de emisión/recepción y los pusiera bajo una guardia discreta pero segura. Art Levenson y Selmer Norldand de la Rama Especial y Ralph Tester, el director y fundador de la Testería junto con varios criptoanalistas más, se desplazaron a un aeropuerto cercano y despegaron poco después. Tras volar toda la noche y desplazarse después por carretera llegaron a Pfunds el día 6. Allí localizaron los cuatro camiones del destacamento de comunicaciones y les fueron llevados los operadores que habían sido capturados. Estos les dijeron que se trataba del mismo equipo que había sido utilizado por Keselring en Roma. Durante meses, esos camiones habían sido utilizados para el enlace Brema (Roma-Berlín) cuya lectura había resultado tan funesta para Rommel. Esta fue la primera vez que un criptoanalista de BP tenía acceso a estos aparatos en estado de funcionamiento ya que hasta entonces todo el conocimiento sobre el cifrado de teletipo se había basado en deducciones.

Aprovechando la cercanía, los criptoanalistas visitaron el refugio de Hitler en Berchtesgaden, ocupado pocos días antes por varias unidades aliadas, una de las cuales era el famoso Regimiento de Marcha del Chad cuyo Tercer batallón había liberado París. Para entonces, la mayor parte de los integrantes originales de la Novena Compañía había caído en la terrible campaña de invierno en Alsacia y los Vosgos. Tras realizar un informe sobre los sistemas de comunicaciones del Berhof e incautarse de material variado, Tester y Levenson partieron hacia Inglaterra por carretera en un convoy que incluía los cuatro camiones de Kesselring.

Selmer Norland y el resto del equipo se quedaron para visitar localizaciones seleccionadas por la inteligencia militar como de interés potencial. Una de ellas estaba en Rosenheim, donde podrían interrogar a prisioneros alemanes que habían pertenecido a una unidad de comunicaciones. Durante los interrogatorios, estos revelaron que eran expertos en intercepción de comunicaciones soviéticas. El teletipo ruso combinaba el cifrado tradicional con sistema que dividía los bloques del mensaje en nueve partes que eran enviadas simultáneamente por otros tantos canales. Los alemanes querían hacer un trato y a cambio de su seguridad entregarían toda la maquinaria necesaria para leer los mensajes rusos que estaba enterrada a pocas manzanas del centro de internamiento en que estaban encerrados. El trato se cerró rapidamente y poco después los 30 criptoanalistas alemanes vestidos con sus uniformes militares fueron provistos de picos y palas. Bajo la férrea vigilancia de la policía militar, cavaron durante horas y fueron desenterrando docenas de pesadas cajas de madera que habían escondido bajo los adoquines de una calle. En un sótano habilitado al efecto, montaron una de sus máquinas y realizaron una demostración que dejo boquiabiertos a los criptoanalistas aliados. Lo que habían encontrado era un tesoro de valor incalculable porque podrían empezar a leer mensajes rusos de forma inmediata, ahorrando meses de investigaciones y deducciones. Se formó un nuevo convoy de cinco camiones que partió hacia Inglaterra, con las cajas de los aparatos en los cuatro primeros y los criptoanalistas alemanes en el quinto. En este quinto camión iba Selmer Norland y como el motor rateaba algo, fue perdiendo de vista a los otros cuatro. Al estar la autopista destruida, debían viajar por carreteras secundarias, cruzando pueblos y pequeñas ciudades del sur de Alemania. Cuando se detenían por algún motivo, los civiles -mujeres, niños y algún viejo- se acercaban a dar agua y comida a los prisioneros alemanes. Selmer Norland, tenía sensaciones encontradas ante esos espectáculos. En parte sentía temor de que de pronto todo el mundo se diera cuenta que lo único que separaba a los prisioneros de la libertad era él con su pistola que apenas sabía utilizar, porque no olvidemos que era solo un profesor de alemán de Minesota. Pero también había algo conmovedor en la empatía mutua de los civiles y los militares alemanes, un toque de humanidad que contrastaba con la soledad de Norland y la desolación que le causaba el paisaje de destrucción que iban cruzando.

La rendición incondicional alemana se produjo de manera formal los días 8 y 9 de Mayo de 1945 en dos ceremonias envueltas en disputas entre los aliados. Doenitz, el antiguo comandante de los submarinos fue uno de los firmantes por parte alemana. El 9 de Mayo una masa ingente de civiles y militares llenó las calles de Londres en un paroxismo de euforia. Churchill les dedicó un largo discurso desde el balcón del ministerio Sanidad. "Las luces se apagaron, las bombas cayeron, pero nunca pensamos en rendirnos." En Bletchley Park los veteranos se reunieron a escuchar el anuncio del propio Churchill en la BBC. No hubo euforia ni grandes celebraciones, todo lo más un sentimiento de alivio, teñido de nostalgia. Muy diferente fue la reacción de las Wrens, reunidas en la hierba frente a la mansión para recibir la noticia y que la acogieron con grandes aplausos y aclamaciones que arreciaron cuando se les comunicó que tenían dos días de permiso que empezaban en ese mismo momento. Esos dos días fueron los más felices en las vidas de muchas de ellas, liberadas por fin de la pesadilla de las Bombas y aplaudidas y jaleadas por las calles gracias a sus uniformes.

A partir de entonces los turnos consistían en perder el tiempo paseando con extrañeza por las salas de bombas y su estruendoso silencio. Una mañana se les comunicó que las Bombas ya no funcionarían nunca más y que debían desmontarlas. Aunque se recomendaba trabajar de manera sistemática, se dejó claro que no hacía falta tener cuidado y que el destino final de las piezas sería la basura. Provistas de destornilladores, cortacables y martillos, las Wren se pusieron a desmontar aquellos enormes aparatos, no sin antes comprobar varias veces que estaban desenchufados. Era una sensación muy extraña tratarlos así. Muchas se habían despertado en sus camas asustadas por un sueño en que manipulan incorrectamente una rueda o se les caía al suelo, tal era la tensión que rodeaba a esos objetos. Ahora las hacían rodar por el suelo y las chutaban mientras atacaban los chasis a martillazos o tiraban de los metros y metros de cables internos, como si estuvieran sacando los intestinos de una bestia muerta.

El fin la guerra en Europa extendió una sensación de ocio por la mansión y los cobertizos. Muchos departamentos se reorientaron para trabajar contra los códigos japoneses, obligando a sus miembros a acudir a cursillos de adaptación a la nueva tarea. Este cambio de orientación era muy impopular pero era más tolerado que el que se impuso poco después: espiar a los aliados. Los últimos años de la guerra ya no se entregaba a los rusos la información sobre ellos localizada en mensajes alemanes. Sin embargo, en teoría hasta ese momento nunca se les había espiado directamente. Ahora de pronto, se comunicó que los rusos debían ser considerados enemigos y que el centro se reorganizaría para interceptar y descifrar sus mensajes. Las estaciones Y iban a ser redesplegadas por el Mediterráneo y en todas las fronteras de la URSS para escuchar el teletipo de ese país. Mas aún, todos los países excepto EEUU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda debían ser considerados hostiles y ser incluidos en los programas de escucha. Esto levantó muchas voces en contra, especialmente en el caso de Francia pero el mensaje fue que quién no le gustara, debía irse. Algunos criptoanalistas decidieron quedarse y otros, por una razón o por otra, decidieron marcharse. En el jardín, en la puerta, en el andén de la estación de Bletchley o en el de la estación de Euston, apretones de manos, miradas al fondo de los ojos, abrazos cálidos o formales, besos furtivos o gestos casuales, ponían fin sin palabras ni promesas a relaciones laborales o sentimentales que la tensión de la guerra hacía recordar como inmemoriales. Dos semanas de paga, un billete de tren y la exigencia de no hablar nunca más de BP, eran las tres cosas que recibían como despedida oficial. A algunos les concedieron medallas -sobre todo la Orden del Imperio Británico- pero tan secretas que solo ellos, el rey y los encargados del registro lo sabrían nunca.

La primavera siguiente el GCCS fue rebautizado como GCHQ y los que se habían quedado fueron trasladados a Eastcote. La leyenda dice que Churchill en persona ordenó la destrucción de los 11 Colossus que existían en ese momento y que exigió que ningún trozo fuera mayor que un puño. En realidad es probable que eso solo fuera una tapadera y que gracias a su flexibilidad los Colossus siguieran operando durante los primeros años de la guerra fría.

Durante el otoño de 1946 se realizó un peinado de los cobertizos y la mansión, retirando todos los rastros de la actividad que allí se había llevado a cabo. En una ventana se encontró un trozo de un mensaje alemán de Enigma descifrado que algún criptoanalista desesperado había utilizado para tapar la entrada de aire en e invierno de 1941. Esto desató el pánico y obligó a desmontar todas la ventanas y puertas para comprobar que no había ningún otro caso. El 16 de Noviembre de 1946, todas las evidencias fueron quemadas en grandes hogueras que aunque empezaron durante el día tuvieron que mantenerse encendidas hasta bien entrada la noche. Esta escena, con la que la BBC hizo empezar su documental sobre la "Estación X" se ha convertido en el emblema del final la historia de Bletchley Park y el símbolo de como desapareció de la faz de la tierra. En realidad el último acto fue más cotidiano, sin la épica de las hogueras en la noche. Unos días después, Barbara Abernethy -la persona que había hecho la famosa foto que ilustra la llegada de la partida del capitán Ridley- dio una última vuelta por la desierta mansión, asegurando las ventanas y mirando que no quedara nada olvidado. Luego cerró la puerta principal, recorrió el camino hasta la calle y cerró la verja desde el exterior.

 


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