Enigma 10

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Por Román Ceano

En la siguiente cita (Lieja, Octubre de 1932), con el segundo libro de claves a punto de caducar, Schmidt y Bertrand tuvieron una agria discusión, porque Bertrand acusó a Schmidt de estarse embolsando una fortuna por vender material inútil, ya que sin el cableado no podían hacer nada. Lemoine intercedió -aprovechando que era el único que hablaba los dos idiomas- pero de vuelta en París pidió a Luis Rivet, responsable del Deuxieme Bureau, que no dejase a Bertrand acudir nunca más a una cita de la operación Asché. Bertrand volvió a Varsovia a darle a Langer las malas noticias.

Aunque no le explicó los detalles, Bertrand sabía que, o bien la policía alemana capturaría a Schmidt o bien se suspenderían las citas en el extranjero, y que en cualquier caso, con él fuera de la operación, las listas de preguntas dirigidas a la fuente dejarían de priorizar Enigma. El hermano de Schmidt estaba disfrutando de una meteórica carrera, por lo que a través de éste se hacían accesibles secretos mucho más suculentos que aquellos papelotes sobre el maldito aparato, que al final no conducían a nada, tal como los expertos habían anunciado desde el principio. Langer le despidió asegurándole que ellos seguirían trabajando sobre el tema y que en reciprocidad por todo lo que les había suministrado, en caso de que tuvieran acceso a más información se la remitirían. Bertrand abandonó Varsovia apesadumbrado.

Langer le había dicho la verdad, aunque de una forma un tanto elíptica. Estudiando la documentación y haciendo intentos vanos de reproducir el mecanismo a partir de la comparación entre mensajes en claro y cifrados, Langer, Ciezki y Palluth habían decidido que Enigma era algo demasiado complicado como para intentar atacarlo a base de ingenio, suerte y pensamiento lateral. La suerte quizás podía suplirse con trabajo, pero la mente desnuda tiene un límite y aquella cifra endemoniada se encontraba mucho más allá. Aunque habían vislumbrado algunos ángulos de aproximación, hacía falta un estudio teórico profundo antes de pretender descifrar mensajes. Ahora estaban muy familiarizados con el cifrado de Enigma y consideraban por ejemplo que la simetría (que facilitaba el compromiso criptotexto-texto en claro, ya que descartaba muchas coincidencias) terminaría por darles una forma de hallar las claves.

Además de esta pequeña vulnerabilidad intrínseca del aparato, Langer, Ciezki y Palluth habían descubierto que los procedimientos alemanes, a los que tenían un acceso tan detallado, vulneraban dos principios de la criptografía. Aunque los mensajes no eran suficientemente largos para superar la distancia de unicidad (es decir, la longitud en la que un mensaje empieza revelar la forma en que ha sido cifrado), existían dos deficiencias graves en el sistema.

Lo que explicaban los manuales de Enigma era que los operadores debían enviar al principio del mensaje la clave para descifrarlo (o, mejor dicho, la parte de la clave que variaba con cada mensaje). Puesto que en la Enigma militar, al contrario que en la comercial, se partía de la base de que el enemigo conocía el cableado, esta clave se enviaba cifrada. Esto era una buena idea, pero lo que no lo era tanto era enviarla cifrada con la propia máquina.

Para enviar la parte de la clave que variaba con el mensaje, los operadores colocaban las ruedas en un orden y en una posición determinados que sacaban del libro de claves y que era común para todas las estaciones y para todos los mensajes del día. A continuación tecleaban la clave que usarían para el mensaje concreto que iban a cifrar. Al enviarla de esta forma, estaban enviado mucho material cifrado con la misma clave. Esto vulnera una máxima de criptografía que dice que nunca hay que enviar dos mensajes diferentes cifrados con la misma clave. Paradójicamente, en los manuales se hacía mucho énfasis en que nunca se enviase un mensaje cifrado con la misma clave que otro, pero los alemanes no se habían dado cuenta de que enviar los indicativos de esa forma era equivalente.

Los alemanes no se limitaban a este error. Siguiendo un consejo absurdo, que los polacos ya habían leído en la documentación adjunta a la máquina comercial, los operadores de Enigmas eran instruidos para repetir la clave dos veces. Con ello, además de enviar seis letras cifradas con la misma clave en vez de tres, se vulneraba un segundo principio, que dice que nunca se envíe el mismo mensaje cifrado con dos claves diferentes. Los alemanes no sólo lo hacían, sino que además eran dos claves consecutivas, puesto que tecleaban las tres letras que indicaban la posición en que empezarían el mensaje dos veces seguidas.

Langer, Ciezci y Palluth no podían estar seguros de qué saldría de aquellos errores, pero estaban deseosos de averiguarlo. Ellos mismos se veían incapaces después de años de frustración y pensaron que sería bueno encargar a una cuarta persona la tarea. Ciezcki y Palluth sugirieron a un joven genio, reclutado tres años antes en Poznan, en uno de los cursillos de Criptografía para doctorados. Se trataba de Marian Rejewski, el hijo de un mercader de tabaco cuya inteligencia había impresionado extraordinariamente a sus profesores de Gotingen durante la estancia de un año que realizó allí como curso de post-grado. Desde su reclutamiento en 1929, había estado rompiendo códigos menores de la Marina alemana (como p.ej. el código usado dentro de los puertos) con insultante facilidad. Después de años de trabajar con matemáticos, los polacos sabían que si bien compilando códigos eran inferiores a los lingüistas, para encontrar las cifras con las que a veces se superencriptaban éstos, eran claramente superiores. Así pues, Rejewski fue convocado a Varsovia ya que hasta entonces había trabajado en Poznan, junto a una estación de escucha.

 

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