Enigma 22

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Corremos hacia el abismo poniéndonos
algo ante los ojos que nos impida verlo.

-- Pascal

Por Román Ceano

Todas las armas militares tienen un episodio ejemplar que con el paso de las generaciones se convierte en casi legendario. Para los miembros del SIS la Sala 40 representaba ese papel. La leyenda de la Sala 40 comenzaba un día principios de septiembre de 1914, cuando Sir Alfred Ewing, un escocés, recibió el encargo de formar un grupo para estudiar los mensajes alemanes en morse interceptados por la flota. La inteligencia naval inglesa carecía de criptoanalistas y Sir Alfred era el director del departamento de formación de la armada, además de ser un distinguido científico especializado en tres disciplinas tan dispares como la geología de terremotos, la histéresis (fatiga del metal) y el magnetismo. Durante una comida con el Contralmirante Henry F. Oliver, éste le dijo que tenía cajones llenos de mensajes alemanes interceptados, que le enviaban a él porque nadie sabía qué hacer con ellos. Sir Alfred se presentó voluntario para encargarse y pocos días después llegó su nombramiento.

Durante varias semanas visitó la biblioteca del Museo Británico y la National Library para formarse adecuadamente en su nueva tarea. Realizó también varias visitas al Post Office (donde residía el servicio de telégrafos) y al Lloyd’s para aprender sobre el uso de libros de códigos en la práctica. En estos lugares se usaban los códigos con la doble intención de ocultar la información y ahorrar dinero, ya que las compañías comerciales de telégrafo cobraban por grupos de cinco letras. Con un buen libro de códigos se podía enviar un montón de información con muy pocos grupos. Una vez se consideró suficientemente preparado, llamó a cuatro profesores de la academia naval -tres de ellos escoceses- que dominaban el idioma alemán, y a los que conocía por ser sus subordinados. Uno de ellos era Alistair Denniston.

Cada día se sentaban los cinco en el despacho de Sir Alfred y revolvían las transcripciones de los mensajes alemanes, tratando de aplicar los métodos aprendidos por él en las semanas anteriores. A paso de hormiga consiguieron deducir partes de los códigos y establecer más o menos una metodología. El futuro no parecía muy prometedor pero no podían descartar ofrecer algo de información al Almirantazgo si éste tenía paciencia.

Pronto sin embargo recibirían un premio inesperado a su esfuerzo. En Octubre de 1914 el agregado naval de la embajada rusa en Londres solicitó al Almirantazgo, con el máximo secreto, que un barco se desplazase al puerto de Alexandrov para hacerse cargo de un documento. Les explicó que el septiembre anterior, tras el hundimiento del crucero Magdeburgo, había aparecido en las costas rusas del Báltico,el cadáver de un oficial naval alemán abrazando una bolsa. Trasladada al cuartel general de la flota zarista en San Petersburgo, resultó contener mapas de coordenadas en clave de la zona y el libro de códigos que usaban los barcos alemanes. Los rusos deseaban compartirlo con los ingleses, pensando erróneamente que éstos disponían de un vasto departamento de criptoanalisis.

Pocos días después estaba sobre la mesa de Sir Alfred y su esforzado equipo. Constataron que los códigos parecían no coincidir, pero al cabo de unas horas determinaron que los mensajes tenían una superencriptación por sustitución monoalfabética y descifraron todo lo que había sobre la mesa. Sobre este éxito inicial y mediante una combinación de más capturas, brillante intuición y recursos a granel gracias al interés personal del Ministro de Marina, leyeron todos los mensajes que cayeron en sus manos durante toda la guerr,a compilando decenas de libros y descifrando centenares de superencriptaciones. Mediante triangulación determinaban las posiciones de cada barco y por ello sabían lo mismo de la flota que sus mandos alemanes. En 1918, la Sala 40 era un próspero y numeroso departamento aureolado por la gloria de su infalibilidad y el secreto más estricto. Reginald Hall, sucesor de Sir Alfred y Director de Inteligencia Naval, había dirigido la operación Zimmerman, que le había dado fama mundial, aunque ningún detalle de su estructura o modo de operación había trascendido.

Pero una vez terminada la Gran Guerra, la Sala 40 fue desmantelada. La Marina quería ahorrarse las nóminas y traspasó la parte del personal que se quedó en el servicio al Ministerio de Asuntos Exteriores, que lo integró como departamento de su propia organización secreta, el SIS (Secret Intelligence Service). Pasó a llamarse -como tapadera- Escuela de Códigos y Cifras del Gobierno (GC&CS en sus siglas inglesas), y heredó de su pasado naval a su nuevo responsable, Alistair Denniston. Para completar la fusión, Hugh Sinclair, almirante de carrera, fue nombrado director del SIS y por tanto jefe de Denniston. Así se ponía fin a la disputa entre el Almirantazgo y Whitehall que había durado toda la guerra y se reconocía la superior efectividad de los componentes de la Sala 40.

El Almirante Sinclair era un hombre de gran posición económica que gustaba de la buena vida y los coches rápidos. El SIS se convirtió en su pasión y nunca cesó de hostigar tanto a la marina como al ministerio para que ampliaran el escaso presupuesto asignado. Consiguió que el GC&CS pasara de unos 25 descifradores a más de 40, aunque para ello tuvo que invertir 15 años de discusiones y mucho dinero de su bolsillo. La estrategia que seguía.era reclutar a veteranos retirados de la Marina -que podían vivir de su pensión- y a profesores que cobraban de sus universidades. Con cargo a su propio patrimonio procuraba darles pagas extras de cuando en cuando.

Mantenía en escucha más o menos a todas las embajadas, la mayoría de las cuales utilizaban libros de códigos (nomenclátores) superencriptados con algún truco menor como una transposición sencilla o alguna operación matemática elemental de estilo amateur. Las compañías de telégrafo le enviaban una copia diaria de todos los mensajes que pidiera, por lo que material no faltaba y con tiempo por delante era fácil compilar los códigos y divertido encontrar el truquito que algún secretario de embajada ingenioso había inventado con cariño. Además de estas escuchas, con la ayuda de otro escocés, Stewar Menzies, también desarrolló el resto del SIS, creando estaciones por todo el mundo que soportaban extensas redes de agentes.

Ese verano de 1938, mientras Denniston visitaba las facultades de Cambridge, graves peligros amenazaban al Imperio. En Extremo Oriente, la influencia inglesa estaba desapareciendo a manos de Japón, que ya controlaba toda China. Japón era, junto con Corea, el único estado no europeo que nunca había sido ocupado por la fuerza. Su tradición militar se había adaptado perfectamente a la evolución de la tecnología occidental. La llegada de la artillería de asedio produjo la construcción de castillos más sólidos que los del propio Vauban. Sus juncos adoptaron la técnica del ataque de fila casi a la vez que los barcos ingleses que derrotaron a la Gran Flota de Felipe II. En el siglo XVII los primeros mosquetes que llegaron a las islas fueron copiados a miles para formar batallones de mosqueteros, que desarrollaron las mismas tácticas que les hacían los reyes de los campos de batalla europeos. Así había conseguido disuadir a los blancos de hacerles a ellos lo que habían hecho al resto de pueblos no-blancos del mundo.

A partir del último cuarto del siglo XIX, una industrialización a marchas forzadas le había permitido construir un ejército moderno, perfectamente pertrechado, con el que había ahuyentado a los rusos de las costas del Pacífico. Su flota era la tercera del mundo y tenía acorazados que podían hacer frente con ventaja a cualquier monstruo inglés o norteamericano. Ahora, se permitía hostigar los enclaves ingleses e incluso bombardear sus barcos. En caso de guerra abierta, no sólo Honk Kong, sino Birmania, Malasia e incluso Singapur, estaban seriamente amenazados.

Por contra, La India parecía pacificada después de haber estado al borde de la insurrección pocos años antes. Sin embargo, eso se había conseguido aceptando el principio de que “el gobierno de su destino debía ser asumido a la larga por los habitantes autóctonos”. Si debía permanecer en el Imperio, nuevos conflictos se avecinaban.

En Rusia, el énfasis de los primeros revolucionarios por evitar la inoperancia del democratismo y por superar el tradicional atraso de su país, había generado una dictadura que aunaba la tradición zarista de autoritarismo sangriento con un industrialismo esclavista masivo. Lo que la hacía más peligrosa era que aparecía como la abanderada de una revolución mundial que pondría fin a la propiedad privada sobre las fábricas y por ello tenía muchos aliados potenciales en la clase obrera de los países occidentales. Había conseguido recuperarse de una terrible guerra civil, y una vez consolidado su poder sobre Asia Central, era previsible que reiniciase la secular presión eslava hacia el sur, amenazando las posesiones inglesas en Medio Oriente que precisamente protegían la ruta hacia la India y China.

Sinclair sabía que para mantener el Imperio haría falta luchar guerras largas, sangrientas y de resultado incierto. Pero tal como la mitología de las guerras napoleónicas había alimentado el espíritu victoriano, el recuerdo de las trincheras pudría ahora el de la sociedad inglesa.

En 1938 el recuerdo de la Gran Guerra era más vivo que nunca por culpa de una versión Wagneriana del risible dictador de opereta Mussolini. El problema de este pintoresco personaje era que se había apoderado de las ruinas de la Alemania del Kaiser y la estaba reconstruyendo, pero con ese añadido de brutalidad sin alma y de gran escala que parecía ser el sello del siglo XX. Fantasmas del Somme cayendo a miles bajo las ametralladoras, fantasmas del saliente de Ypres tosiendo los pulmones mientras el viento arrastraba un humo amarillo, fantasmas de los hijos que no volvieron, como el del primer ministro Neville Chamberlain, poblaban las pesadillas del establishment inglés, cuando veían al tipo del bigote allí subido, diciendo todas aquellas atrocidades con la energía de un millón de demonios.

Ese individuo en particular se estaba convirtiendo en el problema principal y Sinclair repartía en las reuniones su abultado dossier. En él se explicaba la inverosímil trayectoria de Adolf Hitler. Había empezado en política como un veterano de guerra que, desquiciado por la experiencia del frente y la derrota alemana, en 1923 se había sumado en Munich a un tumulto antirepublicano de disconformes con la paz de Versalles. A diferencia de los espartaquistas, que habían sido muertos a tiros sobre el terreno, Hitler y sus compañeros fueron condenados a penas cortas de cárcel. Durante su encierro, Hitler agotaba a los demás reclusos con soliloquios interminables, que mezclaban la charla culta sobre arte e historia de los pueblos germánicos, con delirios sobre la naturaleza debilitadora de la piedad y el humanismo. Hartos de oírle, le propusieron que escribiera sus ideas. Se ofreció como escriba ayudante un tal Rudolf Hess, estudiante de geopolítica, que aportó su arsenal conceptual a las diatribas.

El resultado fue un libro paranoico y casi ilegible por su densidad donde se detallaba un Gran Plan para salvar a la Humanidad. El plan consistía en restaurar la ley natural por la que el fuerte vence al débil. Para ello, dividía los seres humanos en tres grupos raciales: dominantes, bestias de carga y bacilos. Los primeros debían gobernar a los segundos, exterminando antes a los terceros para que no pudieran impedirlo. Los alemanes serían la raza dominante, los eslavos las bestias de carga mientras los judíos, los demócratas y los izquierdistas eran los bacilos. Hitler consideraba que la raza judía era proclive a la debilidad humanista, de la cual el marxismo era una manifestación extrema. Este razonamiento cayó muy bien en los ambientes antisemitas de la derecha alemana, aunque seguramente no comprendieron en ese momento las aberraciones que se derivarían de él.

Una vez Hitler salió de la cárcel, decidió abandonar la violencia, que tan malos resultados le había dado, y optó por intentar crear una gran organización para difundir sus ideas por todo el país. Hasta entonces, su partido había sido un fenómeno puramente muniqué,s pero ahora se extendió rápidamente por Alemania. El responsable de la sección berlinesa, Joseph Goebbels, tenía también una gruesa ficha en el SIS. Se trataba de un individuo físicamente tullido, con la amoralidad propia de un psicópata, que había fracasado como escritor y poeta, abrazando el periodismo de combate como vehículo expresivo.

Al principio había dudado entre los comunistas y los nazis, pero finalmente había decidido que el odio racial era más romántico que la lucha de clases. Sus depuradas técnicas de marketing, mezcladas con un brutal camorrismo callejero, le permitieron dominar la capital en apenas dos años. Goebbels había descubierto que la opinión pública de los países desarrollados funciona como los espectadores de la caverna de Platón, pero lo que proyecta las sombras no son honrados rayos de luz, sino medios de comunicación manipulables a voluntad si uno domina la técnica y tiene poder para doblegarlos. Para gestionar sus huestes, creó un estilo de meeting en el que la manipulación de los sentimientos de la masa mediante un crescendo demagógico y de retórica cada vez más violenta, conseguía hacerles explotar en un éxtasis de odio.

En 1930, Hitler y Goebbels unieron sus fuerzas en una campaña electoral frenética de estilo americano, que llevo al NSDAP de seis a más de cien diputados. La mezcla de demagogia populista y milenarismo racial resultó muy adecuada para llenar el vacío sentimental de las clases medias alemanas, que habían visto el naciente imperio del kaiser Guillermo II, convertirse en una débil república sometida a Francia y azotada por crisis económicas que más bien recordaban a las plagas de Egipto que a fenómenos sociales reconocibles. La interpretación de Hitler del estilo de meeting de Goebbels resultó una bomba que conseguía auténticos orgasmos colectivos de adrenalina, causando a los participantes una sensación imborrable de pertenecer a algo trascendente.

Sin embargo, nuevas campañas electorales aún más espectaculares mostraron que el partido nazi tenía un techo en torno al 30% del electorado y que difícilmente crecería mucho más. En 1933 -cuando parecía que su partido empezaba a resquebrajarse después de perder las presidenciales contra Hindenburg, el héroe de Tannenberg- una carambola política dio a Hitler la cancillería, que le entregaron el resto de partidos de un gobierno de coalición por un tiempo limitado hasta las elecciones. Los nazis prendieron fuego al parlamento y acusaron a los comunistas. En medio de la conmoción creada, Hitler se apoderó del país, exterminando cualquier sujeto político ajeno sí mismo y fundando un Tercer Reich, que por ello no celebraba elecciones.

Su política exterior consistía en denunciar las injusticias de Versalles y actuar al margen del tratado, rearmándose a toda velocidad. En 1935 dejó de obedecer una de las cláusulas más odiosas, que le impedía tener fuerzas militares en algunas zonas de su propio país. La clase política inglesa aceptó, pensando que si restituían a Alemania una parte de lo que se le había robado en Versalles, volvería el equilibrio surgido del Congreso de Viena, en el que Francia, Rusia y Alemania se neutralizaban mutuamente. Pero lo que se le había negado a la República de Weimar, y que quizás hubiese ayudado a evitar su colapso, ya no era suficiente. A partir de ese punto, Hitler había comprendido que todo el mundo temía la guerra menos Alemania y comenzó a sacar partido de ello.

Desde 1933 en adelante, Sinclair contaría con información de primera mano provista por su agente estrella F. W. Winterbotham. Winterbotham había querido ser un oficial de caballería desde la infancia. Cuando cumplió 17 años se alistó para luchar a caballo en la Gran Guerra. Al llegar al cuartel descubrió que los Royal Gloucester Hussars, su regimiento, estaban siendo entrenados para luchar a pie. La decisión se había tomado después de varias masacres de caballos en la tierra de nadie, cuando intentaban alcanzar las trincheras alemanas saltando las alambradas bajo el fuego de las ametralladoras. Winterbotham oyó que la Royal Air Force estaba buscando voluntarios para subirse a los cajones para pájaros que se usaban como aviones de reconocimiento. Al poco tiempo volaba sobre Francia haciendo fotografías. Como demostró una cierta pericia, pronto consiguió convertirse en piloto de combate, siendo derribado (según la leyenda) por el Baron Von Richtoffen en persona.

Se salvó de morir en el consiguiente aterrizaje forzoso, pero cayó detrás de las líneas enemigas y pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros alemán. Al volver a Inglaterra descubrió que siendo prisionero de guerra había acumulado no sólo su paga, sino además una gran prima mensual. Con ese dinero se pagó la carrera de Derecho en Oxford. Al terminar, decidió dar la vuelta al mundo antes de buscar trabajo. Cruzó África de norte a sur siguiendo las posesiones inglesas por Sudán, Kenia y Rodhesia en un safari de miles de kilómetros. Desde allí fue a Australia y, como el dinero se le había acabado, trabajó como vaquero. Después cruzó el Pacifico para trabajar como leñador en Canadá.

Finalmente volvió a Inglaterra, pero con tan mala suerte que llegó el año 1929, al comienzo de la Gran Depresión. Como no encontraba trabajo, sus antiguos amigos de la RAF le ayudaron a entrar nuevamente en el servicio. Apenas había aviones y por tanto más bien sobraba personal. Sin embargo, se estaba formando una rama de inteligencia aérea y fue asignado allí para trabajar junto con el SIS de Sinclair, puesto que hablaba francés y alemán fluidamente. Durante tres años intentó con poco éxito formar una red para vigilar el cumplimiento del tratado de Versalles, que impedía a Alemania tener ningún tipo de aviación. Las pocas fuentes que tenía desaparecieron, amedrentadas por la llegada de los Nazis al poder.

Entonces Winterbotham se hizo nombrar agregado a la embajada en Berlín y empezó a frecuentar las fiestas del cuerpo diplomático. Allí trabó conocimiento con varios jerarcas nazis. Les mostró el respeto que le merecía la forma como habían sacado a su país del caos y deploró las condiciones humillantes de Versalles. Ante su simpatía, florida conversación y sensibilidad por el punto de vista alemán, comenzaron a invitarlo particularmente a sus propios actos sociales. Escalando, consiguió llegar a compartir mesa con Rosenberg, ministro de asuntos exteriores y uno de los filósofos oficiales del partido Nazi.

Rosenberg simpatizó mucho con él y de la charla pasaron a la confidencia. Winterbotham le dijo que en Inglaterra mucha gente admiraba su partido, pero que por lógico patriotismo veían con preocupación el rearme alemán. Rosenberg le aseguró que Alemania no tenía nada contra Inglaterra. Siguieron muchas charlas y paseos, en los que los dos discutían cómo hacer para que los intereses de sus dos países no chocaran. La amistad fue tan íntima como para que Winterbotham llegara incluso a ser presentado al canciller Adolf Hitler.

Una vez instalado en el núcleo de poder alemán, Winterbotham jugó la carta del inocente amateur cuando sus interlocutores empezaban a hablarle en voz baja de cómo se preparaban para construir un imperio que duraría mil años. Para satisfacer su amable curiosidad sobre los medios a emplear, le contaron que los antiguos pilotos de la Gran Guerra habían fundado clubes de aviación donde entrenaban sistemáticamente a docenas y docenas de pilotos. Ése fue su primer descubrimiento, pero seguirían muchos más.

A medida que los nuevos tratados firmados durante los años treinta relajaban las condiciones de Versalles y el rearme se hacía menos clandestino, Winterbotham fue introducido más y más en el Gran Plan. Se trataba de invadir Rusia, esclavizar a los eslavos y crear un imperio desde el Pacífico hasta el Báltico. El mundo de los siglos venideros estaría dominado por los tres imperios que se repartirían el mundo: América, el Imperio Británico y el nuevo Imperio Alemán. Los americanos dominarían a los latinos, los alemanes a los eslavos e Inglaterra al resto de razas (con permiso de los japoneses). Una perspectiva ciertamente fascinante -reflexionaba en voz alta Winterbotham- pero Rusia era un enemigo poderoso. ¿Cómo podrían vencerlo tan completamente?. Sus interlocutores le desvelaron poco a poco muchas de sus nuevas ideas para conseguirlo, como la guerra con unidades acorazadas seguidas de infantería motorizada, el bombardeo en picado para apoyo a tierra, los paracaidistas, la coordinación por radio, etc... Para que lo comprendiera mejor, le presentaron a cierto número de generales, algunos de los cuales no tuvieron inconveniente en invitarle a presenciar el entrenamiento de sus unidades. Estos generales deseaban mostrarle su poder, porque la idea de luchar a la vez contra Inglaterra y contra Rusia les horrorizaba. Pensaban que era bueno que los ingleses se enteraran de lo poco conveniente que era entrometerse en los planes del Reich.

Winterbotham enviaba a Londres dos tipos de mensajes. Por valija diplomática convencional enviaba textos melifluos defendiendo el punto de vista alemán sobre Versalles. Muchos de estos mensajes llegaron a manos alemanas, reforzando su posición. Sin embargo, por el canal secreto del SIS, enviaba sobrias enumeraciones de todo lo que había visto y oído. Descripciones de aviones y tanques nunca vistos por ojos ingleses, tácticas de guerra de movimiento, nombres de unidades, lugares de acuartelamiento, etc... así como estimaciones perentorias de la agresividad intrínseca de la ideología nazi. Con su información, Sinclair pudo construir el cuadro general en el que encajaban todo el resto de detalles que le enviaban sus redes.

Con preocupación creciente, tomó nota de la reproducción del fenómeno simbiótico entre el estado mayor del ejército, heredero de la tradición prusiana y la gran industria alemana. Esta combinación había producido grandes avances técnicos, como el fusil de retrocarga y la artillería de acero que habían sustentado la política Bismarkiana y el intento del kaiser de sentarse por la fuerza en la mesa de las potencias mundiales.

Ahora estaba produciendo un ejército mecanizado, con miles de tanques y una flota aérea ultramoderna. Hitler compraba para su ejército todo lo que la industria pudiera fabricar y le daba presupuesto ilimitado para hacer maniobras a gran escala. Los generales se sentían felices viendo aquella máquina de guerra y soñaban con la ocasión de cubrirse de gloria en los campos de batalla en que habían combatido en su juventud como tenientes y capitanes.

A partir de 1937 los agentes del SIS percibieron una especie de aceleración, que los confidentes de Winterbotham atribuyeron a que Hitler había sido advertido por un vidente que vivía en su corte de que moriría joven, y por tanto debía ponerse manos a la obra inmediatamente. Ese mismo año ocupó Austria en una operación relámpago, bajo la cobertura de la propaganda de Goebbels, que ahora tenía por objetivo al mundo entero. A Sinclair no le cabía duda de que ése no sería el último paso, y que pronto habría una guerra en la que los enemigos de Alemania llevarían las de perder. Pero hasta 1938, ni siquiera la minoría vociferante que en el Parlamento hostigaba a Chamberlain por su política de apaciguamiento de los Nazis, creía que sus preocupaciones fueran nada más que la paranoia normal en un responsable de inteligencia. El tal Winterbotham era un filo-nazi, tal como sus mensajes al Ministerio de Asuntos Exteriores demostraban, y por tanto sus comentarios debían ser tomados con pinzas.

La mayoría de analistas pensaban que Hitler se detendría en cuanto percibiese una amenaza inglesa suficientemente firme, tal y como solía hacer Mussolini en el Mediterráneo con sus reivindicaciones sobre la costa Dálmata. Sinclair pensaba que no era así, porque Mussolini utilizaba la retórica y la escenografía fascistas como un medio para mantenerse confortablemente en el poder disfrutando de sus prebendas, mientras que Hitler quería utilizar el poder para llevar a cabo su Gran Plan: restaurar el gobierno de La Reina Cruel (como llamaba él a la Naturaleza).

Cada vez más, en las reuniones con los políticos y en las comidas en los clubs, Sinclair dejaba de lado la situación en Asia y señalaba Alemania como el tema del día. ¿Hasta qué punto estaban dispuestos a aceptar que Alemania dominase Europa Central o quizás, si sus delirios se cumplían, más de la mitad del continente Euroasiático? ¿Podían estar seguros de que con eso se conformaría? ¿Lo aceptaría Francia? Como principal potencia mundial, Inglaterra no podía abandonar a su suerte a los eslavos, y menos a los franceses, que verían con muy malos ojos ese imperio en ciernes. El mensaje de Sinclair a los políticos era que si en algún momento Inglaterra intentaba realmente obstaculizar a Hitler, se vería envuelta en una nueva guerra con Alemania, y que tenía muchas posibilidades de perderla catastróficamente.

Un día de 1938 Winterbotham estaba de vacaciones en Inglaterra cuando le llegó un mensaje personal de Rosenberg. Le decía que no volviera a Alemania, porque en ciertos ambientes se sospechaba mucho de su insaciable curiosidad y era probable que fuera encarcelado como espía. Hundida finalmente su tapadera (en Alemania, porque en Inglaterra persistían las sospechas sobre él) Winterbotham no se dio por vencido. Con aviones capaces de volar a gran altura, equipados con una cámara especial inventada al efecto, dirigió una extensa campaña fotográfica, basada en la información reunida hasta entonces.

Esto dio a Sinclair unas espectaculares imágenes que mostrar en las reuniones, con cientos de tanques y aviones alineados y preparados para empezar. Los analistas militares coincidían en que la guerra entre Inglaterra y Alemania, caso de producirse, sería fundamentalmente aérea. Flotas de bombarderos se cruzarían sobre el Canal para destruir las ciudades enemigas, hasta que uno de los dos países se rindiera. Sería una guerra de aniquilación, en la que morirían civiles por millones. Cada tonelada de bombas sobre Londres mataría a unas 15 personas, dejando otras 30 heridas. Con las fotos en la mano, cabía esperar unas 3.500 toneladas diarias. Por tanto morirían 50.000 personas por cada día de guerra, y en apenas un mes Londres sería un enorme cráter. Eso si los alemanes no usaban gas venenoso, en cuyo caso bastaría una semana para convertirla en una ciudad fantasma, aunque con sus edificios en pie. Había un fuerte debate sobre si era mejor construir bombarderos para poder contratacar sobre las ciudades alemanas o si era mejor construir cazas para defender las propias.

Durante muchos años habían dominado los partidarios de los bombarderos, puesto que se decía que no había forma de que los cazas detuvieran el bombardeo desde gran altura sobre las ciudades ya que no tenían tiempo ni de llegar a esa altura antes de que los alemanes descargasen todas las bombas. Era un debate intelectual, porque durante esos años no había dinero ni para una cosa ni para la otra. Ahora por fin, ante esas fotografías e informes, el gobierno de Chamberlain decidió poner dinero. Pensaron que no tenían tiempo de construir una flota de bombarderos que diese suficiente respeto a los alemanes como para disuadirlos de atacar y, por tanto, aconsejados por una minoría de oficiales, obligaron a la RAF a equiparse para defender el cielo de su país, por difícil que eso fuera. No pusieron mucho dinero, pero en seguida saturaron la capacidad de fabricación, puesto que había pocas fábricas en funcionamiento, después de tantos años de restricciones causadas por la Gran Depresión.

Con tan pocos cazas a disposición, Sinclair tenía claro que en caso de guerra las oficinas del SIS, en pleno centro de Londres y cerca de donde cada día se efectuaba la parada de los granaderos del rey, era un lugar muy peligroso y poco conveniente. Compró con su propio dinero la mansión de Bletchley Park, y utilizó la miseria de presupuesto que le habían dado para ampliar la plantilla hasta el doble de personal. Por ello había enviado a Denniston a Cambridge, a reclutar a cualquiera que pareciese lo suficientemente inteligente y aceptase el sueldo.

A finales de Agosto Hitler estaba a punto de invadir Checoslovaquia, para quedarse una provincia del norte de mayoría alemana. Goebbels afirmaba (falsamente) en la prensa internacional que los alemanes checoeslovacos sufrían abusos de todo tipo e incluso asesinatos arbitrarios, por lo que era el deber de Alemania proteger a sus hermanos. Chamberlain se mostró más duro de lo habitual, porque se daba cuenta de que le habían tomado el pelo y que Hitler daba por descontado que no haría nada. Las notas diplomáticas subieron de tono y se habló de guerra, con indirectas cada vez más explícitas.

Sinclair decidió que había llegado la hora y envió al SIS a Bletchley Park, para hacer frente a cualquier eventualidad. Un convoy de camiones militares camuflados se dirigió hacia el norte, mientras muchos de los miembros del GC&CS los adelantaban alegremente en lujosos automóviles privados.

Conduciendo como un poseso, junto con varios compañeros desprevenidos a los que había invitado a su coche, Dillwyn Knox aplicaba su peregrina teoría de que la forma más segura de pasar un cruce es a la máxima velocidad posible, puesto que eso minimiza el tiempo de riesgo. Knox era un veterano de la Sala 40 y una leyenda viviente. Seguía la tradición típicamente inglesa de que el genio verdadero debe llevar aparejada una cierta dosis de locura.

Después de graduarse en lenguas clásicas en el King’s College de Cambridge, fue aceptado como profesor en 1910. Al comienzo de la Gran Guerra intentó alistarse como mensajero, ya que era un experto motorista y ofreció llevar su propia moto al frente. Sin embargo, en lugar de eso fue enviado a trabajar en el ID 25, nombre clave de lo que sería conocido como Sala 40. Allí se reveló pronto como el genio que era, y en una hazaña en solitario había liquidado, sin apenas material, el código usado por el comandante de la flota alemana. En 1931 un violento accidente con la moto le había obligado a dejarla para siempre y a cojear el resto de su vida. En 1936, cuando estaba a punto de dejar el servicio para volver a la universidad, apareció el desafío de Enigma y decidió quedarse, a pesar de sus crecientes problemas de salud que le llevaron a ser operado del estómago con un diagnóstico muy poco tranquilizador. Denniston tenía plena confianza y le puso al cargo del equipo que trabajaba sobre Enigma.

Al llegar a la mansión, los miembros del GC&CS pasearon extasiados por los jardines, admirando el laberinto de setos, el lago, los grandes parterres de rosas y la campiña inglesa extendiéndose ante ellos gracias al ingenioso aprovechamiento del terreno que ocultaba el muro que circundaba el finca. Estaban alojados en hoteles de los alrededores, pero las comidas las tomaban en BP. Sinclair había hecho venir al chef de su restaurante favorito, el Savoy, y cada almuerzo era un acontecimiento gastronómico. El chef era un hombre muy temperamental y cuando agentes del SIS le interrogaron, intentó suicidarse. Le habían considerado sospechoso por ser italiano. Aunque corrió el rumor por Londres de que algo raro había pasado en el Savoy, no se llegó a relacionar con la mansión y las jornadas de caza fuera de temporada.

Knox no estaba de acuerdo en que se contrataran matemáticos ya que consideraba que eran una molestia, pero como Turing era una celebridad en los ambientes académicos, no le dedico más que una fracción de su tradicional mal humor. Se habían conocido poco antes en Londres y con toda probabilidad Turing se debió comportar como el buen alumno, callado y reflexivo, que había sido en el King’s College. Knox consideraba que sus métodos eran algo evidente que se aprendía por sí solo, por lo que en la primera y única lección le explicó los trucos de veterano. Turing tuvo que hacerse él mismo la versión larga de la explicación.

 

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