Enigma 20

Enviado por Roman en

Seis años después, en 1934, Von Neumann, un famoso matemático hijo de una familia de banqueros húngaros, estaba dando un curso como visitante en el King’s College de Cambridge. El curso terminaba con la demostración en la pizarra del teorema de Godel y sus depresivas implicaciones. Quizás nunca se supiese si eran ciertos el tercer teorema de Fermat o la conjetura de Goldbach. De hecho, era dudoso incluso que “cierto o falso” les pudiese ser aplicado. Para ilustrar el tema y volviendo a la tercera pregunta de Hilbert, Von Neumann dijo que la cuestión era “si existía una forma mecánica de demostrar su falsedad o veracidad”. Uno de los alumnos más callados era Alan Mathison Turing, que durante dos años dió vueltas a la frase mientras corría por las carreteras alrededor de Cambridge practicando atletismo.

Aunque Von Neumann, con toda probabilidad, dijo “mecánico” queriendo decir “sistemático y que siga reglas conocidas”, para Turing, que sólo tenía 22 años y muchas inquietudes espirituales, aquello era una cuestión metafísica, con una importancia de primer orden. ¿Es el cuerpo humano una máquina? es decir, ¿son sus estados posibles finitos y determinados o bien son infinitos y/o no deducibles de su estado inicial?

Estaba en su apogeo un debate intelectual sobre el determinismo, que Eddington y varios más protagonizaban desde que la mecánica cuántica y el principio de indeterminación de Heisenberg, habían puesto sobre el tapete otra vez el venerable problema planteado por Laplace. ¿Era la cuántica la solución al problema de la voluntad humana versus la determinación (fuera ésta divina, mero producto de la física laplaciana o de ambas a la vez)?. Muchos creían que no y pensaban que eso sólo era una trampilla de escape, que utilizaba el desconocimiento de la manera de funcionar del nivel subatómico de la materia para eludir el problema. Turing había leído mucho sobre cuántica y estaba sumido en un mar de dudas.

Era un problema ciertamente difícil, el auténtico nudo de la filosofía occidental, que implicaba problemas religiosos y ontológicos que habían hecho parpadear con respeto al mismísimo Inmanuel Kant. Turing buscó la forma de atacar el problema examinando los límites intrínsecos del pensamiento mecánico. ¿Acaso no era el manejo del lenguaje lo que separaba al hombre de las máquinas? ¿Podía una máquina de estados finitos y determinados por las condiciones iniciales manejar símbolos como una persona?. Según contaría el mismo, un día, descansando en un prado después de correr diez millas, decidió que la única forma de solucionar el problema era describir esa máquina de forma exacta o incluso mejor aún construirla.

Tumbado en la hierba, recordó un problema que le desconcertó en su primera infancia. Cuando Turing era muy pequeño su padre se compró una máquina de escribir, y cuando se lo dijo al pequeño Alan, éste quedó boquiabierto. ¿Cómo podía una máquina saber escribir?. Ahora ese recuerdo le permitió abrirse paso en la selva conceptual del “qué somos”, no con el enfoque emocional de la charla moralista, sino con la contundencia abstracta de un hacha afilada por muchos años de educación en la más pura tradición escepticista anglosajona.

Supongamos que tenemos a alguien escribiendo, con una máquina de escribir, teoremas matemáticos del tipo usado por Godel. ¿Qué debería hacer la máquina para que no hiciera falta la persona? ¿Qué le falta a la máquina para poder hacerlo sin dejar de ser una máquina?. No olvidemos que Godel había demostrado que toda la lógica formal se puede expresar en forma aritmética. Turing introdujo algunas modificaciones a la máquina de escribir que, aunque no hacían que dejase de ser una máquina, le permitían realizar las tareas simbólicas en lenguaje aritmético de forma automática.

En lugar de una hoja, imaginó que usara una tira de papel que no tuviera fin, lo cual no parecía un problema, puesto que era fácil pegar nuevos rollos cuando se agotara el primero. Más importante aún, debía ser capaz no sólo de escribir, sino también de leer y, generalizando el concepto de “escribir”, se le permitiría también borrar, aunque todo ello en una sola casilla, como las máquinas de escribir convencionales. Finalmente, y en otra diferencia menor, debía poder ir adelante y atrás.

Una vez planteada esta máquina, Turing dio el paso fundamental y definió sus estados como configuraciones, que variaban según lo que leía en la única casilla activa que tenía a la vez. Es decir, que antes de ponerla en marcha, había que suministrarle una lista finita de estados y unas reglas para escoger entre éstos. La máquina leía la casilla y después, siguiendo las normas del “estado” en que se encontrara, cambiaba o no lo que había escrito (borrando o escribiendo), cambiaba o no a otro estado (es decir “a otra forma de reaccionar”) y se movía o no una casilla en alguna dirección.

Seguía siendo una máquina, puesto que sus estados eran finitos y dependían completamente del estado inicial, pero era capaz de hacer cosas realmente sofisticadas. Hacía decenios que se aconsejaba el uso de la base 2 para realizar cálculos, y Turing había imaginado una máquina que trabajaba con dos estados que podían ser asimilados al 1 y al 0, las unidades del cálculo binario. ¿Sería posible que atacase problemas “mecánicos”, como determinar si un número es primo?

Trabajando varios meses, consiguió demostrar que su máquina, llamada más tarde Máquina Universal de Turing (o, de forma más familiar, ‘computador binario’) era capaz de realizar cualquier cálculo, si se la dejaba trabajar un número suficiente de pasos y se habían preparado de forma correcta sus estados, cada uno de los cuales incluía -como se ha dicho- las normas para cambiar a otro en función de la ausencia o presencia de un agujero en la posición del papel que estaba leyendo en ese mismo momento.

Se tomó muchas molestias para demostrarse a sí mismo que una persona que realizase los mismos cálculos actuaría de una forma análoga a la máquina, y también para examinar las limitaciones de ésta. Descubrió que la máquina solamente podía tratar con lo que llamó “números satisfactorios”, aunque después les dio el nombre más oficial de “números computables”, con el que han pasado a la historia (algunos autores los vierten al castellano con el nombre de “números calculables”). Y así llegó al meollo de la tercera pregunta de Hilbert. Antes de poner la máquina en marcha, ¿se podía determinar mediante un algoritmo si llegaría a un resultado satisfactorio?.

Turing usó como ejemplo la diagonalización de Cantor para hallar números irracionales, y demostró que no se podía garantizar que la máquina lo estuviese haciendo bien excepto reproduciendo a mano su trabajo. La tercera respuesta era “no” y por tanto no había forma de esquivar los resultados de Godel. Las matemáticas eran un montaje intelectual y no tenían más trascendencia metafísica que el ajedrez. En palabras de Barrows, “la matemática es la única religión que se ha entretenido en demostrarse falsa a sí misma”. La tarea a la que había pensado dedicar su vida había terminado antes de empezar.

Turing escribió su tesis, que era un epitafio a la filosofía matemática y la demostración de que la expresión “fundamentos de la matemática” era una contradicción en sus términos (a menos que se aceptase una total arbitrariedad en los axiomas, como la que modernamente permite considerar p.e. que Tarsky “resolvió” el problema del continuo). Y, por si no fuera suficientemente triste, descubrió que un tal Alonso Church -de Princeton, en EEUU- se le había adelantado por unas semanas, aunque con unos resultados mucho menos generales y que no implicaban máquina alguna.

Después de este episodio, Turing vagabundeo por diferentes aspectos de la matemática de la época sin sentir gran interés. Su carácter asocial y depresivo le estaban convirtiendo en un paria, y sus profesores lo enviaron a la universidad de Princeton para que trabajara con Neumann y Church. Esta universidad se estaba llenando de exiliados alemanes de la antigua capital mundial de la matemática, Gottingen, la ciudad de Hilbert.

Pasó allí dos años en los que hasta cierto punto se acostumbró a la vida universitaria americana. Bajo la égida de Von Neumann acometió un ataque teórico a su propia tesis: “¿Y si suministráramos un infinito numerable de instrucciones a la máquina? ¿Y qué tal un infinito numerable de listas, cada una de las cuales contuviese un infinito numerable de instrucciones? ¿Para cualquier orden de infinito del número de instrucciones que hay que suministrar, los pasos a dar para la comprobación son de un orden superior?. El tema le empezó a aburrir, mientras que en sus horas libres encontró un nuevo reto que le hizo sentir emoción otra vez. Había descrito una máquina universal que podía hacer cualquier cálculo… ¿Por qué no construirla?

 

© Román Ceano. Todos los derechos reservados.