Enigma 00

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Por Román Ceano

BletchleyEn el verano de 1938, una pequeña localidad del condado de Buckingham vio perturbada su tranquilidad por la llegada de unos estrafalarios visitantes. Se trataba de hombres de aspecto próspero pero descuidado, acompañados por chicas que los lugareños juzgaron sospechosamente guapas y alegres. Estaban dirigidos al parecer por un tal Capitán Ridley, y decían que el motivo de su presencia era la caza. Ninguna de las camareras que les servían la cena en los hotelitos de la zona les oyó comentar anécdota cinegética alguna, lo cual era congruente con el hecho de que faltaban meses para la temporada. Lo que sí les oyeron comentar eran los opíparos almuerzos con que se obsequiaban.

Estos debían tener lugar en la propiedad llamada Bletchley Park, puesto que allí se dirigían todos en sus coches cada mañana y de allí volvían cada tarde. Todo el mundo en Bletchley conocía la finca, sin duda la mejor de la comarca. La había creado sesenta años antes un exitoso corredor de bolsa de Londres llamado Herbert Leon, deseoso de disfrutar de la vida rural de las clases altas victorianas.

Presidía la finca una mansión cuya fachada lucía una grotesca mezcla de estilos, que imitaba los palacios de las grandes familias rurales que habían sido reformados varias veces durante centurias. En la parte trasera había un gran patio, separado del edificio principal, donde estaban las cuadras, una enorme despensa donde guardar fruta fresca para el invierno y varias edificaciones auxiliares que recreaban de manera muy fidedigna el centro de operaciones de una propiedad rural.

El camino que conducía desde la entrada hasta la mansión cruzaba un jardín de estilo romántico inglés. Dentro del extenso parque había un lago, un gran jardín de rosas y un laberinto de setos para entretenimiento de los invitados. En aquel entorno, imbuido en su papel de terrateniente rural, había pasado sus últimos años Herbert Leon, elevado a la categoría de Sir como premio a toda una vida dedicada a ganar dinero.

En 1937, los herederos de la viuda habían vendido la finca a un grupo de inversores que pretendían derribar la mansión para urbanizar toda la propiedad con pequeñas casas. Por motivos desconocidos para los habitantes de Bletchley, finalmente los promotores del proyecto decidieron venderla otra vez tal como estaba. Nadie en el pueblo sabía realmente quién era el nuevo propietario. Algunos decían que iba a servir como campo de entrenamiento para defensa aérea civil, pero el periódico local lo desmentía rotundamente sin ofrecer ninguna alternativa.

Con la llegada de los "cazadores", se extendió el convencimiento que el Capitán Ridley era el verdadero propietario, y que deseaba utilizarla para su asueto y el de sus disolutos amigos. Pero el Capitán Ridley no era más propietario que cazadores sus acompañantes. El Capitán Ridley era un oficial de Inteligencia Naval, y la mansión había sido adquirida para establecer en ella los cuarteles de guerra del Servicio Secreto inglés.

A medida que avanzaba el verano, el número de cazadores iba en aumento. Los ojos atentos de los lugareños aprendieron a distinguir dos tipologías bien determinadas. Una minoría eran claramente funcionarios del gobierno, algunos de ellos con un marcado porte militar y la mayoría con un fuerte acento escocés. Pero los más llamativos eran los otros: un grupo alegre y desenfadado de universitarios, que discutían entre ellos sobre poesía clásica y física de partículas. Los jóvenes, aunque algo desaliñados en el vestir, denotaban en su acento y en sus maneras su procedencia inequívoca de clase alta. Cómo se había formado aquel heterogéneo grupo de militares escoceses e intelectuales adinerados era un secreto que tardaría medio siglo en ser desvelado.

Hoy sabemos que los escoceses eran veteranos de la Sala 40 y los universitarios procedían de Oxford. Todos habían sido reclutados porque eran muy inteligentes. No estaba realmente claro qué tipo de gente haría falta, pero el Almirante Sinclair, el superior del Capitán Ridley, sabía que la inteligencia nunca sobraba en estos casos.

El más pintoresco de todos era un joven que se mordía siempre las pieles alrededor de las uñas, iba con ropa sin planchar y era más bien bajito. Este joven retraído se llamaba Turing, y había sido reclutado porque unos años antes había creado un computador binario. Probablemente poca gente en los servicios secretos ingleses sabía lo que era un computador -y mucho menos binario- pero a Sinclair no le cabía duda de que sólo alguien realmente inteligente podía inventar algo así, cualquier cosa que eso fuese.

Sinclair había reunido aquel selecto grupo de genios para desafiar un monstruo de 159 cuatrillones de cabezas llamado Enigma. Con el tiempo, obtendrían en esa lucha una victoria legendaria. Pero si lo consiguieron fue porque cuando ellos trabaron combate, la máquina venía herida. Unos enemigos que la habían acosado desde su nacimiento, les dieron los secretos de su debilidad. Y aunque la máquina mutó y creció en la lucha, nunca pudo librarse de la vulnerabilidad de haber sido atacada cuando aún era débil.

La historia de ese primer combate es parte de una epopeya mucho mayor. Una antigua nación europea, descuartizada y desahuciada por la historia, volvió a la vida en un momento de momentánea debilidad de sus enemigos. Cuando la máquina Enigma amenazó su precaria existencia, lanzó contra su magia a tres jóvenes, elegidos también por su inteligencia. Nunca la derrotaron del todo, pero por las brechas que le abrieron entrarían los alegres cazadores de la partida del Capitán Ridley.

 

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